Alexandra Christo

Matar un reino


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con mirarte.

      Kye se acerca al sofá y me lanza uno de los cojines bordado con hilos de oro con tan mala puntería que aterriza a mis pies. Le doy una patada y trato de parecer castigador.

      —Espero que lances tu cuchillo mejor.

      —Ninguna sirena se ha quejado todavía —dice—. ¿Estás seguro de que está bien que nos vayamos?

      Miro en el espejo al príncipe que tengo delante. Inmaculado y frío, apenas un destello en mis ojos. Como si fuera intocable y lo supiera. Madrid tenía razón: me veo principesco. Lo que quiere decir que me veo como un completo bastardo.

      Me ajusto el cuello de nuevo.

      —Seguro.

      El salón de baile reluce como su propio sol. En todas partes brilla y centellea, tanto que si me concentro en algo específico, mi cabeza comienza a latir con fuerza.

      —¿Cuánto tiempo planea tener sus pies en tierra?

      Nadir Pasha, uno de nuestros más altos dignatarios, hace girar un vaso dorado de brandy. A diferencia de los otros Pashas con los que pasé la tarde en una conversación ociosa, fuera sobre rangos políticos o militares, él no es tan banal. Por eso, lo reservo siempre para el final cuando consulto con la corte. Las cuestiones de Estado son la cosa más alejada de su mente, sobre todo en esas ocasiones en que las copas de brandy son tan grandes.

      —Sólo unos días más —digo.

      —¡Qué aventurero! —Nadir da un sorbo a su bebida—. Qué alegría ser joven, ¿no?

      Su esposa, Halina, alisa la parte delantera de su vestido esmeralda.

      —Absolutamente.

      —No es que tú o yo lo recordemos —remarca el Pasha.

      —No es que te des cuenta —llevo la mano de Halina hasta mis labios—. Resplandeces con más brillo que cualquier tapiz que tengamos.

      La intención de mi cumplido es fácil de reconocer, pero Halina hace una reverencia de cualquier forma.

      —Gracias, Su Señoría.

      —Es completamente asombroso lo lejos que llega para cumplir sus deberes —dice Nadir—. Incluso he escuchado rumores de todos los idiomas que se dice que habla. Sin duda, eso será de ayuda en las futuras negociaciones entre los reinos vecinos. ¿Cuántos son ahora?

      —Quince —respondo—. Cuando era más joven, pensaba que podría aprender cada idioma de los cien reinos. Creo que he fallado de forma espléndida.

      —¿De qué sirve eso, de cualquier forma? —pregunta Halina—. Apenas hay una persona viva que no hable midasán. Estamos en el centro del mundo, Su Alteza. No vale la pena conocer a nadie que no se moleste en aprender el idioma.

      —Tienes razón —Nadir asiente con rudeza—. Pero a lo que me refería en realidad, Su Alteza, era al lenguaje de ellas. El lenguaje prohibido —baja la voz un poco y se inclina, de modo que su bigote me hace cosquillas en la oreja—. Psáriin.

      El lenguaje del mar.

      —¡Nadir! —Halina golpea el hombro de su esposo, horrorizada—. ¡No deberías hablar de esas cosas! —se vuelve hacia mí—: Nos disculpamos por ofenderlo, Majestad —dice—. Mi marido no quiso insinuar que mancillaría su boca con semejante lenguaje. Ha bebido demasiado brandy. Las copas son más profundas de lo que parecen.

      Asiento, no me siento ofendido. Es sólo un lenguaje después de todo, y aunque ningún humano puede hablarlo, tampoco ha dedicado su vida a cazar sirenas. No es descabellado imaginar que hubiera decidido agregar el dialecto de mi presa a mi colección. Incluso si está prohibido en Midas. Pero para hacerlo necesitaría mantener viva una sirena el tiempo suficiente para que me enseñara, y no está entre mis planes. Por supuesto, he recogido algunas palabras aquí y allá. Arith, aprendí rápidamente que quiere decir no, pero hay muchas más. Dolofónos. Choíron. Sólo puedo adivinar lo que significan. Insultos, maldiciones, súplicas. De alguna manera, es mejor no saberlo.

