José Ignacio González Faus

Al tercer día resucitó de entre los muertos


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del Padre…) que marcaban más ese matiz de la «definitividad» pero que, por provenir también de nuestro lenguaje humano, soportan otro tipo de ambigüedades1. Pero a la larga es muy difícil mantener esa pluralidad de lenguajes, y acabó imponiéndose (y casi exclusivizándose) la palabra «resurrección», generando inevitables malentendidos en muchas gentes, las cuales creerían a Jesús más resucitado, si todos hubiesen podido verle y tocarle por las calles de Jerusalén, días después de su muerte.

      2. Acontecimiento escatológico

      De lo anterior se sigue otra conclusión importante: la Resurrección no es un suceso de esta historia. Es un acontecimiento real, pero no histórico. Esto da razón de dos cosas que ha hemos ido destacando:

      a) la extrañeza de que solo una vez, y de Jesús de Nazaret, se haya testificado una Resurrección, tal como decíamos en el prólogo y encontraremos varias veces en este escrito. Se trata efectivamente de un acontecimiento único y sin paralelos.

      b) Y si es un acontecimiento único y sin paralelos en esta historia, se sigue de ahí algo a lo que aludimos de pasada en nuestro capítulo anterior: que no puede ser alcanzado simplemente por nuestra capacidad de conocer. Nuestro conocimiento histórico siempre conoce cosas de este orden histórico. En el capítulo anterior ya sugeríamos que, aunque hubiesen estado junto al sepulcro de Jesús todos los reporteros, cámaras y filmadores que acuden hoy como moscas a cualquier acontecimiento, no habrían podido testificar absolutamente nada. De ahí la tremenda ingenuidad fundamentalista del evangelio apócrifo citado en aquel capítulo.

      En este sentido, no falta cierta razón a quienes arguyen que, si decimos que la Resurrección no es un suceso de este orden histórico, lo razonable es desentenderse de ella puesto que no nos puede ser accesible. Pero quienes así arguyen olvidan otro elemento complementario: que la Resurrección, aunque no sea un suceso histórico, es un suceso real que toca y marca a esta historia. No es algo que pasa exclusivamente «en el cielo» sino, por así decir, en las relaciones del cielo con la tierra. Tiene referencias a un momento dado y a un lugar concreto de la historia, aunque luego los supere y solo los toque, por así decir, «tangencialmente». Y no solo tiene referencias, sino que «se ha manifestado» (por iniciativa de Resucitado) en las coordenadas y a personas de esta historia.

      Todo eso significa además que esta historia (o al menos parte de ella) está marcada y afectada por «Algo que es metahistórico». Metahistórico quiere decir que está no solo «fuera» de la historia sino «más allá» de la historia. Y ese «más allá» no es meramente algo «posterior» o superior a la historia, sino algo insuperable e inasequible para ella: no es solo una plenitud nueva o mayor (una cierta edad de oro de las que quizá se han dado en algunos lugares y momentos), sino una Plenitud Definitiva: la última posible. A esa ultimidad insuperable se la designa en el Nuevo Testamento con la palabra «escatología», derivada del griego eschatôn, que significa «último».

      3. Incognoscible y manifestado

      Lo anterior nos ayuda a comprender la transformación que sufre el Resucitado y que nos impide a nosotros reconocerlo. Si se me permite continuar la anterior analogía con lo que ocurre en la generación humana, diríamos que un espermatozoide o un óvulo «no pueden conocer» ni reconocer a un ser vivo, por más que este, en su germen primordial, hubiese sido «compañero» de ellos en algún depósito de células germinales humanas.

      Los evangelios suelen explicar esto con un recurso narrativo de sorprendente belleza y pedagogía: propiamente hablando, el Resucitado no «se aparece»: se hace presente pero no se le reconoce; camina con los discípulos de Emaús, dialoga con Magdalena, colabora en la pesca con los apóstoles…, pero estos no lo reconocen: creen que es el jardinero o un forastero que andaba aquellos días por Jerusalén, o incluso «un fantasma». Hace falta, además de la presencia, algún gesto manifestativo especial, por el que el Resucitado toma la iniciativa, y libera «sus ojos inhibidos que no estaban en disposición de reconocerle» (cf. Lc 24,16).

