Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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que había sido vista rondando por los suburbios y que merodeaba por las cañadas solitarias de la montaña. En cierta ocasión, una bala atravesó silbando la ventana de Stangerson y fue a plantarse en la pared, a menos de un pie de distancia de la persona. En otra ocasión, cuando Drebber pasaba por debajo de un peñasco, cayó rodando hacia él una gran piedra, y solo escapó a una muerte terrible tirándose al suelo boca abajo. No tardaron los dos jóvenes mormones en descubrir la razón de aquellos atentados contra sus vidas, y salieron al frente de varias expediciones, metiéndose en las montañas con la esperanza de capturar o de matar a su enemigo, pero siempre sin éxito. Después adoptaron la precaución de no salir nunca solos o después de haber oscurecido, y pusieron guardia en sus casas. Al cabo de algún tiempo pudieron aflojar estas preocupaciones, porque ya nadie oyó hablar ni vio a su adversario, por lo que confiaron en que el tiempo hubiese apagado sus ansias justicieras.

      Muy lejos de eso, el tiempo, si había hecho algo, era aumentarlas. El alma del cazador era de naturaleza dura e inflexible, y la idea predominante de castigar a los culpables había tomado posesión tan completa de ella que no quedaba en la misma espacio para ninguna otra clase de emoción. Pero él era, ante todo, hombre práctico. No tardó en comprender que hasta una constitución de hierro como la suya sería incapaz de soportar el esfuerzo incesante al que la estaba sometiendo. La vida ruda y la falta de alimento sano estaban desgastándole. Si moría igual que un perro entre las montañas, ¿en qué quedaría el castigo de los criminales? Sin embargo, esa era la muerte que le esperaba si persistía. Comprendió que con ello hacía el juego a sus enemigos, y por eso regresó, aunque muy contra su voluntad, a las viejas minas de Nevada, para recuperar allí la salud y reunir dinero suficiente que le permitiese perseguir su objetivo sin pasar privaciones.

      Su propósito había sido permanecer ausente como máximo un año, pero un conjunto de circunstancias imprevistas no le permitieron abandonar las minas durante casi cinco años. Al cabo de ese tiempo, sin embargo, el recuerdo de sus ofensas y el ansia justiciera seguían siendo tan vivos como aquella noche memorable en que estuvo junto a la tumba de John Ferrier. Regresó, disfrazado y bajo nombre supuesto, a Salt Lake City, sin preocuparse de su propia vida con tal de conseguir lo que él sabía que era justicia. Allí tropezó con malas noticias. Unos meses antes había habido entre el Pueblo Elegido un cisma, y algunos de los miembros jóvenes de la Iglesia se habían rebelado contra la autoridad de los ancianos, lo que trajo por consecuencia la secesión de cierto número de descontentos, que abandonaron Utah y se convirtieron en gentiles. Entre estos figuraban Drebber y Stangerson, y nadie sabía adónde se habían marchado. Se rumoreaba que Drebber se las había ideado para convertir una gran parte de sus bienes en dinero, y que al marcharse era hombre rico, mientras que su compañero Stangerson era relativamente pobre. Sin embargo, no existía clave alguna acerca de sus andanzas.

      Habrían sido muchos los hombres que hubieran abandonado todo pensamiento de justiciero castigo en presencia de semejante dificultad, pero Jefferson Hope no se desalentó ni un solo instante. Con la pequeña fortuna que poseía, complementada con ciertos empleos que pudo conseguir, viajó de ciudad en ciudad por los Estados Unidos en busca de sus enemigos. Pasó un año y otro, sus negros cabellos se volvieron grises, pero él siguió caminando, convertido en sabueso humano, con toda el alma puesta en el único objetivo al que había consagrado su vida. Su perseverancia se encontró finalmente recompensada. Fue tan solo una visión rápida de un rostro en una ventana, pero bastó para averiguar que Cleveland, en Ohio, guardaba a los hombres en cuya persecución iba. Regresó a su pobre alojamiento con el plan de castigo perfectamente preparado. Sin embargo, la casualidad había querido que Drebber, al mirar desde la ventana, reconociese al vagabundo de la calle y leyese en sus ojos la muerte. Se apresuró a presentarse al juez de paz, acompañado por Stangerson, que era ahora secretario particular suyo, y expuso ante él que ambos se encontraban con su vida en peligro debido a los celos y al odio de un antiguo rival. Jefferson Hope fue detenido aquella noche y, como no pudo pagar fianzas, permaneció encarcelado durante algunas semanas. Cuando recobró al fin la libertad, fue solo para encontrarse con que la casa de Drebber estaba deshabitada y que este y su secretario habían partido para Europa.

