Sixto Paz Wells

El Santuario de la Tierra


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sensaciones. Era como estar y no estar; como si todo el entorno del restaurante fuese cambiando para dejarle ver el edificio en otro tiempo.

      –Estimado José, Pedro se ha enterado de como resolviste los conflictos sociales y sindicales estos días en la ciudad y se ha quedado muy impresionado. Él tiene unas minas y quería hacerte unas consultas laborales, así como pedirte consejo porque algunas empresas extranjeras se están queriendo quedar con sus concesiones. También, y conociendo tu fascinación por la Historia, quería, como conocedor de todas las tradiciones ancestrales, compartir una visita especial guiada contigo y con tu hija antes de que os vayáis.

      Mientras conversaban sobre temas de trabajo que le resultaron aburridos a la niña, ella se puso a dibujar con el bolígrafo de su padre en el mantel individual de papel en el que figuraba el nombre del restaurante y un mapa de Cuzco.

      Dibujó un gran círculo, luego círculos concéntricos y dentro del círculo exterior doce círculos menores. Se quedó por un momento viendo su obra, y a continuación, en el centro delineó un rostro entre humano y felino rodeado de corazones con caritas humanas en espiral.

      Cuando los hombres terminaron de hablar de lo principal que tenían que comentar y se hubo relajado la conversación, la niña le mostró a su padre su dibujo.

      –¡Mira papá lo que he dibujado! Es el disco de oro con sus otros discos menores que estaba en el Coricancha… ¿Es bonito, no?

      –¿Ah sí?... ¡Qué bien Esperancita! Pero no nos interrumpas que estamos hablando de cosas importantes.

      –¡A ver Esperanza, muéstramelo! –pidió con curiosidad y condescendencia don Aarón, tomando el dibujo entre sus manos y mostrándoselo a don Pedro.

      –¿Dónde has visto esto niña? –preguntó Pedro con los ojos desorbitados y visiblemente sorprendido.

      –Esperanza es muy imaginativa caballeros. Ella habla de un gigantesco disco de oro hoy desaparecido. Cuando estábamos en el Coricancha me dijo que ella sabía donde había estado colgado este disco, y que además originalmente tenía adheridos once discos menores…

      –¡Doce papá! ¡Eran doce más pequeños colocados sobre el grandote! Aunque con el tiempo los pequeños desaparecieron, pues fueron repartidos por diversas partes del mundo. Y recuerdo que el disco principal fue dejado para disimular la huida de muchas personas como yo, que salimos por túneles fuera de la ciudad.

      »Por aquel entonces el gran sacerdote dijo que en poco tiempo enviaría el disco a la selva, pero los conquistadores llegaron antes de que se pudiera esconder y lo capturaron. Lo que recuerdo que me contaron después es que uno de aquellos hombres venidos de lejanas tierras, a diferencia de los demás, era bueno y supo que el disco era muy especial, y aunque parezca extraño, él mismo ayudó a protegerlo y sacarlo por los túneles que lo condujeron a la selva.

      »El gran disco era como una ventana por la cual se podía ver el futuro. Y si cantabas una palabra mágica, los trece discos vibraban juntos, sin importar la distancia a la que estuviese uno de otro; todos se conectaban y se abría como una puerta a otros mundos y otras realidades.

      –¡Esperanza termina ya con tus cuentos hija, que estás aburriendo a los señores!

      »Nos disculparéis…

      –Don José, lo que está diciendo su hija no es ningún cuento; es una de las tradiciones más secretas de nuestros antepasados.

      –¿Dónde aprendiste esta historia niña? ¿Quién te la contó? ¿Por qué lo dices como si hubieses estado allí? ¿A qué parte de la selva lo llevaron? –intervino don Pedro.

      –Pedro, no creo que sea buena idea seguirle el cuento a la niña, si no después no sabrá diferenciar la realidad de la imaginación –dijo el padre visiblemente avergonzado.

