Sixto Paz Wells

El Santuario de la Tierra


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Lo usaban de día y de noche.

      La niña iba empujando a su padre llevándolo por hendiduras y túneles que se multiplicaban en los alrededores.

      –¡Despacio hija que estamos a 3.800 metros sobre el nivel del mar! Además, no he traído linterna para las cuevas.

      –Así como ves estos túneles que parecen serpientes papá, hay cerca de aquí unos más grandes y espaciosos por donde nos movilizamos hace mucho tiempo con muchos guerreros, algunos sacerdotes y jóvenes mujeres huyendo de la ciudad. Nos íbamos a la selva y no había retorno.

      –¿Sabías en ese momento que nunca más volverías en esa vida a ver esto? –preguntó el padre como queriendo sonsacarle pensamientos más profundos a la niña.

      –¡Sí papá! Sabía que lo que hacía no tenía vuelta atrás. Y todas y cada una de las personas que me acompañaron por aquel entonces, lo sabían también. Íbamos en una procesión donde muchos hombres y mujeres lloraban y gemían desconsolados. Yo tenía de vez en cuando que detenerme y consolarlos arengándolos y diciéndoles que habría tiempos mejores.

      –A veces hija usas palabras que no me imagino de dónde las has sacado. Y lo más extraño es que sabes utilizarlas. Hay momentos en que detrás de tu voz infantil escucho a una anciana o a un anciano. Pero no crezcas tan rápido, que me haces sentir viejo antes de tiempo.

      Desde Sacsayhuaman tomaron un taxi que los llevó al santuario de Qénqo o adoratorio en zigzag del puma y de la serpiente, situado a poca distancia de donde estaban. En aquel lugar, detrás de un bosque de eucaliptos se encuentran gigantescas rocas de piedra caliza que han sido trabajadas. Una de ellas está separada del cuerpo principal de roca y ha sido colocada en medio de un pequeño anfiteatro semicircular sobre una base cuadrada de piedras de granito gris y andesita. En su momento, antes de haber sido atacada por los saqueadores de ídolos en el siglo XVI y XVII, aquella piedra debió haber representado a un puma.

      –¿Quién fue esa gente que rompió todas las estatuas papá, si todo era tan bello?

      –Era gente religiosa pero ignorante y muy intolerante, que no sabía respetar el arte y la cultura de otros pueblos. Quizás lo hacían por miedo a lo que desconocían.

      »Atrás, como has visto, está la piedra principal. ¿Qué te parece si la exploramos? Es de una sola pieza, por eso se le llama monolítica. Es de piedra caliza y reproduce una maqueta de grandes proporciones con esculturas de animales, canales para el flujo de agua o de la sangre de los sacrificios. Todo el lugar es laberíntico, de manera que, alrededor y debajo está lleno de corredores, túneles y santuarios subterráneos.

      Cuando menos lo pensó don José, Esperanza ya se había escabullido. Él se puso a perseguir a la niña que trepaba y se encaramaba por las partes altas como si reconociera el sitio de siempre. Se veía que se divertía y disfrutaba encontrando la entrada y la salida de los túneles y pasadizos del insólito lugar. Después de un rato ella le había dado la vuelta completa al complejo, viendo por detrás del mismo unas escaleras de piedra que descendían a una profunda oquedad. Sin temor alguno, aquella niña pequeña se fue acercando a esa caverna, entrando en la antesala de un salón excavado bajo la inmensa roca. De pronto se detuvo y se quedó mirando largo rato hacia la oscuridad, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Luego se decidió a avanzar entrando despacio en aquel misterioso recinto que poco a poco empezó a reconocer. Localizó entonces dos mesas de piedra finamente talladas en el mismo cuerpo de la roca, una a la izquierda y otra a la derecha. Sintió el impulso de colocar sus manos en una de ellas para sentir todo lo que se encontraba impregnado en aquel lugar. A la vez se quedó esperando a su padre.

      Cuando don José llegó hasta allí le dijo:

      –¡Ay hija, no corras tanto que no te puedo seguir! ¡Se me sale el alma! Creí que te habías perdido.

