Alexandra Christo

Matar un reino


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Reina del Mar lanza un tentáculo y arrebata el corazón de mi palma abierta. Por un momento, me mira a los ojos, evaluando cada una de mis reacciones. Saboreando el momento. Y luego aprieta.

      El corazón explota en una espantosa masa de sangre y carne. Las partículas diminutas flotan como pelusa del océano. Algunas se disuelven. Otras caen al fondo como plumas. Unas punzadas me asaltan el pecho, me sacuden como remolinos mientras me arrebatan la magia del corazón. Las sacudidas son tan fuertes que mis aletas se rasgan con el caparazón de un caracol cercano. Mi sangre brota junto con la del príncipe.

      La sangre de una sirena no se parece en nada a la humana. En primer lugar, porque es fría. En segundo lugar, porque se quema. La sangre humana fluye y gotea y forma charcos, pero la de las sirenas crea ampollas, burbujea y se derrite a través de la piel.

      Caigo al suelo y araño la arena tan profundamente que mi dedo apuñala una roca y ésta rompe mi uña de cuajo. Estoy sin aliento, jadeando en grandes bocanadas de agua y luego asfixiándome, un instante después. Creo que me estoy ahogando, y casi me río al pensarlo.

      Una vez que una sirena roba un corazón humano, se une a él. Es un tipo de magia ancestral que no puede romperse fácilmente. Al coger el corazón, absorbemos su poder, robando lo que haya sido la juventud y la vida que el humano haya dejado atrás y vinculándolo a nosotras. Me están arrancando el corazón del príncipe de Adékaros y cualquier poder que tenga se filtra al océano ante mis ojos. En la nada.

      Me levanto temblando. Mis miembros están tan pesados como el hierro y mis aletas palpitan. Las espléndidas algas rojas que cubren mis pechos todavía están enroscadas a mi alrededor, pero algunas hebras se han aflojado y cuelgan lánguidas sobre mi vientre. Kahlia se da la vuelta para evitar que mi madre vea la angustia en su rostro.

      —Maravilloso —dice la reina—. Tiempo para el castigo.

      Ahora sí río. Siento la garganta áspera, e incluso el sonido de mi voz, tan forjado con magia, me quita energía. Me siento más débil que nunca.

      —¿Eso no fue un castigo? —escupo—. ¿Extraer así el poder de mí?

      —Fue el castigo perfecto —dice la Reina del Mar—. No creo que pudiera haber pensado en una mejor lección para ti.

      —Entonces, ¿qué más sigue?

      Ella sonríe y muestra sus colmillos de marfil.

      —El castigo de Kahlia —dice—. A petición tuya.

      Siento la pesadez en mi pecho otra vez. Reconozco el terrible brillo en los ojos de mi madre, dado que es una mirada que heredé. Una que odio ver en alguien, porque sé exactamente lo que significa.

      —Estoy segura de que puedo pensar en algo apropiado —la reina se pasa la lengua por los colmillos—. Algo para enseñarte una valiosa lección sobre el poder de la paciencia.

      Lucho contra el impulso de burlarme, a sabiendas de que no sacaré nada bueno de eso.

      —No me mantengas en vilo.

      La Reina del Mar se dirige hacia mí.

      —Siempre disfrutaste del dolor —dice.

      Es el mayor cumplido que puede darme, así que sonrío de una manera repugnantemente agradable y respondo:

      —El dolor no siempre duele.

      La Reina del Mar me lanza una mirada despectiva.

      —¿De verdad? —sus cejas se tensan y mi arrogancia vacila un poco—. Si así es como te sientes, entonces no tengo más remedio que decretar que, para tu cumpleaños, tendrás la oportunidad de infligir todo el dolor que quieras cuando robes tu próximo corazón.

      La miro con cautela.

      —No lo entiendo.

