Alexandra Christo

Matar un reino


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vida real. Estoy hecho de cicatrices y recuerdos, y ninguno de ellos es relevante.

      Han pasado dos días desde el ataque, y el rostro de la sirena atormenta mis noches. O lo poco que recuerdo de ella. Cada vez que intento rememorar un solo momento, todo lo que veo son sus ojos. Uno como el atardecer y el otro como el océano que tanto amo.

      La Perdición de los Príncipes.

      Estaba aturdido cuando desperté en la playa, pero podría haber hecho algo. Estirarme a por el cuchillo que llevo en mi cinturón y dejar que bebiera su sangre. Estrellar mi puño sobre su mejilla y sujetarla mientras un guardia salía a buscar a mi padre. Podría haberla matado, pero no lo hice, porque ella es maravillosa. Una criatura que me ha eludido durante tanto tiempo y luego, finalmente, aparece. Pude conocer un rostro del que pocos hombres viven para hablar.

      Mi monstruo me encontró y yo voy a encontrarla otra vez.

      —¡Es un ultraje!

      El rey irrumpe en mi habitación, con el rostro encendido. Mi madre flota detrás de él, vistiendo un kalasiris verde y una expresión exasperada. Cuando ella me ve, su ceño se frunce.

      —Ninguno de ellos puede decirme nada —dice mi padre—. ¿De qué sirven los vigilantes marinos si no custodian el maldito mar?

      —Cariño —mi madre coloca una mano gentil sobre su hombro—, ellos buscan naves en la superficie. No recuerdo que les hayamos dicho que nadaran bajo el agua y buscaran sirenas.

      —¡Debería ser evidente! —mi padre está indignado—. Iniciativa es lo que necesitan esos hombres. Sobre todo, con su futuro rey aquí. Deberían haber sabido que la perra del mar vendría a por él.

      —Radamés —lo reprende mi madre—, tu hijo preferiría tu preocupación a tu ira.

      Mi padre se vuelve hacia mí, como si de pronto se diera cuenta de mi presencia, a pesar de que está en mi habitación. Puedo ver el momento en que nota la línea de sudor que cubre mi frente y se filtra de mi cuerpo a las sábanas.

      Su rostro se suaviza.

      —¿Te sientes mejor? —pregunta—. Podría buscar al médico.

      —Estoy bien —mi voz ronca delata la mentira.

      —No lo parece.

      Niego con la mano. Odio sentirme como un niño otra vez, que necesita que mi padre me proteja de los monstruos.

      —No creo que nadie luzca muy bien antes del desayuno —le digo—. Y apuesto a que aun así podría conquistar a cualquiera de las mujeres en la corte.

      Mi madre me lanza una mirada de amonestación.

      —Voy a despedirlos a todos —dice mi padre, continuando con sus pensamientos como si mi enfermedad no le hubiera dado una pausa—. Cada vigilante marino es una vergüenza.

      Me apoyo contra la cabecera.

      —Creo que estás exagerando.

      —¿Exagerando? ¡Podrías haber sido asesinado en nuestra propia tierra a plena luz del día!

      Me levanto de la cama. Me balanceo un poco, inestable, pero me recupero lo suficientemente rápido para que pase desapercibido.

      —Apenas culpo a los vigilantes por no haberla visto —digo mientras recojo mi camisa del suelo—. Se necesita un ojo entrenado.

      Lo cual es verdad, por cierto, aunque dudo que a mi padre le importe. Ni siquiera parece recordar que los vigilantes cuidan la superficie en busca de naves enemigas y no se les exige, de ninguna manera, que busquen debajo de la superficie a diablos y demonios. El Saad es el hogar de los pocos hombres y mujeres del mundo lo suficientemente locos para intentarlo.

      —¿Ojos como los tuyos? —se burla mi padre—. Vamos a contratar algunos de esos maleantes con los que deambulas, entonces.

      Mi madre brilla.

      —Qué idea tan maravillosa.

      —¡No lo fue! —alega mi padre—. Estaba siendo impertinente, Isa.

