Vlady Kociancich

La octava maravilla


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      Hacía esas cosas con frecuencia y espontaneidad y uno se reía y secre­tamente envidiaba su falta de pudor, de ese viril sentido del ridículo que nos enorgullecía y nos amargaba la vida al mismo tiempo. Pero esta vez enrojecí y lo odié. Fue apenas un instante porque Victoria no lo festejó, porque no se soltó de mi mano y porque Paco, loco y todo, ya decía generosamente:

      –Oh, sí, Alberto Paradella, un gran amigo, un gran deportista. Aquí donde lo ves, Victoria, con esa cara de pavo, es el orgullo de Argentinos Juniors.

      –¿Ah, sí? –dijo Victoria.

      Y por fin desprendió la mano y se echó el largo pelo hacia atrás en un movimiento de tan felina delicadeza que casi me hizo llorar de ganas de abrazarla.

      –No lo dudes, Victoria. Donde lo ponen a Alberto hay lucimiento. Composición. Tema: La vaca. Te explico. Es el sujeto de toda oración admirativa. Tema de ejercitación literaria, modelo de párvulos, tortura de infelices. En el cuaderno de premios, nunca está ausente. Nuestro mejor arquero, la estrella del juvenil de básquet…

      ¿No se le iría la mano? ¿No había un tono burlón en tanto elogio? ¿Y si a ella no le gustaba el deporte? Iba a decir que ya no jugaba al básquet cuando la oí exclamar, los ojos iluminados por un súbito interés:

      –¿De los que tiraron la biblioteca al agua?

      –Nop.

      La teoría de Paco de que la negación castellana era débil, había creado ese nop, que imitaba medio Argentinos Juniors y por lo menos un tercio de la población joven de Villa del Parque. Cuando uno quería mostrarse categórico, irrevocable y además finamente escéptico, usaba el nop de Paco Stein.

      –Fue el año pasado, querida, antes de que los Juveniles de Básquet se convirtieran en vulgares delincuentes juveniles, como dice nuestro desconsolado, culto presidente. Ahora Alberto juega al ajedrez.

      Por los ojos verdes pasó una sombra.

      –¿Al ajedrez?

      Paco saltó al rescate.

      –Momento, aclaro. Ahora es nuestro campeón de ajedrez.

      La carita se reanimó.

      –Ah –dijo.

      Si Paco había albergado alguna ilusión con respecto a Victoria, nunca me enteré. Seguramente, en el transcurso de aquella presentación que le costó la chica más linda que vimos en Villa del Parque, miró bizqueando cómo nos mirábamos, supo que todo estaba decidido, y con esa agilidad para adaptarse a los acontecimientos que maravillaba a sus amigos, se aplicó a elogiarme ante Victoria.

      Yo estaba demasiado feliz para agradecérselo. Cuando esa noche, en el Café Juncal, lo arrinconé en la mesa, lo acribillé a preguntas sobre la mujer de mi vida, se mostró, en cambio, extraordinariamente parco. No pasaba de suministrarme meros datos de filiación –la casa, la familia, los estudios–, el modestísimo currículum de una muchacha de esa edad. Con la sed de los enamorados, insistí en que me hablara de ella. A nuestro intelectual, nuestro psicólogo, nuestro hombre de mundo, le pedí una opinión.

      En esos días tomaba solamente café. Bizqueó inclinado sobre la taza, bizqueó concentrándose en la cucharita. Tardó en contestar y su respuesta, una perogrullada, me decepcionó.

      –Es muy linda –dijo.

      Y luego, bizqueándome en la cara, creó esa frase que a lo largo de los años que siguieron, por aplicación sabia y reiterada a casos que no podían ser esclarecidos mediante la razón, a situaciones que exigían prudente silencio, a descubrimientos penosos o a la llana perplejidad, se convertiría en su tarjeta de identificación.

      –Este mundo es muy raro –dijo.

