José Ignacio González Faus

Al tercer día resucitó de entre los muertos


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que se acaba ofreciendo sacrificios humanos. La misma defensa absoluta de la vida es ya una utopía, la única que parece quedar en estos momentos. Pero pensemos qué ocurriría si, reconociéndola como tal (como utopía), dejáramos de mirar las cosas desde el valor absoluto de la visa.

      Muerte, injusticia, frustración. Si se quiere añadamos a estos tres rasgos de nuestro vivir, la aparente irreversibilidad de la vida. Jaime (30 años, víctima de la heroína y del sida) me decía pocos días antes de morir: «Yo no soy hombre religioso, pero la vida es así de canalla: te equivocas una vez y ya no tienes remedio. Y esto es lo que me ha deparado a mí». Intenté asegurarle que la dimensión no «religiosa» pero sí creyente de la persona implica la confianza de que siempre hay un arreglo posible para lo que haya sido tu vida. Y que esto lo hemos conocido los hombres en Jesús de Nazaret. Cuando más adelante encontremos la Resurrección de Jesús vinculada con el tema del perdón, no deberíamos olvidar esta anécdota con su significado.

      Es suficiente la mera evocación de esos problemas. Ahora quedémonos solo con esta conclusión: es enormemente humana la pregunta por si en algún lugar se ha producido alguna vez algún suceso o palabra que proclame decisivamente la desautorización de la muerte, quitándole su poder, la desautorización de los vencedores, restableciendo a sus víctimas, y a la desautorización de esta realidad que acaba por imponerse. Es una pregunta profundamente humana, aunque no sepamos darle respuesta. Porque nuestro ser humano solo podría eludir esa cuestión, rebajando su nivel y su calidad humana.

      De momento, puede el lector olvidar estos «textos humanos» que, en realidad, no son mero presupuesto sino también consecuencia del acceso a los textos bíblicos, que ahora vamos a emprender. Solo han sido evocados para facilitar los primeros pasos, un poco áridos, de nuestro recorrido. Ya volveremos a encontrarlos.

      2

      HACIA LOS HECHOS

      «El Mesías fue muerto por causa de nuestros pecados, según las Escrituras. Quedó sepultado.

      Resucitó al tercer día según las Escrituras. Se apareció: A Pedro, a los Doce y a más de quinientos de los que algunos todavía viven…

      A Santiago, a los apóstoles y en último lugar a mí…» (1 Cor 15,3-4)

      Los textos referentes a la Resurrección de Jesús han sido minuciosa y repetidamente analizados y discutidos por la crítica histórica. Entrar en esos análisis y discusiones superaría con mucho las dimensiones de esta obra. Habremos de limitarnos a una síntesis-balance, no sin añadir que el texto bíblico que encabeza este capítulo, debidamente contextualizado, es quizá el balance más fidedigno.

      Pero para esa tarea puede ser muy útil comenzar con otro largo texto no oficial, del cristianismo primitivo:

      «Pilato les entregó a Petronio y a un centurión romano para que custodiaran el sepulcro. Y con ellos vinieron también a la tumba ancianos y escribas. Y rodando una gran piedra, todos los que estaban presentes juntamente con el centurión y los soldados, la pusieron a la puerta del sepulcro. Grabaron además siete de ellos, plantaron una tienda, y se pusieron a hacer guardia…

      Durante la noche que precedía el domingo, mientras los soldados estaban haciendo guardia en parejas, se produjo una gran voz en el cielo. Y vieron los cielos abiertos y dos varones que bajaban de allí y se acercaban resplandecientes al sepulcro. Y la piedra que habían echado sobre la puerta, rodando por su propio impulso, se retiró a un lado, con lo que el sepulcro quedó abierto y los dos jóvenes entraron.

      Al ver aquello, los soldados despertaron al centurión y demás soldados que también estaban allí haciendo guardia. Y mientras estaban explicando lo que acababan de ver, salen tres hombres del sepulcro, dos de los cuales llevaban el tercero, y en pos de ellos iba un a cruz. La cabeza de los dos primeros llegaba hasta el cielo, mientras que la del tercero sobrepasaba los cielos…

      Viendo esto los que estaban junto al centurión, se apresuraron a ir a Pilato de noche, abandonando el sepulcro que custodiaban» (Evangelio apócrifo de Pedro, 8-11).

