Marcos Vázquez

La leyenda de Laridia


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unas libretas. Estuvieron así por largo rato. Cuando terminaron, el mayor de ellos habló:

      —Tenemos que evitar que esta información llegue a manos inapropiadas o todo nuestro sacrificio habrá sido en vano –razonó en voz alta.

      —¿Cuándo podremos volver? –preguntó el otro. Sonaba desconsolado.

      —Según mis cálculos, la próxima vez que tendremos acceso a Laridia será el…

      Se detuvo y miró alrededor para asegurarse de que nadie más lo escuchara. Tomó el lápiz y escribió en una de las hojas. La giró y se la mostró.

      La expresión en el rostro del compañero lo dijo todo. No estaban hablando de días, ni quizás semanas o meses.

      —Tranquilo, vamos a volver a verlas –lo consoló.

      ¡Lo sabía!, se dijo para sí el capitán, al confirmar que le habían mentido.

      —No podemos esperar tanto –replicó el más joven–.Tenemos que buscar la forma de entrar y traerlas antes de regreso. Si pedimos ayuda…

      —¡No! –lo interrumpió el otro con firmeza. Al darse cuenta de que había gritado, bajó la voz y agregó–: ¿Y arriesgarnos a que destruyan una civilización que ha permanecido oculta de los humanos durante siglos? –hizo una breve pausa–. ¿Te das cuenta de lo que hay allí abajo? Podría representar una fortuna para alguien que no tenga escrúpulos.

      —Pero es mucho tiempo –se quejó su compañero.

      —Es la única forma de entrar. No hay nada que podamos hacer. Si volvemos en la fecha exacta, lograremos ingresar otra vez; y estoy seguro de que vamos a encontrarlas sanas y salvas. Mientras tanto, para proteger esto –señaló las notas–, una vez que arribemos a puerto, será mejor que no mantengamos contacto entre nosotros hasta que llegue el momento adecuado. ¿Estás de acuerdo?

      El otro asintió en silencio.

      El corazón del capitán latía con fuerza. Apenas podía creer lo que escuchaba. Las palabras “Laridia”, “civilización” y “fortuna”, resonaban una y otra vez en su cabeza.

      Tenía que planificar muy bien la próxima jugada. Se alejó sin hacer ruido y volvió al puente de mando. Lo mejor sería que pensaran que él no sabía nada y así, cuando menos lo sospecharan, podría apoderarse de las notas.

      No imaginaba que debería aguardar un largo tiempo antes de lograr el objetivo.

      Aquellos hombres estaban dispuestos a todo con tal de salvaguardar a sus seres queridos.

      4. La subida

      Martín quedó impresionado por la belleza de la joven que lo observaba desde la cubierta del barco. El sol se reflejaba en la larga cabellera rubia y ondulada, mientras el color de los ojos se confundía con el del océano. Vestía un jean y una remera blanca.

      Al principio le pareció que tendría su misma edad. Luego, al acercarse, supuso que sería uno o dos años menor.

      Ella no esperó a que Martín llegara hasta el barco. Cuando estaba apenas a unos pasos, dio un salto y cayó sobre el suelo rocoso. En un movimiento rápido se le arrojó encima, lo derribó y lo tomó con fuerza por el cuello.

      —¿Dónde está mi padre? –le gritó, enojada–. ¿Qué le hicieron?

      Martín no reaccionaba. Las pequeñas, pero pode-rosas manos, le impedían respirar con normalidad.

      Al cabo de unos instantes de forcejeo, la empujó con las piernas para sacársela de encima. Los dos quedaron exhaustos por la pelea.

      Cuando todavía no se habían recuperado, el suelo comenzó a moverse. Como si se tratara de un cohete en pleno lanzamiento, la montaña se elevaba hacia el cielo mientras la base emergía del agua.

      Ambos rodaron cuesta abajo.

