Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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media hora. Cuando volvió a salir andaba tambaleándose y estaba, evidentemente, bien entrado en la bebida. Había delante de mí precisamente un coche Hansom, y lo llamó. Yo le seguí tan de cerca, que el morro de mi caballo marchó durante todo el camino a poca distancia del cochero de aquel. Cruzamos, retumbando, por el puente de Waterloo y anduvimos varias millas de calles hasta que, con asombro mío, nos encontramos de regreso en la misma explanada en que él se hospedaba. No se me ocurría cuáles podrían ser sus propósitos al volver allí, pero seguí adelante y detuve mi coche a cosa de cien metros de la casa. Entró en ella, y el coche que lo había traído se marchó. Denme, por favor, un vaso de agua, porque se me reseca la boca hablando.

      Yo le di el vaso, y se lo bebió.

      —Ahora me siento mejor —dijo—. Pues bien: esperé durante un cuarto de hora o más, cuando se oyó de pronto un estrépito como de gente que se peleaba dentro de la casa. Un momento después se abrió bruscamente la puerta y surgieron dos hombres, uno de los cuales era Drebber, y el otro, un mozo joven al que yo jamás había visto. Este individuo agarraba a Drebber por el cuello de la camisa, cuando estuvieron en lo alto de la escalinata le dio un empujón y un puntapié, enviándolo hasta mitad de la calzada. “¡Perro! —le gritó, amenazándole con su bastón—. ¡Yo te enseñaré a no ofender a una muchacha honrada!”. Tan acalorado estaba, que pensé que iba a apalear a Drebber con su estaca; pero aquel desgraciado corrió, dando tropezones calle adelante, a todo lo que daban sus piernas. Corrió hasta la esquina, y entonces vio mi coche, me llamó y montó en él. “Condúzcame al Hotel Reservado de Halliday”, me dijo.

      »Cuando lo tuve ya dentro de mi coche mi corazón dio tales saltos de júbilo, que temí que en aquel postrero instante pudiera estallar mi aneurisma. Conduje el coche a paso lento, sopesando por mi imaginación lo que más convendría hacer. Poder llevármelo sin más al campo y, una vez allí, tener con él mi última entrevista en algún solitario camino. Ya estaba casi resuelto a ello, cuando él mismo me solucionó el problema. El ansia de beber se había apoderado de él otra vez, y me ordenó que me detuviese delante de una casa de bebidas. Se metió en ella, diciéndome que le esperase. Permaneció dentro casi hasta la hora del cierre, y cuando salió estaba tan borracho, que comprendí que tenía en mis manos la partida.

      »No piensen que yo tenía el propósito de matarlo a sangre fría. Aunque hubiese obrado así, habría estado dentro de la estricta justicia, pero algo me lo impedía. Desde tiempo atrás estaba decidido a darle una oportunidad de que salvase su vida, si es que él quería aprovecharla. Entre los muchos trabajos que he desempeñado en Norteamérica durante mi vida errante, ocupé en una ocasión el de bedel y barrendero del laboratorio del York College. Un día en que el profesor daba una lección acerca de los venenos, mostró a sus alumnos cierto alcaloide, según él lo llamó, que había extraído de no sé qué veneno de flechas de Sudamérica, y cuya potencia era tan grande, que un solo gramo equivalía a una muerte inmediata. Me fijé dónde colocaba la botella en que guardaba ese preparado, y cuando todos se marcharon, me quedé con una pequeña cantidad. Yo era un mancebo de botica bastante práctico: manipulé aquel alcaloide en pequeñas píldoras solubles, y coloqué en cada caja una píldora envenenada, junto a otra inofensiva. En aquel entonces tomé la decisión de que cuando se presentase mi oportunidad tendrían mis caballeros que sacar una píldora de cada caja, y que yo me tragaría la que ellos dejasen. Resultaría tan mortífero y mucho menos ruidoso que lo de hacer fuego a través de un pañuelo. Desde entonces llevé siempre encima las píldoras adondequiera que iba, y había llegado el momento de usarlas.

      »Era ya más cerca de la una que de las doce, y hacía muy mala noche, soplaba un viento fuerte y llovía a torrentes. Todo lo triste que estaba el tiempo por fuera, estaba yo de alegre por dentro, tan alegre que habría sido capaz de gritar de puro júbilo. Si alguno de ustedes, caballeros, ha languidecido alguna vez anhelando una cosa, suspirando por ella durante veinte largos años, encontrándola de pronto al alcance suyo, podrá comprender mis sentimientos. Encendí un cigarro y fumé para tranquilizar mis nervios, pero me temblaban las manos y me latían las sienes de emoción. Mientras avanzaba con mi coche, estaba viendo a John Ferrier y a la dulce Lucy que me miraban desde la oscuridad y me sonreían, los estaba viendo con la misma claridad con que los estoy viendo a ustedes en esta habitación. Los tuve delante de mí durante todo el trayecto, uno a cada lado del caballo, hasta que paré delante de la casa de la carretera de Brixton.

