Alexandra Christo

Matar un reino


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al rey.

      —No es de extrañar que no venga a casa más a menudo —digo—, si tienes a tu consejero siguiéndome las huellas cuando estoy en el castillo.

      Mi padre posa una mano gentil en la parte posterior de mi cabeza.

      —Olvidas que eres mi hijo —dice, como si yo pudiera hacerlo—. No necesito un vidente para decirme qué estás haciendo.

      Se sienta en la silla a mi lado y examina los diversos libros sobre la mesa. Si yo parezco fuera de lugar en el castillo, entonces mi padre sin duda parece fuera de lugar en el blanco puro de la biblioteca, vestido de oro brillante, con sus ojos oscuros y pesados.

      Con un suspiro, el rey se reclina en su silla como lo hice yo.

      —Siempre estás buscando algo —dice.

      —Siempre hay algo que encontrar.

      —Si no tienes cuidado, lo único que hallarás es peligro.

      —Tal vez eso es exactamente lo que estoy buscando.

      Mi padre se acerca y coge uno de los libros de la mesa. Está cuidadosamente encuadernado en cuero azul con el título grabado en gris claro. Hay huellas dactilares en el polvo del estante de donde lo saqué.

      —Las leyendas de Págos y otros cuentos de la Ciudad de Hielo —lee. Da unos golpecitos en la cubierta—. ¿Así que has puesto ahora la mira en congelarte hasta la muerte?

      —Estaba investigando algo.

      Vuelve a colocar el libro sobre la mesa con demasiada dureza.

      —¿Investigando qué?

      Me encojo de hombros, no estoy dispuesto a darle a mi padre más razones para retenerme en Midas. Si le dijera que quiero buscar un cristal mítico en una montaña que podría robar mi aliento en segundos, no habría forma de que él me permitiera ir. Encontraría la forma de mantener a su heredero en Midas.

      —No es nada —miento—. No te preocupes.

      Mi padre reflexiona mi respuesta, sus labios marrones forman una línea apretada.

      —Es un deber del rey preocuparse cuando su heredero es tan imprudente.

      Pongo los ojos en blanco.

      —Es bueno que tengas dos, entonces.

      —También es deber de un padre preocuparse cuando su hijo nunca quiere volver a casa.

      Titubeo. Puede que no siempre esté de acuerdo con mi padre, pero odio la idea de que él se culpe de mi ausencia. Si el reino no fuera un problema, lo llevaría conmigo. Los llevaría a todos. A mi padre, mi madre, mi hermana y hasta al consejero real, si prometiera guardarse sus adivinaciones. Los empaquetaría en la cubierta, como si fueran equipaje, y les mostraría el mundo hasta que la aventura se reflejara en sus ojos. Pero no puedo, así que enfrento el dolor de extrañarlos, que es mucho menor que el dolor de extrañar el océano.

      —¿Esto es sobre Cristian? —pregunta mi padre.

      —No.

      —Las mentiras no son una respuesta.

      —Pero suenan mucho mejor que la verdad.

      Mi padre coloca una gran mano en mi hombro.

      —Quiero que te quedes esta vez —dice—. Has pasado tanto tiempo en el mar que has olvidado lo que es ser tú mismo.

      Sé que debería decirle que es la tierra la que me arrebata mi esencia de lo que soy y el mar el que me la trae de regreso. Pero decir eso no haría nada más que dañarnos a los dos.

      —Tengo un deber que cumplir —digo—. Cuando termine, volveré a casa.

      La mentira tiene un mal sabor en mi boca. Mi padre, el rey de Midas y, por lo tanto, el rey de las Mentiras, parece saberlo y sonríe con tanta tristeza que me encorvaría si no estuviera sentado.

      —Un príncipe puede ser tema de mitos y leyendas —explica—, pero no puede vivir en ellos. Debería habitar el mundo real, donde pueda crearlos —luce solemne—. Deberías prestar menos atención a los cuentos de hadas, Elian, o sólo te convertirás en eso.

