Alexandra Christo

Matar un reino


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y tal vez se convierta en un príncipe que no diga tonterías como éstas —dice ella.

      —O arrójelo a la pila de mierda de la que fue hecho —habla Torik, cuya cara perfectamente neutral sólo me hace reír más fuerte, hasta que el único sonido que se puede escuchar son nuestras carcajadas y los fuertes golpes de mi tripulación mientras palmea contra las mesas.

      Entonces, en medio de todo, se escucha una voz mortalmente tranquila:

      —Al matar a la Reina del Mar.

      Dejo de reír.

      Mi mirada regresa al hombre, y saco mi cuchillo del cinturón, sintiendo su sed de matar. Lentamente, lo llevo a su cuello.

      —Repite eso.

      Traga saliva mientras la punta de mi cuchillo presiona contra su yugular. Él debería estar asustado. Se ve asustado: entrecierra los ojos y sus manos incluso tiemblan cuando levanta su copa. Pero parece ensayado, porque cuando habla, su voz es suave. No hay señales de miedo. Es como si estuviera acostumbrado a tener un cuchillo en la garganta.

      —El cristal fue creado para traer justicia a nuestro mundo al matar a la Reina del Mar —explica.

      —¿Creado por quién? —pregunto.

      —Por las familias originales —responde—. Eran los mejores magos de la época, juntos acordaron los territorios del mundo y cada uno tomó un rincón para sí mismo para que pudieran tener paz y nunca volver a ser víctimas de las antiguas guerras fronterizas.

      —Sí —digo, impaciente—. Todos somos conscientes de las familias originales. Es un cuento de hadas que todo niño de los cien reinos conoce —guardo mi cuchillo con un suspiro—. Incluso estos bribones.

      —¡No es un cuento de hadas! —el hombre golpea la mesa con los puños—. Lo que esas historias nunca nos contaron es que las familias originales crearon la paz en la tierra, pero una batalla se libraba bajo la superficie. Una diosa gobernaba el océano y extendía su maldad en las aguas. Pronto, ella dio a luz hijas que se convirtieron en demonios. Criaturas monstruosas cuyas voces trajeron la muerte de los hombres.

      —Sirenas.

      El hombre asiente.

      —Podían transformarse, existir en la tierra y debajo de ella. Bajo la regla de la diosa Keto, aterrorizaron a la humanidad, por lo que los cien magos combinaron su poder y declararon la guerra al océano. Después de una década de muertes, finalmente fueron capaces de destruir a Keto y debilitar a los monstruos que ella había creado. De sus restos, conjuraron un recuerdo que podría destruir a las sirenas para siempre.

      —Si eso es cierto —digo—, ¿por qué no lo usaron entonces?

      —Porque las sirenas también modelaron una piedra de los restos de Keto. Esto le dio a su nueva reina el poder de controlar a su especie, y ella prometió mantenerlas a raya. Incluso les quitó a las sirenas la habilidad de caminar en tierra como muestra de buena fe. Sin eso, ellas ya no eran una amenaza lo suficientemente grande para propiciar que las familias originales cometieran genocidio. Así que tuvieron piedad y establecieron un tratado. La tierra pertenecía a los humanos, y los mares a los demonios. Si alguno cruzaba el territorio de los otros, entonces sería un blanco legítimo. El cristal se mantuvo oculto para el día en que los cien reinos ya no pudieran honrar el acuerdo.

      A mi alrededor, mi tripulación estalla en una risa burlona, pero apenas puedo escucharlos por encima del sonido de mi propio pulso cuando bajo la mirada hacia la cara de la brújula.

      Norte.

      Firmemente: la flecha no se mueve ni se balancea. La sacudo con incredulidad y cuando no tiembla, la golpeo contra la mesa. La flecha se mantiene donde está.

      Norte.

      Verdad.

