Vlady Kociancich

La octava maravilla


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con todo el mundo y el número de sus amigos, un hombre tímido.

      Sé que ha muerto. Pero hay tantas cosas que parecen desmentirlo. El olor de la madera fresca, recién cortada y sin barniz; las óperas de Verdi que todavía oigo, silbadas floridamente por mi padre, en las mañanas del domingo, cuando los domingos eran los de la infancia, una fiesta; en la mesa de una librería de viejo, un reseco ejemplar de Más allá, su única lectura, me devuelve su cara absorta y feliz; una mano ancha y tosca de obrero, vista en un colectivo, recupera la suya, y hasta creo oler la mezcla de azúcar y limón que frotaba en la piel callosa, en el guante de cuero que el trabajo había calzado en su mano íntimamente delicada, lenta en llegar a mi mejilla, avergonzada de rozarme con su aspereza.

      Alzó los ojos y me miró, perplejo.

      Tartamudée:

      –Hay perezas y perezas. No es que no quiera dar las últimas materias. Se trata…

      Para escucharme, suspendió el ir y venir de la lija sobre la madera. Solía hablar y trabajar al mismo tiempo, con armoniosa sincronización.

      Bajé la vista. Me había sentado sobre el banco de carpintero, como cuando era chico y le contaba historias del colegio o del club. Me sentí chico y estúpido. Hubiera querido enterrar la cabeza en la montaña de viruta que había a mis pies. Pues bien, no era un chico. Debía mirarlo cara a cara y decirle, cara a cara, que los años de facultad, el abogado de la familia, corrían hacia el mismo destino que esa viruta. Se necesitaba coraje. No lo tuve. Salté del banco de carpintero, me sacudí la ropa.

      –No me hagas caso. Estoy chiflado. Los nervios del examen, sabés.

      Abrió la boca, asombrado y curioso. No dijo nada. Extendió la mano hacia mi cara y en el mismo movimiento la retiró.

      –Yo no sé –dijo–. Yo no sé.

      Buscaba alguna palabra. No la encontraba.

      –Si no te gusta… Yo no sé…

      Se miró la mano. Tenía un raspón fresco y lo estudió atentamente, palpando la raya de un rojo pálido, que cruzaba, fina y recta, la dura piel.

      –¿Es para tanto? –preguntó, inesperadamente.

      Recordé la pesadilla, la visión en la terraza, de algún modo ligadas a la desazón de recibirme. Pero ahora me encontraba ahí, en la carpintería, el sol entraba por la ventana, un río correntoso con todas las chispas del polvo de aserrín y todo el perfume de árboles aún frescos, no llovía, no era de noche, era inconcebible que mi padre tuviera que morirse un día, que yo, tan bien anclado en esa madera de Villa del Parque, emprendiera los viajes y en uno de esos viajes la película, Francisco Uriaga y la soledad del regreso. Mi padre repitió:

      –¿Es para tanto, Alberto?

      –No, no es para tanto –contesté.

      Como ven, fracasé con Victoria, con mis padres, con las tías, con los primos (ni al más rencoroso pude alistar en mis filas), con los amigos.

      No soy dado a las confidencias, pero una tarde, en el Café Juncal, le dije a Paco Stein que recibirme de abogado equivalía a una suerte de suicidio. La exageración, impropia de este muchacho sano y equilibrado, lo so­bresaltó.

      –Pero che.

      Y ahí nomás llamó al mozo y pidió otra vuelta de ginebra.

      Porque era Paco Stein no saltó al ruedo, como los otros, para explicarme que esa obsesión se sustentaba en mi modestia. Cuando no hablaba, sabía escuchar y me escuchó.

      Por ahí, el empecinamiento que ponemos los porteños en decir escucho por oigo, nace de la realidad. Escuchaba, pero no me oyó.

      Claro, también yo era (aunque no me había sucedido Berlín), el mismo que soy ahora, con ese pudor que me hace dar vueltas y vueltas antes de contar la historia, el que acumula datos y razones para escudarse de toda sospecha de inverosimilitud o de injusticia. Fui minucioso en los detalles. Extraje cada pequeña pieza de mi angustia, armé un complejo mecanismo. Todas las piezas, menos una: la pesadilla en la terraza. ¿Y qué podía oír Paco sino el monótono tic-tac?