      –Simplemente lo supe cuando llegué con mi padre al Coricancha. Nadie me lo contó. Yo sé que estuve allí hace siglos, y que era hombre, un joven guapo y atlético. Era un príncipe de la casa de los «Serpiente», pero de los buenos hombres-serpiente. Y me parecía mucho a usted don Pedro. Y yo misma estuve pendiente del traslado del disco a una ciudad en la selva que mi abuelito de aquel entonces –que había sido el emperador– había mandado construir años atrás al pie de una montaña, y que en lo alto de esa montaña había un gigantesco rostro acostado mirando al cielo.

      –¡Ves como estás imaginando cosas Esperanza! El otro día fuimos en el tren a Machu Picchu y te emocionaste sobremanera cuando escuchaste al guía decir que la montaña del Wayna Picchu junto con el Wiñay Wayna Picchu forman lo que pareciera ser un rostro mirando al cielo.

      –¡No era Machu Picchu papá! Era más lejos, mucho más. Era un lugar en donde nacía un río en la montaña, formando una hermosa cascada. Y las montañas no eran tan altas ni profundas como las de Machu Picchu, pero igualmente estaban llenas de árboles.

      –¡Paiquinquin! –dijo categóricamente don Pedro como queriendo calmar la pequeña discusión que tenía la niña con el padre.

      La niña quedó sorprendida con la palabra que la hizo vibrar por dentro. Era como si hubiesen tocado una campana al lado de su oído y la vibración le hubiera remecido todo su interior. Estremecida como estaba, se quedó mirando fijamente a don Pedro.

      A continuación, y sin pensarlo mucho, se bajó de la silla, y dándole la vuelta a la mesa se fue en dirección de don Pedro. Tomándole de sus manos y mirándole fijamente a los ojos le dijo:

      –¡Donde se es uno mismo! ¡Paiquinquin es donde se es uno mismo! ¿No es cierto señor Pedro?

      Don Pedro no pudo aguantar y le dio un fuerte abrazo a la niña, visiblemente conmovido.

      –Me has dejado atónito niña…

      »Don José, disculpe que le haya dado cuerda a su hija, pero usted no se imagina lo que está sucediendo aquí en este momento. Yo mismo no logro entenderlo totalmente. No sé si Aarón me sigue…

      »Usted no lo va a creer, pero la verdadera ciudad perdida de los incas se encuentra en la selva del Madre de Dios, fronteriza con el Brasil. Fue construida por los ejércitos de mi antepasado, el Inca Tupac Yupanqui, padre de Huayna Cápac y abuelo de Huáscar y Atahualpa de la Panaca o linaje de los Serpiente. Se llamaba la ciudad de «Paiquinquin», cuya traducción es más o menos «donde se es uno mismo».

      »Nunca me imaginé que llegaría a ver este momento. Esto es inaudito.

      –¡Sorprendente Pedro!... ¿No es increíble José?… Pero, ¿cómo puede ser que la pequeña Esperanza sepa todo esto? –intervino Aarón.

      –¡No tengo la menor idea Aarón! Necesitaríamos hacerle unas pruebas a la niña, claro que con la autorización de don José –dijo Pedro:

      –¿Qué clase de pruebas, Pedro? –preguntó preocupado el padre.

      –Lo que les propongo es que, si tienen tiempo, me acompañen de regreso a Ollantaytambo pasado mañana.

      –¡Bueno, ya hemos estado allí y no habíamos previsto quedarnos tantos días Pedro! –dijo don José visiblemente turbado.

      –¡Yo les invito los días que se queden! Los gastos corren de mi cuenta. Es que dentro de dos días bajan desde las alturas de Paucartambo los principales de los Q’eros, los guardianes de la tradición andina. Sería importante consultarles; solo ellos pueden evaluar a la niña.

      –¡Días atrás vimos a algunos Q’eros en Ollantaytambo Pedro! –dijo don José.

      –¿Sí? ¿Cómo puede ser?… ¡Pero no serían los Paco Runa, los «sabios», a lo que se refiere don José? Es que dentro de dos días bajan el altomisayo y los pampamisayocs –añadió don Aarón.

      –¿Qué es un altomisayo y un pampamisayoc? –preguntó don José.

      –¡Son sacerdotes andinos! –contestó don Pedro–. El altomisayo puede hablar con los apus, los espíritus de las montañas, puede ordenar y dirigir los elementos, puede hacer