      —No te preocupes —le digo a Halina—. No es lo peor de lo que alguien me haya acusado.

      Ella se ve un poco nerviosa.

      —Bueno —susurra con delicadeza—, la gente habla.

      —No sólo acerca de usted —Nadir aclara con una fuerte exhalación—, sino sobre su trabajo. Es definitivamente apreciado, más aún considerando los recientes acontecimientos. Creo que nuestro rey estará orgulloso de tener a su hijo defendiendo nuestra tierra y las de nuestros aliados.

      Mi frente se arruga ante la idea de que mi padre esté, aunque sea un poco, orgulloso de tener un cazador de sirenas como hijo.

      —¿Qué acontecimientos recientes? —pregunto.

      Halina suspira, aunque no parece sorprendida.

      —¿No ha escuchado las historias sobre Adékaros?

      Hay algo terrible en el aire. Justo ayer mi padre habló de Adékaros y de que, si no tenía cuidado, Midas terminaría igual.

      Trago saliva e intento fingir indiferencia.

      —Es difícil hacer un seguimiento de todas las historias que escucho.

      —Es el príncipe Cristian —dice Halina con aire de complicidad—. Está muerto. Y también la reina.

      —Asesinado —aclara Nadir—. Las sirenas abordaron su nave y no hubo nada que la tripulación pudiera hacer. Fue la canción, como usted comprenderá. El reino está en crisis.

      La habitación se nubla. El oro, la música, los rostros de Nadir Pasha y Halina. Todo está desenfocado, borroso. Por un instante, no sé si puedo respirar, mucho menos hablar. Nunca tuve mucho trato con la reina, pero cada vez que el Saad estaba cerca de Adékaros, atracábamos sin dudarlo y el príncipe Cristian nos recibía con los brazos abiertos. Se aseguraba de que la tripulación fuera alimentada y se unía a nosotros en la taberna para escuchar nuestras historias. Cuando partíamos, nos daba regalos. Muchos países lo hacen, pequeños presentes para los cuales nunca damos mucho uso, pero era diferente para Cristian. Él dependía de los escasos cultivos y préstamos de otros reinos para sobrevivir. Cada regalo que nos dio fue un sacrificio para él.

      —Escuché que fue la Perdición de los Príncipes —Halina sacude la cabeza con compasión.

      Aprieto los puños.

      —¿Lo dice quién?

      —La tripulación dijo que tenía el cabello tan rojo como el fuego del infierno —explica Nadir—. ¿Podría haber sido alguna otra?

      Quisiera discutir la posibilidad, pero me estaría engañando. La Perdición de los Príncipes es el más grande monstruo que he conocido, y la única que ha escapado de la muerte una vez que la convertí en mi objetivo. He cazado incansablemente en los mares, en busca de ese cabello encendido del que he oído hablar en tantas historias.

      Nunca la he visto.

      Empecé a pensar que sólo era un mito. Nada más que una leyenda para asustar a la realeza, para que no abandonara sus tierras. Pero cada vez que considero esa idea, otro príncipe aparece muerto. Es una razón más por la que no puedo volver a Midas y ser el rey que mi padre desea. No puedo detenerme. No hasta que la haya matado.

      —Por supuesto, ¿cómo podrían saberlo? —pregunta Halina—. No es el mes correcto para eso.

      Me doy cuenta de que está diciendo la verdad. La Perdición de los Príncipes sólo ataca durante el mismo mes cada año. Si fue ella la que asesinó a Cristian, entonces se anticipó más de quince días. ¿Eso significa que cambió sus hábitos? ¿Que ningún príncipe está a salvo ningún día?

      Mis labios se contraen.

      —El