Angie Thomas

El odio que das


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      —Papá, ¿por qué me pones en evidencia así frente a Jesús Negro? —se queja Sekani.

      —Él sabe la verdad —le dice papá. Le limpia las legañas de los ojos y le endereza el cuello del polo—. Intento echarte una mano para conseguir que recibas un poco de misericordia o algo, chico.

      Papá me envuelve en un abrazo.

      —¿Estarás bien?

      Asiento contra su pecho.

      —Sí.

      Podría quedarme así todo el día; es uno de los pocos lugares donde no existe Ciento Quince y puedo olvidarme de hablar con los detectives, pero mamá dice que tenemos que salir antes de la hora punta.

      No os equivoquéis, sé conducir. Me saqué el carnet una semana después de cumplir dieciséis años. Pero no puedo disponer de mi propio coche a menos que lo pague yo misma. Les dije a mis padres que no tengo tiempo para trabajar además del instituto y el baloncesto. Me dijeron que, siendo así, entonces tampoco tengo tiempo para salir en coche. Qué lío.

      En un día bueno tardamos cuarenta y cinco minutos en llegar a la escuela, y cuando hay mucho tráfico, una hora. Sekani no tiene que ponerse los auriculares hoy porque mamá no le grita insultos a nadie en la autopista. Tararea las canciones gospel de la radio y dice: Dame fuerza, Señor. Dame fuerza.

      Salimos de la autopista para entrar en Riverton Hills y pasar por todas esas urbanizaciones privadas. El tío Carlos vive en una así. A mí me parece extraño tener una verja alrededor de una urbanización. En serio, ¿quieren que la gente esté fuera o dentro? Si alguien pusiera una verja alrededor de Garden Heights, sería un poco ambas cosas.

      También nuestra escuela está rodeada por una verja, y el campus tiene edificios nuevos y modernos con muchas ventanas y caléndulas que florecen junto a los senderos.

      Mamá se une a la fila de coches para entrar en la escuela primaria.

      —Sekani, ¿llevas tu iPad?

      —Sí, señora.

      —¿La credencial para el almuerzo?

      —Sí, señora.

      —¿Los pantalones de deporte? Más vale que hayas cogido los que están limpios.

      —Sí, mamá. Ya tengo casi nueve años. ¿No puedes confiar un poco en mí?

      Ella sonríe.

      —Está bien, gran hombre. ¿Crees que puedas darme algo dulce?

      Sekani se inclina sobre el asiento de delante y le besa la mejilla.

      —Te quiero.

      —Yo también te quiero. Y no olvides que Seven te llevará a casa hoy.

      Él se va corriendo con algunos de sus amigos y se mezcla entre los otros chicos vestidos con pantalones de pinza y polos. Entramos en la fila de mi instituto.

      —Está bien, Munch —dice mamá—. Seven te llevará a la clínica después de clase, y luego tú y yo iremos a la comisaría de policía. ¿Estás totalmente segura de que estás lista para esto?

      No. Pero el tío Carlos me prometió que todo saldría bien.

      —Lo haré.

      —Está bien. Llámame si crees que no podrás aguantar todo el día en el instituto.

      Espera un momento. ¿Podría haberme quedado en casa?

      —¿Y entonces por qué me has obligado a venir?

      —Porque tienes que salir de casa. Del barrio. Quiero que por lo menos lo intentes, Starr. Esto podrá sonar cruel, pero que Khalil ya no esté vivo no quiere decir que tú tengas que dejar de vivir. ¿Lo entiendes, nena?

      —Sí —sé que tiene razón, pero siento como si algo no fuera bien.

      Llegamos al frente de la fila.

      —Y veamos, no tengo que preguntarte si has traído unos pantalones de deporte geniales, ¿verdad? —dice ella.

      Me río.

      —No. Bye, mamá.

      —Bye, nena.

