José Ignacio González Faus

Al tercer día resucitó de entre los muertos


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finalidad histórica o teológica. Yo no lo veo tan claro, La mención de la sepultura parece ser sobre todo un subrayado de la verdad de la muerte de Jesús, sin que Pablo (o el autor del Credo) pretenda nada más. En todo caso, como luego diré, a mí me resulta más extraña la ausencia de la aparición a María Magdalena, que ciertamente había circulado también en la Iglesia de los orígenes. Pero es difícil saber si ello tiene algún significado.

      Lo que queda claro es que una buena parte de las frases neotestamentarias testifica simplemente el hecho de la Resurrección, bien en forma de aclamaciones (quizá litúrgicas), bien en forma de un texto oficial. Pero esto no es todo.

      1.2. Textos que intentan acercarse al contenido

      Además de las testificaciones del hecho, hay en el Nuevo Testamento otra serie de textos que pretenden más bien reflexionar o enseñar algo sobre el sentido y el significado de este hecho insólito. Estas reflexiones o textos «teológicos» caben en dos grupos:

      a) Una primera serie de textos neostestamentarios (casi todos de las epístolas paulinas) que son verdaderas enseñanzas sobre la Resurrección. El más claro de todos ellos es todo el capítulo 15 de la primera Carta a los corintios. Pero no es el único: cabe citar también Col 3,1ss o Ef 1,20-23, o infinidad de frases y pasajes de la Carta a los hebreos, etc.

      b) Las narraciones evangélicas. Destaco solo que estos relatos son más reflexiones o catequesis sobre el significado de la Resurrección que descripciones escuetas del hecho. Están por ello muy condicionadas por lo que el evangelista considera que hay que enseñar a aquella comunidad concreta a la que se dirige (por ejemplo la «materialidad» de la Resurrección, para lectores y cristianos del mundo griego; o la incapacidad humana para reconocer al Resucitado, etc.).

      No podemos entretenernos más en estas pinceladas bíblicas. Pero lo dicho es suficiente para que podamos volver a nuestra comparación con el apócrifo citado al comienzo de este capítulo. Ahora podemos contextuarla mejor. Cuando subrayábamos antes la sobriedad de los evangelios, esto no significa (¡por supuesto!) que los cuatro evangelios llamados canónicos no hayan coloreado o recompuesto muchas veces los hechos históricos, de acuerdo con sus intenciones3. Pero lo han hecho siempre por motivos teológicos o catequéticos. No por razones apologéticas. Lo hacen para precisar la fe, no para facilitarla como el apócrifo citado, que resulta una muestra exquisita de eso que hoy llamamos «fundamentalismo religioso».

      2. El hecho y los hechos

      Esta sobriedad acaba testificando a favor de los evangelios. Porque lo malo del texto apócrifo es que describe algo que no solamente no ocurrió así, sino que no podía ocurrir así, si es que entendemos lo que realmente significa la Resurrección.

      En efecto: la Resurrección no es en modo alguno accesible al conocimiento humano; queda fuera de ese eje de coordenadas compuesto por espacio y tiempo, materia y energía, que condiciona y enmarca todas nuestras posibilidades de conocimiento. Por eso no tiene ningún sentido imaginar aquella acumulación de testigos «neutrales» (soldados, centurión o, hablando con nuestro lenguaje de hoy, alguna presencia masiva de cámaras, vídeos y reporteros). La Resurrección es inaccesible a todas esas formas de conocimiento. Ni aunque hubiesen estado allí preparados para registrarlo todo.

      Naturalmente, esto viene a complicar las cosas porque entonces surge la pregunta de cómo es posible el acceso a la Resurrección. Y la respuesta a esa pregunta es incómoda pero necesaria: si Jesús resucitó, eso solo puede ser conocido por manifestación expresa del Resucitado, o por testimonio de aquellos a quienes se dio esa manifestación. Aquí es donde los textos neotestamentarios llevan toda la razón frente el apócrifo citado.

