Marcos Vázquez

La leyenda de Laridia


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trepar –concluyó.

      Maite dudó. Le parecía que la cima estaba bastante lejos y el camino era muy empinado.

      Martín tomó la cuerda que llevaba en la mochila y pasó una de las puntas alrededor de la cintura de Maite. Hizo un nudo y repitió lo mismo con el otro extremo, pero esta vez se ató a sí mismo.

      —Si alguno de nosotros se cae, esto nos va a mantener unidos –dijo, y a continuación empezó a trepar por la montaña.

      La subida no les resultó fácil. El suelo era resbaladizo y bastante parejo. Salvo alguna que otra roca que sobresalía por sobre las demás, no había nada de qué aferrarse.

      Llevaban pocos minutos de ascenso cuando escucharon un grito que los hizo detenerse y alzar la vista. A escasos metros de la cima, una figura humana agitaba los brazos llamándoles la atención.

      El corazón de Maite dio un brinco de esperanza. ¿Sería su padre? Estaba muy lejos como para reconocerlo. Al parecer, se trataba de un hombre; vestía un pantalón oscuro y en la parte de arriba llevaba algo de color blanco.

      Martín no dudó. Ese no era su abuelo.

      —¿Es tu papá? –deseaba que la respuesta fuera afirmativa, pero ella todavía no lo identificaba.

      Al darse cuenta de que se habían detenido, el hombre volvió a gritarles.

      —¡No dejen de subir!

      De inmediato tomó un gancho con una cuerda y lo clavó en la roca. Cuando se aseguró de que estaba firme, ayudado por la soga, empezó a descender en dirección a ellos.

      —¿Es tu padre? –insistió el muchacho.

      —No. No es –se lamentó Maite.

      Martín se preocupó. Si no era el padre de Maite ni tampoco Abu, ¿qué hacía esa persona en la isla? ¿Estaría allí antes que ellos llegaran? ¿Y si era el responsable de la desaparición de ambos? En pocos minutos más los habría alcanzado. ¿Debían quedarse a esperarlo o tenían que escapar? No había muchos lugares a donde ir.

      —Subamos –dijo Maite.

      En un abrir y cerrar de ojos, tomó la delantera y avanzó hacia la cima.

      —Pero no sabemos quién es –protestó Martín.

      —Hace un rato tampoco sabía quién eras tú –respondió ella, con ironía.

      Martín no supo qué contestar. La decisión no le agradaba, pero no se le ocurría una idea mejor. Sin hacer más comentarios, siguió los pasos de su compañera.

      Mientras tanto, el hombre continuaba el descenso. No demorarían en encontrarse.

      Por más que lo intentaba, a Maite le costaba mucho avanzar. Tenía lastimados los dedos y algunas uñas se le habían roto. Martín no estaba en mejor situación; el cansancio y el calor del sol, lo hacían sentirse cada vez más débil.

      —¡Toma mi mano!

      La orden sorprendió a la muchacha. No había notado que estaba tan cerca del desconocido.

      Al ver que dudaba, el hombre volvió a estirar el brazo y la miró con dureza. Maite se sintió incómoda. Los ojos eran negros como el carbón, y las cejas, también negras y con alguna hebra plateada, les daban el marco perfecto para infundir temor.

      —Toma mi mano –insistió. Le habló más suave que la primera vez.

      Ella obedeció.

      Él los ayudó a aferrarse a la cuerda y, sin mediar otra palabra, comenzó el ascenso.

      —¿Podemos descansar un momento? –imploró Maite.

      —¿Quién es usted? ¿Qué hace en este lugar? –inquirió Martín.

      El hombre los ignoró y continuó con la subida.

      —No pienso dar ni un solo paso más antes de que me responda –el muchacho se detuvo.

      Maite lo imitó; ya no tenía fuerzas para caminar.

      Cuando notó que no se movían, el desconocido giró y les habló con firmeza:

      —Escuchen bien lo que les voy a decir, porque solo lo haré una vez –hizo una pausa–. Esta montaña no va a quedarse así todo el día esperando a que nosotros tengamos ganas de subir. Corremos el riesgo de que nos haga caer mientras sigue saliendo del agua. No tenemos tiempo para presentaciones. Hay que trepar hasta la cima.

      La forma en que se los dijo no dejaba lugar para negociar.

      —¿Está claro? –Se dio media vuelta y siguió avanzando.

      Maite y Martín se miraron. No tenían otra opción. Sin cuestionárselo más, siguieron los pasos del hombre.

      5. La clave hacia lo desconocido

      Cuando llegaron a la cima a Maite le costaba respirar. Martín estaba concentrado en el misterioso hombre que los ayudaba. Era de mediana edad, espalda ancha, piel muy bronceada y una musculatura que se le marcaba a través de la remera.

      Una vez que se detuvo, el individuo arrancó el gancho clavado en la piedra y recogió la cuerda.

      —Descansemos unos minutos antes de continuar –dijo, y se sentó en el suelo con los brazos apoyados en las rodillas.

      Maite se deshizo de la soga que la unía a su compañero y cayó rendida sobre las rocas.

      Martín permaneció de pie. Se preguntó cuál sería el significado de “continuar”. La cima estaba a solo tres o cuatro metros.

      Al ver que el muchacho lo miraba con desconfianza, el hombre decidió que ya era tiempo de explicarles la situación.

      —Perdónenme por cómo les hablé allá abajo, pero teníamos que movernos rápido –la voz era calmada–. Ahora podemos conversar.

      Martín se sentó sobre una roca y escuchó.

      —Mi barco, que está al otro lado de la montaña, encalló en esta isla por culpa de una gran tormenta. Cuando salí a cubierta me llamó la atención ver a dos hombres muy cerca de la cumbre.

      —¡Mi padre! –exclamó Maite, entusiasmada–. ¿A dónde fueron después de que los vio?

      —Los perdí de vista. Al principio les grité, pero no me escucharon. Luego trepé casi hasta la cima y no los encontré. Juraría que los vi entrar a la montaña… –meneó la cabeza–. En fin, ahí fue cuando los vi a ustedes. ¿Dices que uno era tu padre? –se dirigió a Maite–. ¿Y quién es el otro?

      —Puede que sea mi abuelo –respondió Martín–. Los dos desaparecieron durante la noche.

      —¿Ustedes viajaban juntos?

      —No. Hasta hace unos minutos él y yo no nos conocíamos —afirmó Maite.

      —Mmm… Qué extraño –murmuró.

      —Tan extraño como una isla que sale a flote en el medio del océano, y tres barcos chocan con ella al mismo tiempo –ironizó Martín.

      Todos se miraron en silencio.

      —Como sea –dijo el hombre. Se paró y le extendió la mano a Maite para ayudarla a incorporarse–; lo cierto es que los tres estamos atrapados en esta isla y si la montaña vuelve a moverse, podríamos caer. Tenemos que descubrir dónde están tu padre y tu abuelo y averiguar qué sucede.

      Maite y Martín estaban de acuerdo.

      —¿Cuál es el plan señor…? –preguntó Martín.

      —Carlos –contestó–. Y no me digan señor ni me traten de usted. ¡No soy tan viejo! –esbozó una sonrisa burlona–. El plan es comprobar si existe alguna forma de ingresar a la montaña. De lo contrario, no sé a qué otro lugar habrán ido a parar esos hombres.