Marcos Vázquez

La leyenda de Laridia


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viejo reloj indicaba que faltaban pocos minutos para la medianoche.

      —Es muy extraño –dijo Martín–. Revisamos el pronóstico meteorológico hace cinco horas y no había ninguna alerta.

      —Los de meteorología se equivocan todo el tiempo.

      Martín se sorprendió con la respuesta; su abuelo le había enseñado que las predicciones del clima resultaban vitales para cualquier viaje por el mar.

      Sosteniéndose en la mesa, Pedro abrió un cajón, tomó la pipa y se dispuso a llenarla con tabaco. El muchacho lo observaba. Solo la utilizaba cuando estaba nervioso.

      —¿Qué pasa, Abu?

      —¿Qué te hace pensar que sucede algo? –respondió mientras la encendía.

      —Te has comportado raro desde que partimos de Punta del Este. Llevamos tres días de viaje y cada vez nos alejamos más de la costa. ¿Tenemos pensado llegar a África? –en su voz había una pizca de ironía..

      Pedro soltó una carcajada mezclada con el humo.

      —¡Me descubriste!

      —¡Vamos! Hablo en serio –rezongó Martín.

      El viejo lo contempló en silencio durante algunos segundos. Pensó si sería el momento indicado para contarle lo que planeaba. Martín lo observaba con impaciencia.

      —Está bien, está bien… –lo tranquilizó–. Es una larga historia.

      —No hay problema; tenemos algo de tiempo antes de irnos al fondo del océano. –El muchacho todavía tenía ánimo para bromear.

      Apenas terminada la frase, una ola golpeó el casco de la nave y la sacudida provocó que ambos cayeran al suelo. Martín se levantó de inmediato y asistió a su abuelo.

      —¿Estás bien, Abu?

      Pedro asintió con la cabeza antes de responder.

      —Creo que vamos a tener que atarnos para dormir –dijo.

      A Martín no le gustaba la idea, pero sabía que era lo adecuado.

      Se apresuraron a dirigirse al camarote antes de que volvieran a caerse. El cuarto se comunicaba con la sala a través de una pequeña puerta de madera. Dos tablas incrustadas en las paredes servían como camas. Los colchones eran tan angostos que se confundían con sobres de dormir.

      —¡Rápido, Tin! Antes de que sea demasiado tarde.

      Solo su abuelo lo llamaba así. Toda la vida había sido el pequeño “Tin” para él.

      —No es nuestro primer temporal en el mar –protestó, mientras lo ayudaba a sujetarse con unas cintas a la cama.

      Cuando Martín se disponía a hacer lo mismo, Pedro lo tomó del brazo.

      —Antes de que te ates, necesito un favor más –dijo.

      —¿Qué favor, Abu? —Apenas podía mantenerse en pie.

      —En el piso hay una madera que tiene un color diferente a las demás –aguardó a que la ubicara–; si le das un golpe en uno de los extremos vas a notar que está suelta.

      Martín siguió las instrucciones y descubrió que la tabla se movía. Sin mucho esfuerzo la levantó. De inmediato quedó al descubierto una libreta con tapas de cuero. A juzgar por el estado exterior, imaginó que había permanecido guardada en ese sitio durante mucho tiempo.

      Se incorporó con la libreta entre las manos. Como pudo, sacudió el polvo que tenía acumulado y le dio una rápida mirada a las amarillentas páginas. Contrariamente a lo que imaginaba, nada de lo que había escrito le resultaba comprensible. Unos garabatos y extraños símbolos ocupaban las escasas hojas.

      —Ese es el motivo de nuestro viaje –dijo Pedro.

      —Ahora me vas a decir que vamos a buscar un tesoro –bromeó.

      —Algo mucho más valioso.

      Los ojos del abuelo se llenaron de lágrimas.

      Martín no entendía el por qué de la emoción, pero cuando se disponía a preguntarle, un tremendo sacudón hizo que perdiera el equilibrio y se golpeara la cabeza contra la pared. Lo último que vio antes de desmayarse fue lo que estaba escrito en la primera hoja de la libreta que cayó abierta a su lado.

      La imagen se hizo borrosa y todo se oscureció.

      2. Un velero en la montaña

      Cuando Martín volvió en sí descubrió que estaba acostado y atado a la cama. Supuso que su abuelo lo habría cargado hasta allí. No estaba seguro de si había permanecido inconsciente durante horas o solo algunos minutos. Todo en la habitación giraba sin cesar.

      Al cabo de unos segundos, notó que el velero ya no se movía. Como pudo, tratando de vencer el mareo, se paró. Apenas logró mantenerse de pie. Por un momento pensó que era por culpa del golpe, pero enseguida se dio cuenta de que el piso estaba muy inclinado, como si el barco estuviera recostado sobre uno de los lados. ¿Habrían encallado?

      Miró la cama de Pedro y descubrió que estaba vacía.

      —¡Abu! –gritó. No hubo respuesta.

      En el suelo aún estaba la libreta. La recogió y la guardó en el bolsillo trasero del pantalón. Apoyándose en las paredes se dirigió hacia la cubierta del barco. Mientras avanzaba no dejaba de llamar a su abuelo una y otra vez.

      Cuando llegó, el panorama que observó en el exterior lo dejó perplejo: era pleno día y el barco estaba encallado en una montaña de piedra a unos trescientos metros de altura. La embarcación se encontraba a mitad de camino entre la base y la cima. A pesar de ser una locura, parecía que el velero hubiera volado hasta allí.

      Se sintió abrumado. No entendía por qué el abuelo lo había dejado desmayado en el camarote y se había marchado. ¿Estaría del otro lado de la montaña? La sola idea de que se hubiese caído al mar, lo hizo estremecer.

      De inmediato la descartó. Tenía que encontrarlo.

      Volvió abajo; tomó una mochila y puso algunas cosas que creyó útiles para la búsqueda: cuerda, linterna, una bengala, un cuchillo, algo de abrigo, agua y comida.

      Antes de salir decidió probar la radio para pedir ayuda. Conocía a la perfección todos los códigos de la navegación. Quizás algún barco cercano podría escucharlo.

      —Mayday, Mayday, Mayday1. Aquí el María Bonita. ¿Alguien me copia?

      Nadie contestó al llamado.

      —Mayday, Mayday, Mayday. Aquí el María Bonita. Estamos encallados. Nuestra posición es… –buscó en los instrumentos, pero ninguno funcionaba–. ¡Diablos! –maldijo. El enojo fue tal que tiró el micrófono y se alejó rumbo a cubierta.

      Cuando estaba por salir de la cabina, escuchó una voz femenina que provenía de la radio:

      —Hola. ¿Hay alguien ahí?

      Al final de las palabras se sintieron sollozos.

      Martín corrió hacia el transmisor.

      —¿Quién habla?

      Parecía alguien muy joven.

      —Soy Maite –se oyó con voz temblorosa.

      —Maite, necesito hablar con un adulto.

      —Mi padre desapareció. No lo encuentro por ningún lado –volvió a escuchar el llanto.

      —Tranquila, Maite. Yo soy Martín –dijo–. ¿Dónde está tu barco?

      —No sé dónde estamos. Vas a pensar que estoy loca, pero creo que chocamos contra una montaña –se le escapó una risita nerviosa al final de