      –Veamos –dijo–. El correcto Alberto Paradella imagina que no le saldrán bien los deberes que le mandó la señorita. Imagina que en lugar del diez de costumbre, le van a poner ocho. Se agarra la cabeza, se desespera. ¿Voy bien?

      No. Pero siempre he estado dispuesto a pensar lo peor de mí. Asentí vagamente.

      –Luego, no quiere rendir examen. O le ponen diez, o se retira del establecimiento.

      Con toda la buena voluntad que suelo poner en la admisión de mis defectos, la calificación de necio me ofendió. Para no contestarle de mal modo (al fin y al cabo le había pedido un consejo, al fin y al cabo tenía la obligación de ser franco conmigo), sacudí la cabeza lentamente.

      –No exageres –murmuré.

      –¡Pero dejate de jorobar! Un tipo como vos, con un currículum que te envidiaría Ceferino Namuncurá, preocupándose por el futuro.

      –¿Lo de Ceferino lo decís porque tenía visiones?

      –Nop. Porque lo adoran los pobres de espíritu. Ver, me parece que no veía nada. Pero sabés como es en la universidad religiosa con los trabajos prácticos. Optativos, el milagro, la visión o la voz celestial. Te bochan en una de éstas y sonaste. Al fichero a hacer cola beata, esperar el acomodo. Alguna visión tendría. ¿Por qué? ¿Vos no tendrás visiones? Si hablas así del futuro…

      –No. El futuro no.

      A ciegas busqué un término más adecuado. Tropecé con uno. Lo dije. Paco se echó atrás en la silla, silbó admirativamente. Luego, marcando el dos por cuatro con el vaso, se largó a canturrear: “Contra el destino, nadie la talla, se terminaron para mí todas las farras…”

      El grito que pegué le cortó la sonrisa, el tango y el compás.

      –¡Mozo!

      El gallego se acercó trotando entre las mesas. En su cara peleaban a puño limpio el furor de que alguien lo llamara mozo, en vez de Manolo (o en su defecto, se lo atrajera chistando, agitando la mano, a guiños), y el asombro de que ese insulto proviniera de mí.

      –¡Mozo! –gruñó, metiéndose la bandeja bajo el brazo, como para cuidar el lado expuesto a mi ataque de locura–. ¡Mozo! Que mozo sea. Aquí está el mozo, señor, y orejas no le faltan. Malo cuando al de buen oír le gritan.

      Tal vez, bajo mi carácter apacible escondo a un iracundo. Tal vez, aquellos que parecen enojarse fácilmente poseen un enojo ficticio, un tic más o menos errático alrededor de la furia, y se asustan cuando ven una de verdad. El gallego y Paco me miraban escandalizados, pero con respeto. No me podía ver la cara, pero me di cuenta de que me costaba hacer pasar la voz por la garganta.

      –Dos ginebras. No tenés derecho.

      Manolo dio un respingo.

      –¡Cómo que no tengo derecho!

      –Pero callate, gallego, que no es con vos –dijo Paco–. El que no tiene derecho aquí soy yo. Derecho a qué, pregunto.

      –¡Derecho a gritarle a uno! Lo que hay que ver y que me quede ciego. Era así (Manolo marcó una altura de medio metro con la bandeja) y ya holgazaneaba en el Juncal y ahora mozo. ¡Mozo! Y uno a servirle que para eso está. Pero que no hay derecho, veréis si no hay derecho.

      Cualquier cosa nos aguantaba el gallego y su paciencia, a lo largo de tantos años de doce horas diarias en el café, se había solidificado en estratos de diversas eras. Resultaba imposible horadar esa corteza sin desenterrar fósiles de anécdotas, respuestas darwinianas que caían con sumaria violencia sobre nuestra presuntuosa juventud, pero lo llamábamos mozo y se le volaban los pájaros junto con la soberbia autoridad que le daban el oficio y la experiencia. Fue esa rabia lo que me calmó. Como un espejo, me mostró la mía.

      –Está bien, Manolo –dije,