      Otra vez se había visto burlado el vengador, y otra vez su rencor concentrado lo impulsó a seguir en la persecución. Sin embargo, necesitaba fondos, y se vio obligado a volver al trabajo durante algún tiempo, economizando hasta el último dólar para el viaje inminente. Por último, cuando tuvo lo necesario para sostener su vida, partió para Europa y siguió la pista de sus enemigos de ciudad en ciudad, trabajando en cualquier oficio para ganar para el viaje, pero sin alcanzar nunca a los fugitivos. Cuando llegó a San Petersburgo, ellos se habían puesto en camino para París, y cuando él los siguió a esa ciudad, se enteró de que acababan de salir para Copenhague. A la capital danesa llegó con un retraso de pocos días, porque ya ellos habían marchado para Londres, ciudad en la que logró, por fin, cazarlos. Lo mejor que podemos hacer para saber lo que allí ocurrió es copiar el relato del propio cazador, tal como se encuentra registrado en el diario del doctor Watson, al que tanto debemos ya.

      Capítulo VI:

      Continuación de las Memorias

      de John Watson, Doctor en Medicina

      La antes rabiosa resistencia de nuestro preso se tornó en sonrisa afable, manifestando la esperanza de que ninguno de nosotros hubiese resultado herido por él en la pelea.

      —Van a llevarme a la comisaría, me imagino —comentó, dirigiéndose a Sherlock Holmes—. Tengo el coche en la puerta. No soy tan liviano como en otros tiempos como para que me lleven en vilo, por lo que si ustedes me quitan las ligaduras de las piernas, iré por mi propio pie.

      Se miraron entre sí Gregson y Lestrade, como si esa proposición les fuera demasiado atrevida; pero Holmes se apresuró a aceptar la palabra del prisionero y quitó la toalla con que le habían sujetado los tobillos. Entonces se puso en pie y estiró las piernas, como para cerciorarse de que las tenía libres otra vez. Recuerdo que, al fijarme en él, me dije para mis adentros que pocas veces había visto yo un hombre de armazón más poderosa, y su cara morena y atezada tenía una expresión resuelta y enérgica, tan increíble como su fortaleza física.

      —Yo creo que usted es el hombre indicado para ocupar el cargo de jefe de policía si queda vacante —dijo, contemplando con no disimulada admiración a mi compañero de habitación—. La manera que ha tenido de seguirme la pista ha sido asombrosa.

      —Lo mejor que ustedes pueden hacer es venir conmigo —dijo Holmes a los dos detectives.

      —Puedo yo llevarlo en su coche —dijo Lestrade.

      —Muy bien, y Gregson puede ir dentro conmigo. También usted, doctor. Se ha interesado en el caso, y quizá haga bien en no apartarse de nosotros.

      Asentí alegremente, y bajamos juntos. Nuestro preso no hizo ningún intento de fuga, sino que subió tranquilo al coche que había sido suyo, y nosotros subimos detrás de él. Lestrade se encaramó, empuñó las riendas y nos condujo en muy poco tiempo a nuestro destino. Nos pasaron a una sala pequeña, en la que un inspector de policía tomó nota del nombre del preso y de los individuos de cuyo asesinato se le acusaba. Era el funcionario un hombre cariblanco, imperturbable, que desempeñaba sus tareas de una manera mecánica y monótona.

      —El preso comparecerá delante de los magistrados durante la semana —dijo—. Mientras tanto, señor Jefferson Hope, ¿desea usted hacer alguna declaración? Debo prevenirle que se hará registro de sus palabras y que estas podrán ser empleadas en contra suya.

      —Muchísimo es lo que tengo que decir —contestó nuestro detenido, hablando pausadamente—. Deseo, caballeros, contárselo todo a ustedes.

      —¿No cree que será más conveniente que lo reserve todo para cuando se vea la causa? —preguntó el inspector.

      —Quizá no sea juzgado nunca —contestó—. No ponga esa cara de sorpresa. No es en el suicidio en lo que estoy pensando. ¿Es usted médico?

      Se volvió a mirarme con sus negros ojos indómitos y me planteó esta última pregunta.

      —Sí, lo soy —contesté.

      —Entonces aplique