      Me bajo del coche. No tendré que hablar de Ciento Quince durante al menos siete horas. No tendré que pensar en Khalil. Sólo tengo que ser la Starr de siempre, en el Instituto Williamson de siempre, y pasar un día como siempre. Eso significa cambiar el interruptor de mi cerebro para convertirme en la Starr de Williamson. La Starr de Williamson no habla con lenguaje callejero: si un rapero utiliza alguna expresión determinada, ella no lo hace, aunque sus amigos blancos sí lo hagan. A ellos, usar ese lenguaje los hace guay. A ella, la convierte en una chica del barrio. Cuando la gente la hace enfadar, la Starr de Williamson se muerde la lengua para que nadie piense que cumple con el estereotipo de chica negra irascible. La Starr de Williamson es alguien a quien puedes acercarte. Nada de miradas asesinas ni de insinuaciones con la mirada, nada de eso. La Starr de Williamson no es conflictiva. Básicamente, la Starr de Williamson no le da razones a nadie para que digan que es del gueto.

      No me soporto por hacerlo, pero lo hago.

      Me echo la mochila al hombro. Como siempre, es del color de mis Jordan, unas 11 de color azul y negro como las que usaba Michael Jordan en Space Jam. Tuve que trabajar un mes en la tienda para comprármelas. Odio vestirme como todos los demás, pero El príncipe de Bel-Air me enseñó algo. Veréis, Will siempre usaba la chaqueta del uniforme escolar al revés para ser diferente. Yo no puedo ponerme el uniforme al revés, pero puedo asegurarme de que mi calzado sea genial y que mi mochila siempre combine con él.

      Entro y me asomo cuidadosamente al patio para ver si están Maya, Hailey o Chris. No los veo, pero noto que la mitad de los chicos están bronceados después de las vacaciones de primavera. Por suerte, yo nací bronceada. Alguien me cubre los ojos.

      —Maya, eres tú.

      Ella suelta una risita y mueve las manos. No soy nada alta, pero Maya tiene que ponerse de puntillas para taparme los ojos. Y la niña quiere jugar como pívot en el equipo de baloncesto de la escuela. Se peina con un moño alto porque seguramente cree que eso la hace parecer más alta, pero no da resultado.

      —¿Qué pasa, señorita No Puedo Contestar los Mensajes de Nadie? —pregunta, y nos damos la mano con nuestro saludo especial. No es complicado como el de papá y King, pero nos basta—. Empezaba a preguntarme si te habían raptado unos extraterrestres.

      —¿Qué?

      Levanta su teléfono. La pantalla tiene una grieta nueva que se extiende de esquina a esquina. Se le cae constantemente.

      —Hace dos días que no me envías un mensaje, Starr —dice ella—. Eso no está nada bien.

      —Ah —apenas he mirado el teléfono desde que a Khalil… desde el incidente—. Lo siento. Estuve trabajando en la tienda. Sabes la locura que puede llegar a ser. ¿Cómo pasaste las vacaciones?

      —Bien, supongo —mordisquea unas gominolas agridulces—. Visitamos a mis bisabuelos en Taipéi. Terminé llevándome un montón de gorras y pantalones cortos de baloncesto, así que lo único que escuché durante toda la semana fue: ¿Por qué te vistes como un chico?, ¿Por qué practicas un deporte de chicos?, bla, bla, bla. Y fue horrible cuando vieron una foto de Ryan. ¡Me preguntaron si era un rapero!

      Me río y le robo unas cuantas gominolas. Resulta que el novio de Maya, Ryan, es el único otro chico negro en undécimo curso, y todos se imaginan que él y yo estamos juntos. Porque parece ser que cuando sólo hay dos de nosotros, tenemos que hacer algún tipo de tontería tipo Arca de Noé y formar pareja para conservar la negrura en nuestra aula. Últimamente estoy muy atenta a mierdas como ésa.

      Nos dirigimos a la cafetería. Ya he desayunado, pero la cafetería se usa sobre todo para pasar el rato. Nuestra mesa, que está cerca de las máquinas expendedoras, se encuentra casi llena. Hailey