Angie Thomas

El odio que das


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le permitía a nadie que dijera que su hermanito estaba gordo.

      Papá choca palmas con él, y terminan en un abrazo.

      —¿Qué hay, hombre? ¿Estás bien?

      —Sí, señor.

      Una sonrisa grande y amplia se esboza en el rostro de la señorita Rosalie. Extiende los brazos, y doy un paso para adentrarme en el abrazo más emotivo que haya recibido jamás de alguien que no sea mi pariente. Además, no hay lástima. Sólo amor y fuerza. Supongo que sabe que necesito un poco de ambas cosas.

      —Mi nena —dice. Se echa hacia atrás y me mira, las lágrimas se desbordan por sus ojos—. Se marchó y se hizo grande.

      También abraza a mis padres. La señorita Tammy la deja sentarse en el sillón. La señorita Rosalie palmea en el borde del sofá más cercano a ella, así que me siento ahí. Me sostiene la mano y frota su pulgar por encima.

      —Hum —dice—. ¡Hummm!

      Es como si mi mano le estuviera contando una historia y ella respondiera. La escucha durante un tiempo y luego dice:

      —Me alegra tanto que hayas venido. Quería hablar contigo.

      —Sí, señora —digo lo que se supone que debo decir.

      —Tú fuiste la mejor amiga que ese niño tuvo jamás.

      Esta vez no puedo decir lo que se supone que debo decir.

      —Señorita Rosalie, no estábamos tan unidos como…

      —No me importa, nena —dice ella—. Khalil nunca tuvo otra amiga como tú. Eso es un hecho, lo sé.

      Trago saliva.

      —Sí, señora.

      —La policía me dijo que tú eres la que estaba con él cuando pasó.

      Lo sabe.

      —Sí, señora.

      Estoy en pie sobre los raíles y observo el tren que avanza a toda prisa hacia mí, me tenso y espero el impacto, el momento en que ella pregunte qué ocurrió.

      Pero el tren se desvía hacia otra vía.

      —Maverick, él quería hablar contigo. Quería que lo ayudaras.

      Papá se endereza.

      —¿En serio?

      —Así es. Estaba vendiendo esa porquería.

      Siento que algo me abandona. Quiero decir, me lo imaginaba, pero saber que es verdad…

      Duele.

      Juro que quiero insultar a Khalil. ¿Cómo podía vender la misma porquería que le arrebató a su madre? ¿Se daba cuenta de que estaba quitándole su madre a otro como él?

      ¿Se daba cuenta de que así se volvía un hashtag, algunas personas lo verían tan sólo como un vendedor de drogas?

      Él era mucho más que eso.

      —Pero quería dejarlo —dice la señorita Rosalie—. Me dijo: Abuela, no puedo quedarme atrapado en esto. El señor Maverick dice que sólo conduce a dos cosas, o a la tumba o a la cárcel, y no quiero ninguna de las dos. Te respetaba, Maverick. Mucho. Fuiste el padre que nunca tuvo.

      No lo puedo explicar, pero algo también abandona a papá. Se le nublan los ojos y asiente. Mamá le acaricia la espalda.

      —Traté de hacerlo entrar en razón —dice la señorita Rosalie—, pero este barrio hace que los jóvenes se vuelvan sordos a lo que les dicen sus mayores. La parte del dinero no ayudó. Iba por ahí, pagando cuentas, comprándose zapatillas nuevas y otras porquerías. Pero sé que recordaba las cosas que le contaste con el transcurrir de los años, Maverick, y eso me dio mucha fe.

      —Sigo pensando que, si tan sólo dispusiera de otro día o… —la señorita Rosalie se cubre los labios temblorosos. La señorita Tammy se dirige hacia ella, pero ésta le dice—: Estoy bien, Tam —me mira—. Me alegra que no estuviera solo, pero me alegra todavía más saber que fuiste tú la que estuvo con él. Es lo único que necesito saber. No necesito detalles ni nada más. Me basta con saber que estuviste con él.