      Este texto es de un evangelio apócrifo, de mediados de siglo segundo. Describe más o menos lo que todos hubiéramos querido presenciar para poder creer. Sin embargo, la fe de la Iglesia no se reconoció en él. Y hoy se acepta que, en contraste con él, los evangelios canónigos dan testimonio de una sorprendente sobriedad.

      Sorprendente y desesperante. Porque tanta sobriedad es quizá la que (unos cincuenta años después de escrito el último evangelio) llevó a componer este otro texto apócrifo, que parecía mucho más «convincente».

      1. Los textos oficiales

      No hay aquí espacio para comparar el texto que acabamos de citar con los diversos testimonios del Nuevo Testamento sobre la Resurrección. Diremos solo, de manera sintética y rápida, que esos otros textos neotestamentarios pueden englobarse en dos apartados:

      1.1. Textos que solo anuncian el hecho

      Quizá sería mejor decir que anuncian el hecho y su testificación. Pero lo que interesa ahora es que esos textos todavía podemos subdividirlos: a) Por un lado, un grupo de aclamaciones rápidas que aparecen desperdigadas por las narraciones evangélicas, pero se supone que no provienen del narrador sino que son de la Iglesia primitiva1. Y b) por otro lado, el texto que encabeza este capítulo y que (tal como dice Pablo al presentarlo) constituye un texto «oficial» de la Iglesia primitiva; una especie de «credo» que se transmitía literalmente.

      Merece notarse que este Credo, a pesar de su carácter escueto y memorizable, ya alberga pequeñas insinuaciones teológicas, quizá por aquello de que hecho y significado nunca son adecuadamente separables. Así por ejemplo, el texto de 1 Cor 15 nos dice:

      a) Que la muerte del Mesías fue por causa de nuestros pecados. Frente a todo mesianismo histórico «inmediatista» se insinúa aquí que el tema de la utopía ( o mesianismo) no puede separarse de nuestra estructura de mal personal y social, que produce muertes y es capaz de «derrotar» al mismo Mesías.

      b) Que la Resurrección tuvo lugar al tercer día. No sabemos qué significa exactamente esa expresión, aunque hay varias teorías para explicarla2. La existencia de tantas interpretaciones posibles es la mejor prueba de que no sabemos el significado exacto de la expresión. Pero sea este el que sea, no cabe negar que la expresión habla de «días» y alude por tanto a nuestra dimensión temporal. Es una manera de decir que la Resurrección toca o afecta a eses misterio de nuestra temporalidad, por más que luego digamos que consiste en una superación de ella.

      c) También es teológica la fórmula según las Escrituras. Demasiadas veces se la ha abaratado entendiéndola como alusión a alguna profecía expresa del Antiguo Testamento sobre la muerte y Resurrección de Jesús. Las cosas son algo más complejas: las Escrituras eran para cualquier judío la revelación de que la muerte y Resurrección de Jesús (la primera sobre todo) no contradicen a la revelación de Dios, ni implican una desautorización de Dios por poderes superiores a Él, o un abandono de Dios que daría razón a los asesinos, los cuales también apelaban a las Escrituras para condenar a Jesús. Casi al contrario. Hasta tal punto que hoy podríamos retraducir diciendo: « El Mesías murió por nuestros pecados (lo resucitó al tercer día) y en eso se revela Dios».

      d) También puede verse cierta intención teológica en la doble lista de testigos (y quién sabe si hasta en la ausencia de algunos). La primera lista (Pedro, los doce y un grupo de discípulos) recoge unos cuantos testigos «oficiales» de quienes podía esperarse que fueran sujetos a la manifestación del Resucitado. Pero la segunda lista (Santiago, los apóstoles y el propio Pablo) parece recoger testigos no oficiales, inesperados, en los que vuelve a cumplirse aquello que escriben los evangelios: «Eligió a los que Él quiso». Ya de entrada, en los orígenes mismos, aparece la línea carismática junto a la línea institucional como algo que la Iglesia deberá aceptar porque esa es la voluntad de Dios.

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