      »No había un alma a la vista, ni se escuchaba otro ruido que el gotear de la lluvia. Al mirar por la ventanilla hacia el interior del coche, vi que Drebber estaba muy acurrucado durmiendo su sueño de borracho. Lo sacudí del brazo, y le dije: “Hay que apearse ya.”

      »—Muy bien, cochero —contestó.

      »Creo que pensó que habíamos llegado al hotel cuya dirección me dio, porque se apeó sin decir más y me acompañó por el jardín adelante. Tuve necesidad de caminar a su lado para sostenerlo, porque seguía estando con la cabeza algo pesada. Cuando llegamos a la puerta, la abrí y lo conduje al interior de la habitación delantera. Les doy a ustedes mi palabra de que durante todos estos momentos el padre y la hija iban caminando delante de nosotros.

      »—Esto está infernalmente oscuro —dijo él, pisando fuerte de un lado para otro.

      »—Pronto tendremos una luz —le dije, encendiendo una cerilla y aplicándola a una vela que había traído conmigo—. Y ahora, Enoch Drebber —proseguí, girándome hacia él y alumbrándome la cara con la luz de la vela—, ¿quién soy yo?

      »Me contempló un momento con ojos turbios de borracho, y de pronto vi que brotaba de ellos una expresión de espanto, y que se convulsionaban todos los rasgos de su cara, lo que me demostró que él me había conocido. Retrocedió tambaleándose, con rostro lívido, y pude ver que su frente se cubría de sudor, mientras que le castañeteaban los dientes. Al ver aquello, apoyé mi espalda contra la puerta y rompí en una carcajada prolongada y estruendosa. Siempre tuve la seguridad de que el castigo sería cosa dulce, pero nunca esperé una alegría del alma como la que en ese momento se apoderó de mí.

      »—¡Perro! —le dije—. Te he seguido el rastro desde Salt Lake City hasta San Petersburgo, y siempre te me escapaste. Pero ahora, por fin, han terminado tus andanzas, porque uno de los dos, tú o yo, no veremos levantarse el sol de mañana.

      »Conforme yo hablaba, él se iba apartando cada vez más de mí y pude ver en su rostro que me tomaba por loco. Y, en efecto, lo estuve mientras duró aquello. Me latía el pulso en las sienes igual que martillos de herrero, y creo que habría sufrido un colapso si la sangre no me hubiese brotado de golpe de la nariz, aliviándome.

      »—¿Qué piensas ahora de Lucy Ferrier? —le grité, cerrando la puerta con llave y agitando esta delante de su cara—. El castigo ha sido lento en llegar, pero te alcanzó al fin.

      »Vi cómo le temblaban los labios cobardes al escuchar mis palabras. Si él no hubiera estado seguro de que era inútil, me habría suplicado que le perdonase la vida.

      »—¿Será capaz de asesinarme? —tartamudeó.

      »—No hay aquí asesinato —le contesté—. ¿Quién habla de asesinar a un perro rabioso? ¿Qué lástima tuviste tú de mi pobre Lucy querida, cuando te la llevaste a rastras del lado de su padre asesinado, para meterla en tu maldito y desvergonzado harén?

      »—Yo no fui quien mató a su padre —gritó.

      »—Pero fuiste tú quien destrozó su inocente corazón —le grité, poniendo de pronto la cajita ante sus ojos—. Que sea Dios mismo quien juzgue entre tú y yo. Elige y échatela a la boca. En una de las píldoras está la muerte y en la otra la vida. Yo me tragaré la que tú dejes. Veamos si existe justicia sobre la tierra o si es el azar el que nos gobierna.

      »Se fue echando hacia atrás, encogido, dando gritos, desatinado y pidiéndome compasión, pero yo saqué mi cuchillo y se lo puse en el cuello hasta que él me obedeció. Acto seguido me tragué yo la otra píldora, y nos quedamos mirándonos el uno al otro, cara a cara y en silencio, durante cosa de un minuto, esperando a ver cuál iba a vivir y cuál a morir. ¿Podré olvidarme jamás de la expresión que tomó su cara cuando