      Como papá, lo único que puedo hacer es asentir.

      Pero mientras cojo la mano de la abuela de Khalil, veo la angustia en sus ojos. El hermanito de Khalil ya no puede sonreír. ¿Y qué más da si la gente termina pensando que era un maleante y nunca le importa lo que fue de él? A nosotros nos importa.

      Khalil nos importa, y no las cosas que hizo. Hay que olvidarse de todo los demás.

      Mamá se estira frente a mí y coloca un sobre en el regazo de la señorita Rosalie.

      —Queríamos darle esto.

      La señorita Rosalie lo abre, y alcanzo a ver un gran fajo de dinero dentro.

      —¿Pero qué…? Sabéis que no puedo aceptar esto.

      —Claro que puede —dice papá—. No se nos ha olvidado cómo cuidó a Starr y a Sekani. No íbamos a dejarla con las manos vacías.

      —Y sabemos que están tratando de pagar el funeral —dice mamá—. Esperemos que eso ayude. Además, también estamos recaudando fondos en el barrio. Así que no se preocupe por nada.

      La señorita Rosalie se enjuga una nueva oleada de lágrimas.

      —Les devolveré cada centavo.

      —¿Le hemos dicho que tiene que hacerlo? —pregunta papá—. Concéntrese en mejorarse, ¿de acuerdo? Y si se le ocurre darnos dinero, se lo devolveremos de inmediato, lo juro por Dios.

      Hay muchas más lágrimas y abrazos. La señorita Rosalie me da un helado para el camino, con un brillante sirope rojo encima. Siempre los adereza para que estén extradulces.

      Mientras nos vamos, recuerdo cómo Khalil solía ir corriendo hasta el coche cuando yo estaba a punto de irme. El sol brillaba en las grasosas rayas que separaban sus trenzas africanas, y el brillo en sus ojos era igual de luminoso. Él tocaba la ventanilla, yo la bajaba, y me decía con una sonrisa pilla: Hola, hola, caracola.

      En ese entonces yo dejaba escapar risitas detrás de mi propia sonrisa de pilluela. Ahora se me escapan las lágrimas. Decir adiós duele más cuando la otra persona ya se ha ido. Lo imagino de pie junto a mi ventanilla y sonrío por él: Adiós, corazón de arroz.

      CAPÍTULO 5

      El lunes, el día en que se supone debo hablar con los detectives, comienzo a llorar de repente, encorvada sobre mi cama, mientras la plancha que sostengo en mi mano escupe vapor. Mamá la coge antes de que queme el escudo de Williamson de mi polo.

      Me acaricia el hombro.

      —Desahógate, Munch.

      Desayunamos en silencio a la mesa de la cocina, sin Seven. Pasó la noche en casa de su mamá. Como sin ganas mis waffles. Sólo de pensar en ir a la comisaría con todos esos policías siento náuseas. La comida podría empeorarlo.

      Después de desayunar, unimos las manos en la sala como lo hacemos siempre, bajo el póster enmarcado del Programa de los Diez Puntos, y papá nos guía en oración.

      —Jesús Negro, cuida a mis niños hoy —dice—. Mantenlos a salvo, aléjalos del mal y ayúdalos a diferenciar entre las serpientes y los amigos. Dales la sabiduría que necesitan para ser fieles a sí mismos.

      ”Ayuda a Seven con la difícil situación que tiene en casa de su madre, y hazle saber que siempre puede venir a casa. Gracias por la curación milagrosa y repentina de Sekani que, por casualidad, ocurrió después de que supo que iban a comer pizza hoy en la escuela —abro los ojos para mirar a Sekani, cuyos ojos y boca están muy abiertos. Suelto una sonrisita burlona y cierro los ojos—. Acompaña a Lisa en la clínica mientras ayuda a tu gente. Ayuda a mi niña a prevalecer en su situación, Señor. Dale tranquilidad, y ayúdale a hablar con la