      —Sin embargo, fue la cosa menos tonta que te he escuchado decir en días.

      Les sonrío, me acerco a mi padre y coloco una mano reconfortante sobre su hombro. La ira desaparece de sus ojos y adopta una apariencia similar a la resignación. Sabe tan bien como yo que sólo hay una cosa por hacer: marcharme. Sospecho que la mitad de la ira de mi padre proviene de saberlo. Después de todo, Midas es un santuario que mi padre presume como refugio seguro contra los demonios que yo cazo. Un escape para que yo pueda regresar si alguna vez lo necesito. El ataque lo ha convertido en un mentiroso.

      —No te preocupes —digo—, me aseguraré de que la sirena sufra por esto.

      No es hasta que pronuncio las palabras que me doy cuenta de cuánto significan para mí. Mi casa está contaminada con el mismo peligro que el resto de mi vida, y eso no me sienta bien. Las sirenas pertenecen al mar, y esas dos partes de mí, el príncipe y el cazador, han permanecido separadas. Odio que su fusión no haya sido porque fui lo suficientemente valiente para dejar de fingir y decirles a mis padres que no está en mis planes convertirme en rey, y que cada vez que estoy en casa me siento como un fraude. Cómo pienso con sumo cuidado cada palabra y acción antes de decir o hacer algo, sólo para asegurarme de que es lo correcto. Lo que hay que hacer. Mis dos seres fueron unidos porque la Perdición de los Príncipes forzó mi mano. Dio cauce a algo que yo debí haber hecho desde el principio, si hubiera sido lo suficientemente valiente.

      La odio por eso.

      En la cubierta del Saad, más tarde ese día, mi tripulación se reúne alrededor de mí. Doscientos hombres y mujeres con furia en sus rostros miran el corte bajo mi ojo. Es la única herida que pueden apreciar, aunque hay muchas más escondidas debajo de mi camisa. Un círculo de uñas justo donde está mi corazón. Algunos trozos de la sirena todavía están incrustados en mi pecho.

      —Antes os he dado órdenes peligrosas —digo a mi tripulación—, y las habéis cumplido sin una sola queja. Bueno —lanzo una sonrisa—, la mayoría de vosotros.

      Algunos de ellos sonríen en dirección a Kye y él saluda con orgullo.

      —Pero esta vez es diferente —tomo aliento, preparándome—. Necesito una tripulación de alrededor de cien voluntarios. En realidad, cogeré a cualquiera de vosotros que esté disponible, pero creo que sabéis que sin algunos de vosotros el viaje sería imposible —miro a mi ingeniero de máquinas y él asiente en callada comprensión.

      El resto de la tripulación me mira con idénticas miradas fuertes de fidelidad. La gente dice que no puedes elegir a tu familia, pero yo he hecho justo eso con todos y cada uno de los miembros del Saad. Los escogí a todos, y a los que no, me buscaron. Nos elegimos uno a otro, cada uno de este variopinto grupo.

      —Cualquier voto de lealtad que hayáis jurado, no os lo obligaré a cumplir. Vuestro honor no está en tela de juicio y aquellos que no sean voluntarios no serán desprestigiados. Si lo logramos, todos los miembros de esta tripulación serán recibidos nuevamente con los brazos abiertos cuando volvamos a navegar. Quiero dejar eso bien claro.

      —¡Suficientes discursos! —grita Kye—. Ve al grano para saber si debo empaquetar mis calzoncillos largos.

      A su lado, Madrid pone los ojos en blanco.

      —No olvides tu bolso, también.

      Siento la risa en mis labios, pero me la trago y continúo.

      —Hace unos días, un hombre vino a mí con una historia sobre una piedra rara que tiene el poder de matar a la Reina del Mar.

      —¿Cómo es posible? —pregunta alguien entre la multitud.

      —¡No es posible! —grita otra voz.

      —Alguien me dijo una vez que llevar a un grupo de delincuentes e inadaptados a través del mar para cazar a los monstruos más mortíferos del mundo no era posible —digo—. Que