Vlady Kociancich

La octava maravilla


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      Pero, aunque sacudía la cabeza como si quisiera quitarse de encima la impresión de mi ruina moral, marchó a buscar las ginebras.

      Paco hizo un gesto de que continuáramos. Dios, cómo necesitaba contarle. Pero la escena me había dejado exhausto. Prendí un cigarrillo para darme tiempo. Después de Ceferino Namuncurá y Adiós Muchachos no es fácil encontrar el tono apropiado para una confidencia. Temía enojarme de nuevo. Y total, para qué.

      Paco esperaba, atento.

      –Estarás preocupado si tomás tanto. Vas por la tercera ginebra.

      –El que se tomó tres fuiste vos –dije cansadamente.

      –Da lo mismo. En cultura alcohólica no aprobaste ni jardín de infantes. Aunque puede ser que no te venga mal.

      No dije nada. Se inclinó sobre la mesa y acercó la cara, bizqueando aceleradamente.

      –Oíme, Paradella. De verdad, ¿qué miércoles te pasa?

      Pensé: “Si le cuento lo de la pesadilla en la terraza, no me creerá; si me cree, me tomará por loco; si no le cuento, por estúpido”.

      Los ojos azules, redondos y brillantes de curiosidad, clavados en mí, a la expectativa, me hicieron sentir como al actor de reparto que cae por accidente bajo los reflectores destinados al protagonista. No recordaba mi papelito; me confundía una escena de lluvia, viento y metamorfosis. Dije lo primero que se me ocurrió:

      –Un paso en falso y se pierde todo.

      Hubo un largo silencio. Paco levantó su vaso y lo miró al trasluz. Estaba vacío, pero se lo llevó a los labios e hizo correr el hilo de unas gotas. A mí me daba vueltas la cabeza. Para frenar el mareo, tomé el resto de la ginebra.

      –No sos muy claro –dijo.

      –No –admití.

      Había dos planos en mi angustia. Elegí el que me dejaba menos solo.

      –Esperan demasiado de mí. Victoria, los viejos, la familia. Y yo no quiero lastimarlos. No quiero lastimar a nadie. Por nada del mundo.

      Se rio suavemente, entre dientes, mientras sacudía la melena roja y hacía girar el hielo en el vaso.

      –¿Vos? ¿Lastimar a alguien? ¿Justamente vos?

      –¿Por qué justamente yo? ¿A vos no te importan las ilusiones de tu gente? ¿No te importa amargarlos?

      Me miró con honesta sorpresa.

      –¿Yo?

      –Sí, vos.

      Se echó a reír a carcajadas.

      –Nadie se hace ilusiones con este señor. Nadie espera que triunfe o gane plata –con el pulgar se señaló el pecho–. Yo soy un intelectual –dijo.

      La respuesta me dejó boquiabierto. O por ahí fue la quinta ginebra, que le dio su carácter de mágica iluminación. Vi claramente, entendí todo.

      –Me salvaste la vida –dije.

      Le agradecí efusivamente, le pedí que cambiáramos de tema. Se encogió de hombros, no insistió.

      Yo había encontrado la digna, la única salida. Nadie lloraría sobre el cuerpo desgarrado del pobre cazador, nadie mataría al tigre. No había necesidad de destruir los campamentos, los fuegos, los tambores. El mero tigre no saciaría la sed de gloria de Alberto Paradella. La mira de su rifle apuntaría a un animal del que sólo se tiene referencia por boca de seres aún más raros que la pieza cobrada: el incapturable unicornio.

      Eso sí, un paso en falso y todo lo perdía. Aquella misma noche empecé a mentir.

      9

      La desesperación estimula el ingenio.

      Hoy la mentira me parece extraordinaria. En esos días de irresolución y de pánico no fue, sin embargo, más que una escapatoria pedestre. ¿Cómo se me ocurrió? Mirándome al espejo.

      De pie frente a la luna del ropero, durante largas noches en las que me era imposible dormir, me estudiaba. Trataba de decir, con soltura, con insolente desparpajo, como Paco Stein:

      –Soy un intelectual.

