Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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reinaban en aquel corazón. Las paredes del pecho parecían retemblar y estremecerse como lo haría un frágil edificio en cuyo interior estuviese trabajando una potente máquina. En medio del silencio que reinaba en la habitación llegaban hasta mis oídos un apagado bordoneo y un zumbido que procedían de idéntica fuente.

      —¡Pero si usted sufre un aneurisma de aorta!

      —Así le dicen —contestó plácidamente—. La pasada semana consulté a un médico, y me dijo que no tardaría muchos días en explotar. Ha venido poniéndose peor durante muchos años. Se produjo como consecuencia de vivir demasiado a la intemperie y de no alimentarme lo suficiente en las montañas de Salt Lake City. He puesto fin a mi tarea y nada me importa vivir poco o mucho, pero me gustaría dejar aquí algún relato de todo este asunto. No querría que se me tuviera como un asesino vulgar.

      El inspector y los dos detectives mantuvieron una atropellada discusión sobre si era aconsejable permitirle que relatase su historia.

      —¿Usted lo cree, doctor, en inminente peligro? —preguntó el primero.

      —Con total seguridad que sí —les contesté.

      —En tal caso —dijo el inspector—, es clara obligación nuestra, en interés de la justicia, el tomar su declaración. Queda usted en libertad, señor, de darnos su relato, y le advierto otra vez que lo registraremos por escrito.

      —Tomaré asiento, si le parece —dijo el preso, acomodando la acción a la palabra—. Mi aneurisma hace que me fatigue con ligereza, y la trifulca que tuvimos hace media hora no ha venido precisamente a mejorar la cosa. Me encuentro al borde de la muerte, y no es probable que yo les mienta a ustedes. Todas y cada una de mis palabras serán la pura verdad, y no tiene para mí importancia el uso que ustedes vayan a hacer de ellas.

      Dicho esto, Jefferson Hope se recostó en su silla y comenzó el siguiente y notable relato. Hablaba con sosiego y de una manera organizada, como si los hechos que contaba fuesen cosa sin importancia. Puedo responder por la exactitud del relato que doy a continuación, porque he podido examinar el cuaderno de notas de Lestrade, en el que las palabras del preso fueron anotadas textualmente a medida que las iba pronunciando.

      —A ustedes les importará poco el motivo que yo tenía para odiar a estos individuos —dijo—. Les bastará saber que eran responsables de la muerte de dos personas, un padre y una hija, y que, por consiguiente, habían perdido el derecho a sus propias vidas. A mí me era imposible, después del tiempo que había transcurrido desde su crimen, el conseguir pruebas de convicción para acusarlos ante ningún tribunal. Pero como yo sabía que eran culpables, resolví que yo mismo sería el juez, el jurado y el ejecutor, todo junto. Si ustedes se hubieran encontrado en mi lugar y hubiesen tenido un rastro de hombría, habrían hecho lo mismo que yo.

      »La muchacha de la que hablo iba a casarse conmigo hace veinte años. La forzaron a casarse con ese mismo Drebber, y esto le destrozó el corazón. Yo le saqué a la difunta del dedo el anillo de boda, y juré que los ojos de ese hombre se posarían al morir en ese mismo anillo, y que su último pensamiento sería el del crimen por el cual recibía el castigo. Lo he llevado siempre encima, y los he seguido, a él y a su cómplice, por dos continentes, hasta que los cacé. Se imaginaron que me cansaría, pero no lo consiguieron. Si muero mañana, como parece probable, moriré con la conciencia de que mi tarea en este mundo ha sido realizada, y bien realizada. Han muerto, y han muerto por mi mano. Ya no me queda nada que esperar ni que desear.

      »Ellos eran adinerados y yo un pobre, de modo que no era cosa fácil para mí el seguirlos. Cuando llegué a Londres, mi bolsa estaba casi exhausta, y no tuve más remedio que ponerme a trabajar en algo para ganarme la vida. El guiar un coche o manejar caballos son para mí cosas tan naturales como el montar a caballo, y por eso me presenté en el despacho de un dueño de coches de alquiler, y no tardé en conseguir empleo. Tenía el compromiso de pagar al propietario una cantidad fija, y podía quedarme con todo lo que sacase de más. No era mucho esa demasía, pero siempre me las apañaba para arañar algo. Lo más difícil fue el aprender la situación de las calles, porque yo creo que esta ciudad es el más desconcertante de todos los laberintos que se han inventado. Pero iba provisto siempre de un mapa, y una vez que me hube aprendido la ubicación de los principales hoteles y estaciones, me las arreglé bastante bien.