      De ahí lo difícil que ha de ser «describir» o «definir técnicamente» las experiencias pascuales a quienes no han sido sujetos de ellas. Es comprensible entonces que los evangelistas se desentiendan de ese esfuerzo y se limiten, bien al mero enunciado del hecho («vive», «se ha manifestado», etc.), bien a algunos elementos del «contenido» de esa manifestación, como por ejemplo su corporalidad, por nueva que sea (puede «comer» pero «atraviesa paredes»: cf. Lc 24,36-41), etc. Más adelante comentaremos algunos de esos puntos.

      Con una expresión tomada de nuestro lenguaje humano de reconocimiento, podríamos pues decir que lo que descubren los testigos es que aquel Jesús que se deja ver es «Él mismo», pero no es «el mismo» (sin acento ahora y marcando la diferencia entre el pronombre y el artículo). Es «aquel mismo Jesús que vosotros matasteis» (como diría san Pedro en uno de sus primeros discursos en el libro de los Hechos). Pero ya no es el mismo Jesús que cualquiera de vosotros podía ver cualquier día y a cualquier hora de su vida terrena. Igual que la planta que brota es «aquella misma semilla» que fue sembrada, pero ya no es la misma porque no es un mero grano de trigo.

      Por eso es preciso anunciar ese acontecimiento a quienes seguimos «en este lado» o en este más acá del proceso. No porque no hubiéramos estado allí, sino por la naturaleza misma del hecho. Ese es el sentido de la argumentación paulina en el texto que encabeza este capítulo.

      4. Imposibilidad de imaginar

      De todo lo anterior se sigue un consejo que es, para la teología, tan elemental como imposible de cumplir: no dar entrada a la imaginación ni en la reflexión sobre Dios, ni en la reflexión sobre la Resurrección. La imaginación (no la razón) es de las cosas más opuestas a la fe. La dura respuesta de san Pablo que llama estúpido al que intenta imaginarse cómo resucitarán los muertos, alude quizá a esta misma advertencia.

      Nuestra imaginación humana no puede eludir las referencias espacio-temporales; y sin querer, concebimos a Dios corporalmente o hablamos de Él temporalmente. La resurrección tiene muchísimo que ver con Dios. Pero, además, hablamos de resurrección «corporal» (en oposición a cualquier inmortalidad de lo meramente espiritual). Y el cuerpo parece que implica necesariamente un lugar. Cuando, el pasado verano, el Papa habló de que el cielo «no es un lugar», por más que dijera una obviedad archisabida, y que no merecía ni un renglón en la prensa, no faltó quien entendiera eso como un ataque a la resurrección corporal, y hasta se preguntara parodiando la canción de la zarzuela: «¿Dónde estarán nuestros cuerpos que hasta el cielo no quieren venir?»…

      Pero quizá es que estas deformaciones son inevitables entre nosotros, los humanos. Pues todas esas limitaciones del lenguaje tienen mucho que ver con nuestra incapacidad para saber de veras lo que es la materia. La ciencia nos ha ido enseñando hasta qué punto la materia es algo distinto de lo que creen percibir nuestros sentidos (los colores o un continuo extenso, etc.), Pero, aun con esta advertencia, seguimos actuando como si la materia fuese tal como creemos percibirla. Y este modo de concebir –limitadas pero constantes con el mundo material. Y sin embargo, no logramos saber si el fondo último de la realidad que nos envuelve y que somos es materia o energía, la cual nos aparece como algo inmaterial… O si resulta que, en ese fondo último de lo real, materia y energía son lo mismo…

      En contraste con estos condicionamientos insuperables para una inteligencia «sentiente», notemos algunas expresiones típicas del lenguaje neotestamentario sobre la Resurrección:

      a) La novedad del cuerpo

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