      –No papá, no me había perdido… Justo ahora empiezo a encontrarme… ¿Escuchas?... –la niña agachó la cabeza y se reclinó hasta posar su oreja sobre la piedra.

      –¿Qué?... ¿Qué estás escuchando pequeña?

      –Si prestamos atención, la piedra habla y nos cuenta su historia, y hasta podría escuchar mi voz de otro tiempo entre las muchas voces que están grabadas aquí. Pero la voz que tenía antes.

      –¿Y qué dicen esas voces hija?

      –Son como murmullos… Hay de todo. Cosas alegres y cosas tristes… Se escuchan también cantos. Son como plegarias.

      –En este lugar se ve que dejaban ofrendas y hacían sacrificios hijita.

      –¡Sí papá, así era! Pero por aquel entonces la gente sacrificaba lo que más amaba y lo que le era útil, no lo que le sobraba. Y no lo hacía todo el tiempo, porque la mejor ofrenda era su trabajo y el amor con el que se comportaban para con ellos mismos, sus familias, la gente y los animales.

      –¡Sí, es una pena que todo ello se perdiera querida Esperanza!

      –Todo vuelve Papá; así como el Sol vuelve a aparecer por el mismo lugar cada cierto tiempo, todo vuelve y se repite, aunque mejorado y corregido.

      –Para ser una niña tan pequeña, haces unas reflexiones tan profundas que me sorprenden y hasta me asustan. Algún día serás una gran escritora y deleitaras a tus lectores con tus hermosos planteamientos y una imaginación tan prolífica.

      –No todo es imaginación en la mente de un niño papá, hay muchas cosas que son recuerdos reales y verdaderos. A nuestra edad aún no hemos tenido tiempo de olvidarlo todo. Y también hay otras cosas que vemos y sentimos que los adultos ya han olvidado.

      De Qenqo siguieron camino a Puka Pukara o «fortaleza roja», llamada así por el color de sus piedras. Era una pequeña fortaleza ubicada sobre un risco en una posición estratégica, cuidando la entrada al valle.

      –¿Te has fijado Esperanza en lo bonito que es este monumento? Es un pucará o pequeña fortaleza construida a modo de puesto de vigilancia. De estos edificios militares había miles a lo largo del imperio incaico.

      –¡Aquí perdí a un amigo papá! Me enteré tiempo después de que en este preciso lugar murió un joven que había sido mi amigo desde la infancia. Él también era noble, y actuó como capitán defendiendo este sitio. Lo mataron los guerreros de las tribus del Norte que acompañaron a los invasores europeos.

      –Bueno, sigamos el recorrido hija. No quiero que estos lugares te depriman.

      –No puedo evitarlo papá, esto es muy intenso para mí. Pero aunque no lo creas lo estoy disfrutando mucho.

      El recorrido continuó en el Santuario del Agua o Tambomachay. La niña no cabía de gozo en el lugar, y saboreaba enormemente el poder explorar de un lado a otro, subiendo y bajando las distintas terrazas como si fuese una cabra. En aquel lugar sagrado dedicado a las fuentes de agua, ella metía sus manitas en el chorro de agua y, dirigiéndose al Sol, lanzaba gotas de agua al aire como purificando el ambiente. En la parte alta de aquel sitio había como unas gigantescas hornacinas colocadas a modo de puertas simuladas o ciegas. Hasta allí se encaramó la niña gritándole al padre:

      –¡Papá, mira a donde he llegado!

      –¡Sí hija, pero no te agites mucho! Recuerda que en esta parte estamos más alto todavía y eso te puede afectar.

      –¿Te das cuenta papá de que aquí hay las mismas puertas ciegas que al pie del Colcampata?

      –¡Así es hija! Eres una buena observadora. Probablemente estas puertas fueron hechas para colocar delante ídolos, o como entradas simbólicas a otra realidad.

      –¡Sí papá, para eso eran! La gente se ponía aquí y oraba, cantaba palabras mágicas que los transportaban a otros mundos y realidades.

      –¡Bueno hija! ¡Si tú lo dices!

      –Ven tú aquí papá y acompáñame. –El padre, después de pensarlo mucho, subió por las escaleras de piedra a una terraza rodeada de muros de piedras inmensas.

      –¡Ya