      Por más que lo intentaron, ninguno de los dos encontró de dónde aferrarse para detener la caída. Martín, que había descendido más que Maite, hizo un esfuerzo por dejar de girar, clavó los zapatos en la roca y, luego d e deslizarse algunos metros más, consiguió quedar inmóvil.

      A los pocos segundos vio que ella se acercaba a toda velocidad. Le pareció que estaba inconsciente. Entonces, afirmó los pies en el suelo y se aprontó para sujetarla cuando pasara a su lado. Estuvo a punto de perder la estabilidad y empezar a caer de nuevo, pero lo logró.

      Martín se sentía muy asustado. Aquello no parecía un terremoto; la enorme masa de piedra se había elevado varios metros por encima del mar y una desolada playa de arenas doradas la rodeaba.

      Una isla entera acababa de emerger en medio del océano.

      De pronto, algo le tiró del brazo con fuerza. Maite había vuelto en sí y lo arrastraba hacia ella. Martín imaginó que volvería a atacarlo, pero esta vez se equivocó.

      Un espeluznante sonido, similar a un ferrocarril que frena de golpe y se desliza por las vías de acero, se escuchaba cada vez más fuerte. Miró hacia arriba y vio que el barco de Maite caía hacia la base de la montaña arrasando con todo lo que encontraba en el camino.

      Con la ayuda de la muchacha logró moverse a tiempo. Una ráfaga de viento le congeló la espalda.

      Ambos contemplaron cómo el velero se despeda-zaba contra las rocas hasta alcanzar la playa.

      —Estamos a mano –dijo ella sin mirarlo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

      Martín la observó antes de contestarle.

      —Gracias –respondió–. Me salvaste la vida, aunque debo confesarte que al principio pensé que ibas a seguir golpeándome –intentó bromear–. Soy Martín, aunque eso ya te lo dije cuando hablamos por radio. Tú debes ser Maite. ¿No es así?

      Ella lo miró y se puso a llorar como una niña pequeña. Martín se acercó y trató de consolarla.

      —No llores, por favor –le pidió con dulzura–. Cuando mi abuelo vuelva, estoy seguro de que va a ayudarte a arreglar tu barco; él es un experto en carpintería marina.

      —El barco no tiene importancia –contestó Maite, secándose las lágrimas–. Mi papá lo alquiló en el puerto antes de salir.

      Si hubiera sido el María Bonita, Abu no soportaría verlo destruido, pensó Martín.

      —No puedo encontrar a mi padre –se quejó ella–. Lo he buscado por todas partes.

      —Tampoco sé dónde está mi abuelo –se lamentó Martín–. ¿Cuándo viste a tu papá por última vez?

      —Anoche, cerca de las dos de la madrugada. La tormenta era terrible, pero él no estaba preocupado. Nos fuimos a acostar a eso de la una y media. Me costó dormirme, porque el barco se movía mucho. Desperté hoy en la mañana y se había ido. ¡Tengo miedo de que se haya caído al mar durante la noche!

      Rompió en llanto otra vez.

      Aunque se negaba a admitirlo, él también había pensado en esa posibilidad.

      —Estoy seguro de que están bien –intentó usar un tono tranquilizador–. No sé tu padre, pero mi abuelo es un viejo lobo de mar y ninguna tormenta puede vencerlo.

      —Mi papá navega desde que era muy joven y me enseñó todo lo que sé al respecto –dijo ella–. Además, es muy fuerte –se animó un poco.

      —Lo que me preocupa es esta isla misteriosa –Martín miró a su alrededor–. No está en ningún mapa y emergió en medio del océano. Supongo que nuestros barcos chocaron con ella mientras salía del agua.

      —Quizás tu abuelo y mi padre se encontraron cuando recorrían los alrededores.

      —Es posible; tenemos que ir a buscarlos. Los vamos a encontrar más rápido de lo que pensamos –dijo, sin estar demasiado convencido.

      —De