Marcos Vázquez

La leyenda de Laridia


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una broma? –preguntó algo molesta.

      —Eso quisiera –respondió Martín–. A nuestro velero le sucedió lo mismo, y lo peor es que mi abuelo desapareció.

      —¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude por favor! –Maite había decidido no continuar la conversación. Era imposible que hablara en serio y ella no tenía tiempo que perder.

      —No importa si no me crees –la interrumpió–. Voy a buscarte ya mismo. Tu barco debe estar cerca del mío; cuando me veas, lo vas a entender.

      Dejó de lado la radio y regresó a la cubierta. Tenía que averiguar qué sucedía y encontrar a Abu.

      No le resultó sencillo desembarcar. La popa era la parte que estaba más cerca del suelo. Aun así, la distancia hasta las rocas superaba los tres metros. Si saltaba desde esa altura corría el riesgo de lastimarse o de rodar montaña abajo.

      Luego de pensarlo, decidió utilizar la cadena del ancla para abandonar la nave. Si lograba bajar por allí se acercaría lo suficiente al suelo como para saltar de manera segura. Pasó su cuerpo por encima de la baranda y se deslizó hasta que alcanzó el primer eslabón. Muy despacio y con cuidado, descendió. Al llegar al final, se soltó y cayó parado sobre las rocas.

      Cuando miró hacia arriba, la imagen del imponente velero con la quilla incrustada entre las piedras lo sobrecogió. Ese barco había sido el sueño de Abu por mucho tiempo. No imaginaba la forma de volver a ponerlo en el mar para que navegara de nuevo.

      Pero no era el momento de preocuparse por eso. Primero tenía que encontrarlo, y después, entre los dos, buscarían la forma de salir de allí.

      Con la ayuda de las manos y tratando de no resbalarse, empezó a rodear la montaña.

      Luego de algunos minutos de recorrida divisó otro velero. Se dijo que tenía que ser el de Maite.

      Apuró el paso. Mientras lo hacía, decidió gritar el nombre de la muchacha:

      —¡Maite!

      Nada sucedió. Avanzó unos metros más.

      —¡Maite! ¡Soy Martín! –probó otra vez.

      ¿Y si ese no fuera el barco?

      La figura que apareció en la cubierta terminó con la interrogante.

      1 Señal de socorro, derivada del francés m'aider ("ayudenme"). Es utilizada como llamada de emergencia ámbitos como la marina mercante, las fuerzas policiales, la aviación, las brigadas y las organizaciones de transporte.

      3. El pacto

      Doce años antes, en el mismo lugar del océano...

      Un fuerte temblor sacudió la montaña de piedra.

      El barco se tambaleó con las ondas que se propagaron hacia el mar, mientras dos hombres en la cubierta contemplaban con tristeza aquella extraña formación rocosa. En pocos minutos más, habría desaparecido.

      Lo que había comenzado como una aventura en busca de un destello de esperanza, se había convertido en una increíble experiencia que los marcaría para siempre. Tan increíble que nadie los tomaría en serio si la contaran. Y, si les creyeran, pondrían en peligro lo que más amaban.

      —Tenemos que alejarnos. No podemos esperar más.

      La voz provino del puente de mando de la nave. Un hombre de unos treinta y pocos años fue quien les habló. De pelo oscuro, estatura mediana y con una barba desprolija e incipiente, portaba la clásica gorra de capitán de barco. Vestía pantalón y remera blancos.

      No obtuvo respuesta de los pasajeros. Ambos sabían que no tenía sentido esperar, porque nadie más subiría al barco, aunque en su interior, ninguno de los dos quería partir.

      El capitán no insistió. Temía que el volcán hiciera erupción de un momento a otro. Se dirigió hacia el panel de instrumentos de navegación, presionó un interruptor que levantaba el ancla y puso en marcha el motor de la nave.

      Apenas unos segundos más tarde, el barco comenzó a alejarse de la montaña.

      Mientras lo hacía, el capitán se preguntaba por qué aquellas personas aceptaban con tanta tranquilidad la pérdida de sus seres queridos. No parecía acorde con lo que le habían contado al regresar al barco. Él no los había acompañado en el desembarco ya que su misión era quedarse en la nave. No le pagaban por trepar a una montaña. Según le dijeron, fueron sorprendidos por un temblor de tierra mientras exploraban el interior del volcán. Se apresuraron a escalar hacia la cima, pero en el medio del ascenso las paredes empezaron a desmoronarse. Una enorme roca cortó la cuerda que sujetaba a las mujeres y las arrastró sin remedio hacia el vacío.

      —Es imposible que hayan sobrevivido –se lamentó uno de los pasajeros.

      El instinto del capitán le decía que esa no era la verdad. No comprendía por qué le mentían, pero se proponía averiguarlo a lo largo del viaje.

      Puso los motores a media marcha y dirigió la nave rumbo al oeste.

      En cubierta, el mayor de los dos hombres pasó el brazo por encima del hombro del otro y le habló con voz calma:

      —Era la única opción. Hicimos lo correcto.

      El compañero asintió con la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

      Apenas se habían alejado unos doscientos metros, cuando la saliente de piedra empezó a hundirse lentamente en el océano ante la atónita mirada de todos. Un remolino de agua se formó alrededor de la montaña. El capitán aceleró los motores al máximo. Debían alejarse para no ser arrastrados.

      Habían transcurrido tan solo unos minutos, cuando la montaña se hundió por completo.

      A bordo de la nave nadie hablaba.

      Ambos pasajeros miraban con asombro cómo las olas se movían de un lado al otro, y ya no se reconocía el lugar donde, instantes antes, se encontraba el volcán.

      El capitán no dejaba de repasar en su mente cómo había terminado allí. Cuando lo contrataron, le dieron las coordenadas exactas del sitio al que debía llevarlos. A pesar de que la carta de navegación marcaba que en ese lugar solo había agua, las dos mujeres insistieron en que ese era el destino del viaje.

      Estaba a punto de responderles que no, que no le apetecía permanecer tantos días en el mar sin tocar puerto, cuando vio que el mayor de los hombres, en apariencia el padre de una de las jóvenes, extrajo de un maletín una suma de dinero en efectivo que le hizo cambiar de parecer. Al fin y al cabo, qué importaba si a donde iban había tierra o agua, a él solo le preocupaba que le pagaran.

      Al principio todo transcurrió con normalidad, pero después de algunos días de viaje, se desató la peor tormenta que había vivido en el mar. La nave estuvo muy cerca de hundirse; las olas le pasaban por encima como si fuera una cáscara de nuez en medio del océano.

      Cerca del amanecer todo se calmó. Cuando salió a cubierta esa mañana, a menos de cien metros del barco descubrió que, en las coordenadas que le habían dado los pasajeros, se divisaba una enorme montaña de piedra. Se preguntó cómo era posible que las cartas de navegación estuvieran tan equivocadas. No se trataba de una pequeña formación rocosa, sino de toda una isla. Aquello representaba un peligro para la navegación. Cuando regresara a puerto, se encargaría de poner en aviso a las autoridades.

      En ese momento solo le preocupó que la isla no figurara en los mapas; no tenía idea de que unas horas más tarde la vería desaparecer.

      Mientras recordaba, no notó el instante en que los pasajeros abandonaron la cubierta y se dirigieron a los camarotes.

      Se maldijo a sí mismo. Si quería averiguar qué había sucedido, no debía perderlos de vista. El viaje de vuelta hacia el puerto le daría tiempo suficiente para hablar con ellos. Tendría que reportar la desaparición de las dos mujeres. Aunque lo que más lo atormentaba, era que nadie le creería la historia sobre