      La historia y la investigación, por tanto, no pueden llegar hasta la Resurrección de Jesús. Digamos de momento que la investigación histórica solo puede llegar a estas tres cosas:

      1. El testimonio y la fe de los apóstoles. Y si ese testimonio se considera honesto.

      2. Las «experiencias pascuales» que los apóstoles testifican. Pero solo el hecho de esas experiencias. La historia ya no puede garantizar si el significado de experiencias es el que le daban los apóstoles o es otro.

      3. Finalmente, la investigación puede constatar también el cambio de vida de los apóstoles. Fuera lo que fuese lo que les aconteció, aquellos hombres cobardes y duros de mollera van a ser capaces de poner en marcha un movimiento que desafía a los tres mayores poderes de la historia: el poder político del Imperio Romano, el poder religioso del «vaticano» judío y el poder intelectual de la sabiduría griega. Ponen en marcha ese movimiento, entregan en ello sus vidas, y salen triunfantes del imperio y del sacerdocio de modo que hoy, veinte siglos después, todavía estamos nosotros ocupándonos de aquel testimonio de los apóstoles, y comprometidos con él.

      Esto puede garantizarlo la investigación histórica, más allá de infinitas preguntas que quedan pendientes, referentes a lugares, fechas, anécdotas, personas, significados, etc.

      3. Una reconstrucción hipotética

      Además de esta triple garantía, hay una gran probabilidad histórica en un mínimo esquema reconstructor de los hechos, que sería el siguiente:

      3.1. Tras el prendimiento y muerte de Jesús, los apóstoles fueron presa del pánico. Abandonaron al Maestro y marcharon a Galilea. El dato de la ida a Galilea aparece de una u otra forma en todos los evangelios pero, como suelen estos hacer tantas veces, aparece ya releído teológicamente: Galilea había sido el lugar de la praxis de Jesús. Y el regreso allí de los apóstoles se convierte ahora en un norma para todos los creyentes: hay que volver «al lugar» de la praxis histórica de Jesús, si se quiere encontrar al Resucitado.

      3.3. Es también muy probable que, al llegar a Jerusalén, los apóstoles se encontraran con que quienes habían quedado allí (que eran sobre todo las mujeres) aseguraban que la tumba de Jesús estaba vacía. Sin embargo, esa afirmación era objeto más bien de desconcierto y tristeza. Solo el mensaje de la Resurrección que traían los apóstoles le dio un sentido nuevo, convirtiendo la tumba vacía en un «signo» de la resurrección. Pero signo no quiere decir prueba4.

      He dicho antes que las experiencias pascuales tuvieron lugar en Galilea, al menos «la mayoría de ellas». La razón de esta matización es un detalle que vale la pena comentar. Como es sabido el evangelio de Marcos tiene un final añadido (Mc 16,9-20) que la Iglesia considera «canónico», pero no de la pluma del evangelista. Ese apéndice pudo haber sido añadido bien para completar la sobriedad con que el primer evangelista se limita solo a insinuar la Resurrección, bien para suplir algún final perdido. En él leemos, nada más empieza, que Jesús resucitado «se apareció» primero a María Magdalena. Los críticos conceden a esa frase una seria probabilidad histórica. Al menos parece indudable que esa frase anduvo compitiendo en la primitiva Iglesia con la otra presente en los evangelios que presenta a Pedro como el «primer» testigo de la Resurrección5. Y otra vez serán los apócrifos los que conserven esta disputa, narrando una especia de inquina de Pedro contra la Magdalena, por la que los mismos compañeros apóstoles reprenden a Pedro y le aconsejan moderación6. Es muy probable que tras estos datos subyazca la discusión sobre el papel de la mujer en la Iglesia. Una discusión que se encuentra ya muy presente en la Iglesia primitiva. Y un papel que, casi con certeza histórica, acabó por ser suavizado y domesticado desde posturas mucho más «feministas» hasta posiciones mucho más digeribles para la sociedad romana. Si María Magdalena había sido «testigo de la Resurrección» (aunque prescindamos ahora de que Mc 16,9 la llama «primer