      —Sólo —continúa la reina— que en lugar de los príncipes a los que eres tan adepta a atrapar, añadirás un nuevo tipo de trofeo a tu colección —su voz es tan malvada como jamás ha sido la mía—. Tu corazón de dieciocho años pertenecerá a un marinero. Y en la ceremonia de tu cumpleaños, con todo nuestro reino presente, lo exhibirás, como lo has hecho con tus trofeos.

      Miro a mi madre mientras me muerdo la lengua con tanta fuerza que mis dientes casi se juntan.

      Ella no quiere castigarme, quiere humillarme. Mostrarle a un reino cuyo miedo y lealtad me he ganado que no soy diferente a ellos. Que no sobresalgo. Que no soy digna de tomar su corona.

      He pasado mi vida intentando ser justo lo que mi madre deseaba, la peor de todas nosotras, en un esfuerzo por demostrar que soy digna del tridente. Me convertí en la Perdición de los Príncipes, un título que me define en todo el mundo. Para el reino, para mi madre, soy despiadada. Y esa falta de compasión hace que todas y cada una de las criaturas del mar estén seguras de que puedo reinar. Ahora mi madre quiere arrebatarme eso. No sólo mi nombre, sino la fe del océano. Si no soy la Perdición de los Príncipes, entonces no soy nada. Sólo una princesa que hereda una corona en lugar de ganarla.

      SEIS

      —No recuerdo la última vez que lo vi así.

      —¿Que me viste cómo?

      —Arreglado.

      —Arreglado —repito mientras ajusto el cuello de mi camisa.

      —Guapo —dice Madrid.

      Arqueo una ceja.

      —¿No soy guapo siempre?

      —No está limpio siempre —dice ella—. Y su cabello no siempre está tan…

      —¿Arreglado?

      Madrid enrolla las mangas de su camisa.

      —Principesco.

      Sonrío y me miro en el espejo. Mi cabello está pulcramente peinado hacia atrás y eliminé cualquier mota de polvo para que no quedara ni un gramo de océano sobre mí. Llevo una camisa de vestir blanca con cuello alto y una chaqueta dorada oscura que es como seda contra mi piel. Probablemente porque es seda. El escudo de mi familia se posa incómodamente en mi pulgar y en cada pieza de oro que porto, que parecen resplandecer con más brillo.

      —Tú te ves igual que siempre —le digo a Madrid—. Pero sin las manchas de barro.

      Me da un puñetazo en el hombro y ata su cabello de medianoche con un pañuelo, revelando el tatuaje de Kléftes en su mejilla. Es la marca para los niños secuestrados por los barcos de esclavos y obligados a ser asesinos a sueldo. Cuando la encontré, Madrid acababa de comprar su libertad a punta de pistola.

      Al llegar a la puerta, Kye y Torik aguardan. Al igual que Madrid, no lucen diferentes. Torik lleva sus pantalones cortos deshilachados sobre las rodillas, y Kye sus mejillas afiladas y una sonrisa hecha para el engaño. Sus rostros están más limpios, pero nada más ha cambiado. Son incapaces de pretender ser otra persona. Envidio eso.

      —Ven con nosotros —dice Kye, mientras entrelaza sus dedos con los de Madrid. Ella mira fijamente la inusual muestra de afecto y se separa para alisar su cabello. Ambos son mucho mejores luchadores que amantes.

      —Le gusta la taberna mucho más que este lugar —dice Madrid.

      Es verdad. Una horda de mi tripulación ya se dirigió al Ganso Dorado, con suficiente oro para beber hasta que salga el sol. Todo lo que queda son mis tres más fieles.

      —Es un baile organizado en mi honor —les digo—. No sería muy honorable de mi parte no aparecer.

      —Tal vez ni siquiera se den cuenta —el cabello de Madrid se mueve salvajemente a sus espaldas mientras habla.

      —Eso no es reconfortante.

      Kye la empuja y ella lo lanza hacia atrás con el doble de fuerza.

      —Basta —dice ella.

      —Deja de ponerlo nervioso, entonces —responde él—. Dejemos que