      »Tardé en descubrir el lugar donde vivían mis dos caballeros pero, a fuerza de preguntar y preguntar, di con ellos: se alojaban en una pensión de Camberwell, del otro lado del río. En cuanto di con ellos, tuve la seguridad de que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba y no era probable que me reconociesen. Me pegué a su pista y los seguí hasta que vi mi oportunidad. Estaba decidido a que no se me escapasen otra vez.

      »A pesar de todo, casi estuvieron a punto de conseguirlo. Adondequiera que ellos fuesen en Londres, me tenían a mí pegado a sus talones. Unas veces los seguía en mi coche, y otras a pie, aunque el primer medio era el mejor, porque entonces no podían despegarse de mí. Como resultado de eso, únicamente podía ganar algún dinero en las primeras horas de la mañana y en las últimas horas de la noche, de manera que empecé endeudarme con mi patrono. Pero esto no me importaba, con tal de poner mi mano en los hombres a los que yo buscaba. Sin embargo, eran muy astutos. Quizá pensaron que había alguna posibilidad de que fuesen seguidos, y por eso no salía ninguno de los dos solo, y jamás después de oscurecer. Fui tras ellos en mi coche durante dos semanas todos los días, y ni una sola vez los vi separados. Drebber solía estar borracho la mitad del tiempo, pero a Stangerson no era posible sorprenderlo nunca dormitando. Los vigilé de la mañana a la noche, pero jamás vi ni una sombra de posibilidad. No me desanimé, porque algo me decía que la hora estaba al caer. El único miedo que yo tenía era que este artefacto que llevo dentro del pecho estallase demasiado pronto y mi tarea quedase sin cumplir.

      »Finalmente, cierto atardecer en que yo iba y venía con mi coche por Torquay Terrace, que es como llaman a la calle en la que ellos estaban hospedados, vi que un coche de alquiler paraba delante de su puerta. Luego sacaron de la casa algunos equipajes y a estos siguieron, al cabo de un rato, Drebber y Stangerson, que se alejaron en el coche. Tiré de las riendas de mi caballo y me mantuve a la vista del mismo, muy intranquilo, porque temí que fuesen a levantar el vuelo. Se apearon en la estación de Euston, y yo encargué a un muchacho que sujetase de las riendas a mi caballo y fui tras ellos al andén. Los oí preguntar por el tren de Liverpool, y el guarda les contestó que un tren acababa de salir, y que no habría otro en varias horas. Al oír aquello, Stangerson pareció fuera de sí, pero Drebber se mostró más complacido que otra cosa. Aprovechando el barullo me acerqué tanto a ellos, que pude escuchar toda su conversación. Drebber decía que tenía un asuntillo particular que llevar a cabo, y que si su compañero le esperaba, regresaría pronto a reunirse con él. Su compañero le recriminaba, recordándole el convenio que tenían de no apartarse nunca el uno del otro. Drebber le contestó que se trataba de un negocio delicado y que él tenía que ir solo. No pude oír lo que Stangerson le contestó a eso, pero Drebber rompió a lanzar improperios, y le recordó que él no era sino un empleado a sueldo suyo, y que no debía presumir de imponerse a él. Al escuchar aquello el secretario renunció a su empleo como cosa peligrosa, y se limitó a hacerle prometer que, si perdía el último tren, iría por lo menos a reunirse con él en el Hotel Reservado de Halliday; a lo que Drebber contestó que se encontraría en el andén antes de las once, y acto seguido salió de la estación.

      »El instante que yo había esperado tanto tiempo había llegado por fin. Tenía a mis enemigos en mi poder. Juntos, podían protegerse el uno al otro; pero aislados, estaban a mi merced. No actué, sin embargo, precipitadamente. Tenía trazados ya mis planes. El castigo no produce satisfacción si el ofensor no tiene tiempo de enterarse de quién es el que le hiere y por qué le viene encima el castigo. Yo había trazado mis planes de modo que tuviese la ocasión de hacer saber al hombre que me había ofendido que su viejo crimen lo había, por fin, descubierto. Unos días antes dio la casualidad de que un caballero que había estado examinando unas casas de la carretera de Brixton había perdido una llave dentro del coche. Aquella misma noche la reclamó y le fue devuelta, pero yo había sacado durante aquel intervalo un molde de la misma y me había hecho fabricar un duplicado. Gracias a esto, tenía yo acceso por lo menos a un sitio, dentro de esta gran