Alexandra Christo

Matar un reino


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sueltas se abren tanto como las de los peces.

      Nereidas.

      —Princesa bonita —dice la primera de las dos. Su cuerpo está cubierto de metal oxidado, sin duda robado de barcos piratas o recibido como tributo cuando salvó a algún humano herido. Ella lo ha clavado en su carne. Broches, dagas y monedas con alambre enhebrado, todo la atraviesa como si fueran joyas.

      —Quiere ser libre —dice su compañera.

      —Libre de la reina.

      —Libre su corazón.

      —Coge un corazón.

      —Coge el de la reina.

      Arrugo mi nariz hacia ellas.

      —Iros y seguid a una nave humana hasta el fin de la tierra, hasta que todas vosotras caigáis.

      La que tiene el metal oxidado agita el cabello de su tentáculo, y un trozo de baba llega hasta su cola de anguila.

      —Caída de la tierra —me dice.

      —Caída de la gracia.

      —No puedes caer si nunca la tuviste.

      Ríen en siseos.

      —Ve ahora, entonces —dicen a coro—. Ve a buscar el corazón.

      —¿De qué estáis hablando? —pregunto con impaciencia—. ¿Qué corazón?

      —Gana el corazón de la reina.

      —Un corazón para ganar el de la reina.

      —Para tu cumpleaños.

      —Un corazón digno para los dieciocho.

      Son tediosas e irritantes. Las nereidas son seres abominables con mentes que funcionan con misterios y labios hechos de enigmas. Con cansancio, digo:

      —La Reina del Mar ha decretado que robe el corazón de un marinero para mis dieciocho. Estoy segura de que vosotras ya lo sabéis.

      Inclinan sus cabezas en lo que imagino que es su forma de asentir. Las nereidas son espías, de punta a punta, con las orejas apretadas en cada rincón del océano. Es lo que las hace peligrosas. Ellas devoran secretos tan fácilmente como pueden aflojar sus mandíbulas y devorar barcos.

      —Iros —les digo—. No pertenecéis a este lugar.

      —Éste es el borde.

      —El borde es adonde pertenecemos.

      —Deberías pensar menos en el borde y más en tu corazón.

      —Un corazón de oro vale su peso para la reina.

      La que lleva el metal arranca un broche de la base de su aleta y me lo lanza. Es el único objeto de la nereida que no se ha oxidado.

      —A la reina —digo lentamente, torciendo el broche en mis manos— no le importa el oro.

      —Debería importarle el corazón de su tierra.

      —El corazón de un príncipe.

      —Un príncipe de oro.

      —Brillante como el sol.

      —Aunque no tan divertido.

      —No para nuestra especie.

      —No para nadie.

      Estoy a punto de perder la paciencia cuando comprendo la importancia de sus palabras. Mis labios se abren cuando cobro conciencia y me hundo otra vez en la arena. El broche es de Midas, la tierra de oro gobernada por un rey en cuya sangre fluye ese mismo oro. Un rey al que sucederá un príncipe pirata. Un errante. Un asesino de sirenas.

      Miro a las nereidas, sus ojos negros sin párpados son como orbes interminables. Sé que no se puede confiar en ellas, pero no puedo ignorar la brutal genialidad de sus palabras. Cualesquiera que sean sus intenciones ocultas, no importarán si tengo éxito.

      —El príncipe de Midas es nuestro asesino —digo—. Si le llevo a la reina su corazón como mi décimo octavo, entonces podría recuperar su favor.

      —Un corazón digno de la princesa.

      —Un corazón digno del perdón de la reina.

      Miro otra vez el broche. Brilla con una luz como nunca he visto. Mi madre quiere negarme el corazón de un príncipe, pero el corazón de este príncipe sería suficiente para borrar cualquier conflicto entre nosotras. Yo podría continuar con mi legado, y la reina ya no tendría que preocuparse de que nuestra especie sea cazada. Si hago esto, ambas obtendríamos lo que queremos. Estaríamos en paz.

      Le tiro el broche a la nereida.

      —No olvidaré esto —le digo—, cuando yo sea la reina.

      Les lanzo una última mirada, viendo cómo sus labios se enroscan en una sonrisa y luego nado a por el oro.

      NUEVE

      Cuatro días dedicados a recorrer la biblioteca del castillo y encontré exactamente nada. Numerosos textos hablan con todo detalle sobre el hielo mortal de la Montaña de Nube e ilustran, más bien gráficamente, a los que han muerto durante su ascenso. Lo cual no es un gran comienzo. La única gracia salvadora parece ser que la familia real está hecha de un hielo más frío que el resto de sus nativos. Incluso hay una tradición en Págos según la cual se requiere que los miembros de la nobleza asciendan la montaña una vez que alcanzan la mayoría de edad para demostrar su linaje. No hay registro de un solo miembro de la familia real que haya fallado alguna vez. Pero dado que no soy un príncipe de Págos, no es particu larmente alentador.

      Debe de haber algo que estoy pasando por alto. Malditas leyendas. Me resulta difícil creer que una particularidad en el linaje de Págos les permita resistir el frío. Sé mejor que nadie que no se debe creer en los cuentos de hadas de nuestras familias. Si fueran verdad, podría vender mi sangre para comprar información veraz.

      La realeza de Págos debe estar más hecha de carne y hueso que de escarcha y hielo y, si ése es el caso, entonces debe haber una explicación sobre cómo sobreviven el ascenso. Si tengo alguna esperanza de vengar la muerte de Cristian, entonces necesito conocer las respuestas. Con esa información, podría encontrar la forma de matar a la Perdición de los Príncipes y a la Reina del Mar. Si lo hago, las sirenas restantes no tendrán magia para protegerse. Quizá perderán incluso algunas de sus habilidades. Después de todo, si la Reina del Mar tiene un cristal como el que está escondido en la Montaña de Nube, entonces, al cogerlo les quitaría algunos de los dones que le otorgó a su especie. Por lo menos, estarían debilitadas y expuestas a un ataque. Y después de un tiempo, sin importar cuánto sea, podríamos empujar a los demonios hasta los confines del mundo, para que permanezcan allí donde no puedan hacer daño.

      Cierro el libro y tiemblo un poco por el viento. La biblioteca siempre está fría, sin importar si las ventanas están abiertas o cerradas. Parece que hay algo en la estructura misma que fue diseñado para hacerme temblar. La biblioteca se extiende quince metros, con estantes blancos que se yerguen desde el suelo hasta los altos arcos del techo. El suelo es de mármol blanco y el techo de cristal puro cubre toda la habitación. Es uno de los únicos lugares en Midas que no ha sido tocado por el oro. Un vasto blanco, desde las sillas pintadas y los mullidos cojines hasta las escaleras que conducen a los volúmenes en la parte superior. El único color está en los libros —el cuero, la tela, el pergamino— y en el conocimiento que guardan. Me gusta llamarla Sala Metafórica, porque es la única explicación para tal extensión de blanco. Cada uno es un lienzo en blanco, esperando ser cubierto con el color del descubrimiento.

      Mi padre realmente es teatral.

      Esperaba que hubiera algo en los volúmenes que pudiera ayudarme. El hombre del Ganso Dorado estaba muy seguro de su historia, y mi brújula estaba muy convencida de su verdad. No tengo dudas de que el Cristal de Keto está por ahí, pero el mundo no parece saber nada al respecto. Libros y libros de textos ancestrales y ninguno me dice nada. ¿Cómo puede existir algo si no hay un solo registro al respecto?