      Lo perdoné porque me había alabado tanto delante de Victoria. Lo perdoné por la recolección de ah, esos ah de Victoria que probaban que yo le gustaba, que me quería. Cómo iba a sospechar que aquellas concisas, suspiradas exclamaciones, los ah emitidos esa mañana en el club, después en casa, cuando mi madre sustituyó a Paco en los elogios, después en la puerta de la facultad, cuando le comunicaba la nota de un examen, no eran sino la campanilla de una caja registradora que acusaba el ingreso de moneda. Moneda que hacía circular Victoria entre su propia familia, amigos y conocidos, con la prepotencia y la vulgaridad de un nuevo rico.

      Lo supe aquella noche en una vereda de Flores, a la vuelta del cine, en su respuesta a mi pregunta: “Imposible”.

      Me dije: “Victoria no me quiere. Para estar solo, mejor cortar ahora, separarse”.

      Largamente contemplé su rostro buscando la palabra mordaz, el tono duro. Entonces, mientras la miraba, vi el enojo que empezaba a ensombrecerla, recordé que los nefastos ah me habían garantizado la frecuencia de sus besos, de su sonrisa. Imaginé la vida sin ella. Imposible. La vida con ella pero sin título de abogado. Imposible. Su orgullo la haría volverse a otro proveedor de indispensables ah.

      Justo en el límite, a punto de perderla, atiné a abrazarla, a prometer:

      –Era una broma. No te enojes, Victoria, era una broma.

      –Ah –dijo.

      Cerró los ojos y me ofreció la boca.

      7

      Poco antes de recibirme empezaron las pesadillas.

      Para alguien que siempre ha dormido bien o tiene sueños agradables, despertarse en mitad de la noche sudando frío, pasarse la otra mitad tratando de interpretar un sueño tan absurdo como aterrador, es un hecho que puede cambiarle la vida. Y cambió la mía.

      Una de aquellas terribles noches, sin verdadera conciencia de lo que hacía, salí al patio, trepé la escalera a la terraza. Pleno invierno, yo en piyama, con una manta escocesa como abrigo, sujetándola alrededor del cuello, subiendo esa escalera. Mi naturaleza es friolenta, desconfío de la oscuridad, pero ahí estaba, en la proa del balcón, aterido, cacheteado por el viento, bajo una llovizna de hielo.

      Miraba el barrio que dormía y yo insomne, cuando sucedió. Me refiero a que la pesadilla que me había echado de la cama apareció ante mis ojos bien abiertos.

      Casas y árboles oscilaron con el leve temblor de una película sumergida en el líquido que la revela. Un instante ondularon los techos. Las pocas luces encendidas (un farol, una ventana abierta), se apagaron y prendieron en posiciones diferentes. La calle abajo zigzagueó, se derramó de su cauce, volcó a la izquierda, pasó el bulto cuadrado de la esquina y desembocó en la gran avenida iluminada que no era Nazca. El retumbar de un trueno me aturdió. No había tormenta. Sólo viento y agua. El trueno era el paso de un tren por un puente de hierro, sobre mi cabeza. Pensé, aterrado: “La estación está lejos, qué puente, dónde, por qué arriba”. El silencio que siguió a esa ráfaga de estruendo, se ahondó en nuevas convulsiones del barrio. Desgajado, hostil, no era Villa del Parque.

      Bajo la lluvia, algunos trazos se afirmaban. Sentí tanto miedo como fascinación y me incliné aún más, aplastada la cintura por el parapeto de cemento del balcón, para ver bien la imagen que brotaba en aquella inesperada fotografía.

      Negro, gris, trémulo, ajeno, vi otro barrio. Una calle, una puerta en una casa, un cartel con letras rojas que no pude leer, un baldío o tal vez un gran patio desierto, y entre las sombras, el círculo de un faro remoto que me buscaba en la noche y la lluvia, que aumentaba velozmente de tamaño a medida que se acercaba a mí. Primero fue una luz amarilla, luego un remolino de colores intensos, y por fin el rostro desconocido de un hombre que movía los labios silenciosamente. La visión se estremeció de pronto. Villa del Parque y aquel negativo que no concluyó de revelarse, desaparecieron borrados por algo tibio que me cubría los ojos.

      Eran lágrimas.

      La encontré el viernes y hoy es lunes. Se irá a las nueve, dijo.

      Todavía era noche cuando me escurrí de la cama. Cerré la puerta del dormitorio,