      Para entonces, mi tripulación ha reanudado sus burlas, criticando el mito y castigando al forastero por atreverse a llevar cuentos de hadas a su capitán. Algo en mí, justo allí, en la superficie, piensa que ellos tienen razón. Que todo esto no son sino cuentos infantiles y una pérdida de tiempo. Me dice que escuche a mi tripulación e ignore esta locura. Pero la brújula nunca se ha equivocado, y bajo la superficie, justo en mis entrañas, sé que no puede serlo. Ésta es mi oportunidad de matar finalmente a la bestia.

      —¿Dónde está? —pregunto.

      Mi voz corta las carcajadas de mi tripulación, y me miran como si hubiera perdido la cabeza.

      El hombre bebe un trago y se encuentra con mis ojos con una sonrisa.

      —Usted mencionó una recompensa.

      Arqueo una ceja hacia Kye. Sin necesidad de ningún tipo de convencimiento, encaja su cuchillo en la mesa. El hombre se estremece y mira horrorizado la hoja que se encuentra pulcramente hundida en el espacio entre su pulgar y su índice. La expresión de miedo en su rostro ya no es tan ensayada.

      —Obtendrás tu recompensa —le dice Kye—. De una u otra forma.

      —En el único lugar donde estaban seguros de que la Reina del Mar nunca podría alcanzarlo —dice el hombre rápidamente—. Tan lejos del océano como les fue posible. El punto más alto del mundo.

      Mi corazón se hunde. El punto más alto del mundo. Demasiado frío para que cualquiera pueda aventurarse y vivir para contarlo.

      —La Montaña de Nube en Págos —dice el hombre.

      Y con eso, la esperanza se desvanece.

      OCHO

      Una semana es todo lo que tengo. En siete días cumpliré dieciocho años y mi madre me obligará a robar el corazón de un marinero. Una criatura superior asumiría el castigo y se alegraría de que eso haya sido todo lo que la Reina del Mar decretó.

      Yo no soy una criatura superior.

      Es una tontería pensar en desobedecer a la reina otra vez, pero la idea de que me digan a quién debo o no matar me sacude. Me hace sentir cada vez más como el perro rabioso de mi madre que es liberado para atacar a quien ella determina. Por supuesto, dado que matar humanos es una orden dada por ella, supongo que siempre ha sido así. Me he acostumbrado tanto a ser brutal, que casi olvido que no comenzó como una elección, sino como un requerimiento. Matar a los humanos. Ayudar a terminar la guerra que ellos comenzaron cuando asesinaron a Keto. Ser una verdadera sirena.

      Pienso por un momento sobre si seguiría siendo semejante monstruo si mi madre y aquellas que la precedieron hubieran decretado la paz en lugar de la guerra. Si hubieran dejado que la muerte de Keto fuera el fin de nuestra batalla y hubieran convertido el odio en pasado. Se nos ha enseñado a nunca cuestionar o pensar en nosotras mismas como algo distinto a lo que somos, y lo más inteligente, tal vez, es ignorar esa idea. Después de todo, el castigo por negarse a matar está más allá de la imaginación.

      Trenzo mi cabello hacia un lado. Nadé hasta las orillas de mi mar, tan lejos de mi madre como puedo sin salir del reino. No sé en qué se convertiría mi ira si me encontrara con ella ahora. No puedo pensar en qué insensatez podría cometer.

      Me recuesto sobre el lecho del océano y le doy un empujón a la medusa que se encuentra a mi lado. Sus tentáculos rozan mi vientre y siento un maravilloso estallido de dolor. Me adormece, calma y aclara mi mente. Es una liberación como ninguna otra, y cuando el dolor disminuye, lo hago de nuevo. Esta vez, sostengo a la criatura y dejo que sus tentáculos bailen sobre mi piel. Un relámpago recorre mi estómago y mi corazón inmóvil. Quema y pica, y dejo que mi mente se empañe con la agonía.

      No hay nada en el mundo salvo el dolor y los pocos momentos que existen en medio.

      —Princesa bonita, tan sola —llega un susurro en psáriin—. Buscando dolor, buscando hueso.

      —No hueso, sino corazón —dice otra—. Mira dentro, mira la chispa.

      Empujo la medusa y me siento para mirar a las dos criaturas que merodean cerca. Ambas son azul oscuro con aletas