      Nadie me creería. Ahí, bien clara en el espejo, estaba la viva imagen del ominoso abogado.

      –Soy un intelectual.

      Lo decía en todas las posturas. Y me deprimía inevitablemente. Ni con la mejor voluntad daba para más que el doctor en leyes. Y eso si mantenía cada músculo de la cara en su sitio, porque en cuanto me movía un poco, aparecía el segundo personaje a elección: el cirujano joven, de paso atlético, que enarbola una sonrisa robusta en el pasillo del hospital, de ida hacia el quirófano o de vuelta de un cadáver irresponsable.

      –Si algo te falta, pedazo de idiota –me decía tristísimo, en voz alta, porque a la semana ya hablaba solo–, es el physique du role.

      El muchacho del espejo proclamaba a gritos una buena salud, un temperamento equilibrado, una naturaleza imperturbable. Ese cuerpo estaba tan bien hecho para circular sedosamente por las trivialidades organizadas de la existencia como la hormiga por el hormiguero. ¿Dónde introducir la resquebrajadura intelectual, el traspié genético?

      Arrugaba la frente, fruncía el ceño, sonreía de lado, amargo, cínico, feroz. Era inútil. Por más que me torciera, encorvara y gesticulara, seguía ofreciendo el mismo aspecto de chico sano, simpático, sin imaginación alguna. Ni anteojos podía inventarme; tenía una vista de águila.

      Una noche, mientras me miraba en el espejo, vi por primera vez la biblioteca que había en mi dormitorio. Era realmente escasa –unos estantes de madera que preparó y nunca concluyó mi padre– y en ella no guardaba los libros de texto sino los que me gustaba leer. En el espejo, detrás de mi deplorable imagen, la biblioteca reflejada parecía más grande. Pensé en un dique, con los libros como ladrillos bien ensamblados. Sin darme vuelta, saqué el paquete de cigarrillos y el encendedor. Las manos me temblaban.

      Ahí, de pie, fumando entre la doble biblioteca, como un hombre que espe­ra su tren en la estación, esperé. El tren llegó, me trajo la solución y la partida.

      A pesar de mi handicap anatómico, yo era (en términos de Villa del Parque), un ávido lector. Leía mucho, pero de una manera que no me ponía en evidencia. Quiero decir que no se me notaba, como a Paco, la frecuentación de los libros. Jamás comentaba mis lecturas y carecía de esa habilidad de gimnasta para la pirueta crítica que admiraba en mi amigo. Leía sólo para mi placer y secretamente. Pero si callaba no era por vergüenza; me faltaban opiniones comunicables.

      Mi relación con los libros fue siempre un contacto individual, cada uno de ellos una casa en la que entraba, me alojaba un tiempo, salía, cruzaba la calle, tocaba el timbre de otra puerta. Esa noche, con bastante asombro, comprendí que, casa por casa, había vivido en un barrio y que el barrio, aunque parezca raro al que se cría en él, forma parte de una ciudad, así como la ciudad forma parte del mundo.

      –¡Libros!

      El abogado del espejo me entendía: no hablaba de los bloques de piedra del Derecho Constitucional, ni de ninguno de sus parientes.

      La literatura es el arte de los pobres. Una madre generosa que no hace distingos entre hijos legítimos y bastardos, que pide menos de lo que da y soporta a pie firme la negación y el abandono. Que mi biblioteca personal fuera modestísima, mi familia iletrada, mi trato con la literatura distraído y tartajeante, no me descalificaba para el salto a ese amplio regazo. Los libros no exigen árbol genealógico, intermediario ni instrumento; no hacen preguntas, no toman examen. Si uno aprendió a leer, descubre que no necesita más que las ganas. En todas partes, polvorienta, mustia, descorazonadora pero disponible, hay una sucursal de esta Legión Extranjera de las Artes, donde enrolarse cuesta el gesto.

      Yo no podía anunciar “Soy un