      Cuando se va, pienso si eso sería horrible o hermoso. ¿Realmente podría ser tan malo convertirse en una historia susurrada a los niños en la oscuridad de la noche? Una tonada que canta uno a otro mientras juegan. Otra parte de las leyendas de Midas: sangre dorada y un príncipe que alguna vez navegó por el mundo en busca de la bestia que amenazaba con destruirlo.

      Y luego viene a mí.

      Me siento un poco más recto. Mi padre me dijo que dejara de vivir dentro de los cuentos de hadas, pero tal vez eso es exactamente lo que tengo que hacer. Porque lo que ese hombre me dijo en el Ganso Dorado no es un hecho que pueda ser apresado entre las páginas de libros de texto y biografías. Es una historia.

      Rápidamente, me levanto y me dirijo a la sección de libros para niños.

      DIEZ

      Hay brillo y tesoros en cada rincón de cada calle. Casas con techos de paja dorados y fantásticas farolas cuyas carcasas son más brillantes que su propia luz. Incluso la superficie del agua se ha teñido de color amarillo lechoso, y el aire es templado con el sol del mediodía.

      Todo esto es demasiado: demasiado brillante, demasiado caliente, demasiado opulento.

      Agarro la caracola que cuelga de mi cuello para estabilizarme. Me recuerda a mi hogar. Mi especie no le teme a su príncipe asesino, simplemente no puede soportar la luz. El calor que atraviesa el frío del océano y hace que todo sea más cálido.

      Éste no es un lugar para sirenas, sino para nereidas.

      Aguardo junto al barco del príncipe. No tenía la certeza de que estaría aquí —matar ha llevado al príncipe a tantos reinos como a mí—, y si lo estaba, sería incapaz de reconocerlo. Sólo cuento con los espantosos ecos de las historias para ir tras él. Cosas que he escuchado de paso de aquellas pocas que han visto el barco del príncipe y lograron escapar. Pero en cuanto lo vi en los muelles de Midas, supe que era él.

      No es como las historias, pero tiene el mismo aire oscuro que describe cada uno de los relatos. Los otros barcos en el muelle son como esferas en lugar de barcos, pero éste lleva a la cabeza una larga punta afilada y es mucho más grande que cualquier otro, con un cuerpo como el cielo nocturno y una cubierta tan oscura como mi alma. Un buque digno de asesinatos.

      Todavía estoy admirándolo desde las profundidades del agua cuando aparece una sombra. El hombre sube a la cornisa del barco y mira hacia el mar. Debería haber escuchado sus pasos, incluso desde las profundidades del agua. Sin embargo, de pronto está aquí, sosteniéndose con una mano a las cuerdas, respirando lenta y profundamente. Entrecierro los ojos, pero bajo el lustre del oro es difícil ver. Sé que es peligroso salir del agua cuando el sol todavía está muy alto, pero tengo que mirar más de cerca. Muy despacio, subo a la superficie y apoyo mi espalda contra el húmedo cuerpo de la nave.

      Veo el brillo del escudo real de Midas en su pulgar y mojo mis labios.

      El príncipe de Midas porta la ropa de la realeza de una manera negligente. Las mangas de su camisa están enrolladas hasta los codos y los botones del cuello están desabrochados para que el viento pueda alcanzar su corazón. No parece mucho más viejo que yo, pero sus ojos son duros y curtidos. Son ojos de inocencia perdida, más verdes que las algas marinas y en búsqueda constante. Incluso el océano vacío es presa para él, y lo observa con una mezcla de sospecha y maravilla.

      —Te he echado de menos —le dice a su barco—. Apuesto a que me extrañaste también. Lo encontraremos juntos, ¿no? Y cuando lo hagamos, mataremos a cada maldito monstruo de este océano.

      Raspo mis colmillos contra mis labios. ¿Qué cree que podría tener el poder de destruirme? Es una fantasiosa idea de masacre, y me encuentro sonriendo. Qué malvado es, despojado de la inocencia que he visto en todos los demás. Él no