Vlady Kociancich

La octava maravilla


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escribiendo.

      Nunca había hecho un dibujo que llamara la atención de la maestra o de la mamá; cantaba desafinadamente. Pero tenía (como el noventa por ciento de la población alfabeta), mi pasadito de escritor: las composiciones de la primaria, la retórica de almanaque y la cuerda sensiblera, ejecutadas primorosamente en la secundaria, plus las cartas que me elogiaba Victoria y cuyas cumbres poéticas eran un dócil calco del mapa literario español. En cuanto a mi cultura, todo el mundo sabía que Paco Stein me prestaba libros y que, casi tan regularmente como a Argentinos Juniors, desde muy chico concurría a la biblioteca pública que quedaba más cerca, la Miguel Cané. Como si eso fuera poco, había estudiado inglés y podía leer, a los tropezones, el francés raso de los libros de texto.

      Arrimé una silla al espejo y me senté a pensar. Juro que me vi en la cara una sonrisa astuta.

      Suponiendo que un imaginario fiscal me acusara:

      –Usted es un abogado de tres al cuarto. No adelanta, no gana, las mujeres lo dejan, no se compra la casita en el Tigre, no hace el viaje a Europa, no se aplica, se me distrae.

      Yo, suelto, invulnerable, respondería:

      –Estoy escribiendo.

      Y le cerraría la boca.

      Ah, el gerundio salvador. El presente continuo del verbo escribir. Lo había visto en acción en la facultad, esgrimido por condiscípulos que fracasaban en sus exámenes, por muchachas inteligentes y feas. Lo había visto en un café que frecuentaba Paco, en boca de un tipo al que le ofrecían trabajo. “Perdóname, pero estoy escribiendo.” Efecto mágico: instantáneo silencio, asentimiento respetuoso.

      –Cuidado. El tiempo del verbo es fundamental –dije al inocente muchacho del espejo.

      Nunca escribo, fanfarronería que exige un pasado de artista cachorro y yo no había emitido ni un ladrido vocacional. Tampoco escribí o he escrito, porque producen en la gente la alarma de la campanilla que agitaba el leproso en la Edad Media: hasta el más lerdo intuye que precede a la lectu­ra del manuscrito fresco. Ni ebrio ni dormido anunciar escribiré, que induce al descreimiento inmediato.

      –Estoy escribiendo.

      Y claro que me perdonarían. Porque a la vez que nadie siente curiosidad por la obra en progreso, nadie puede tampoco resistir el hechizo que emana de su comunicación pública: la promesa del genio sustentada, paradójicamente, en el alivio de no tener una sola prueba de su existencia.

      A ese templo corrió a buscar asilo el acosado pero responsable Alberto Paradella.

      10

      Si hubiera tenido más tiempo para reflexionar, no lo habría hecho. Me refiero a que el cuidadoso estudio de la estratagema ocupó todas las noches en que no iba al cine con Victoria, estudiaba o dormía. Porque dormía. La pesadilla, tal vez borrada por la práctica delante del espejo, desapareció, y con la ingratitud que otorga el alivio, no volví a preocuparme por alucinaciones ni sueños. Tampoco me pregunté si sería capaz de la mentira. Sim­plemente, noche a noche, pulía mi juego solitario, mientras día a día sorteaba, desgana­do, las incomodidades de la realidad. Uno de esos días, misteriosamente, me recibí.

      La fiesta de celebración arrancó de mí el gesto que nunca hubiera par­tido de la pura voluntad. Mis recuerdos más vívidos de esa fiesta abarcan dos etapas: una infinita tristeza primero, una loca borrachera después. Nadie advirtió ninguno de esos estados. Desgarrado de pena, me las ingenio para sonreír; borracho, conservo la insufrible máscara de mi sensatez.

      En el patio, bajo la parra, se había tendido una mesa muy larga, armada con tablones y caballetes. Los blancos manteles de festividad, bordados por la mano hábil de mi madre, apenas alcanzaban a cubrir la madera. Esos manteles casi me hicieron llorar.

      –Mortaja para un muerto en pie –se dijo el flamante abogado, mientras se servía una copa y miraba a su alrededor.

      Tías, primos, la familia completa. Victoria, lindísima, trajo también la suya. Los compañeros de facultad y los muchachos del club. Paco Stein, que correteaba, conciliador, de uno a otro bando de las amistades y los parientes que deponían armas por una noche. “En presencia del muerto”, pensé, “postergan sus vendettas”. Y la actuación de los invitados no se apartaba mucho, en realidad, de la bondad prefabricada que opera en los velorios.

      Aborrezco las fiestas, esas cuerdas flojas de las que siempre alguien cae al vacío. Pero me homenajeaban, era el esfuerzo de quienes me querían, y fingí estar contentísimo, disimulé fervorosamente mis aprensiones acerca del futuro, hasta olvidé la mentira que iba a infligirles. Para no aguar la fiesta, tomé enormes cantidades de vino.

      Pasó la cena. Atiborrados de comida y de alcohol, bullíamos en el patio. Llegaron los postres y con ellos el brindis.

      No. No fue el vino. No del todo. Fueron los aplausos, los gritos, el verano y la celebración. Rostros acalorados y risueños se volvieron a mí. Me maldije. “¿Por qué no me alegro? ¿Qué me cuesta? No tengo sensibilidad, no tengo corazón.”

      –¡El discurso! ¡El discurso!

      –Sí, que hable Alberto.

      –Silencio, que va a dirigirnos la palabra el doctor Paradella.

      –No te hagas rogar, che.

      –Mira qué rico. Se pone colorado.

      Mi gente, mis amigos, Victoria. Se me hizo un nudo en la garganta. Los quería mucho y ese amor era recíproco. Me puse de pie, emocionado, mareado, casi lagrimeando por la conciencia de ese gran amor y por el vino que empezaba a manifestarse. Me dije que no había hombre más afortunado en el mundo y comencé a hablar.

      –Estoy escribiendo.

      Hablé para mi madre: nada del joven creador, peleando con sus fantasmas a puertas cerradas mientras se enfría la comida. Oh, no, madre, aunque estoy escribiendo, me portaré siempre muy bien. Hablé para Victoria: boda y tranquila prosperidad. Sí, Victoria, estoy escribiendo, pero detrás de un gran artista hay siempre una gran mujer. Hablé para mi padre, que no entendió el guiño cómplice y sacudía perplejo la cabeza: me emplearía, padre, en un estudio jurídico, porque me niegan la carpintería. Para mis amigos: defiendo, muchachos, el ganapán y la vocación. Porque estoy escribiendo.

      Hablaba seriamente, mientras luchaba por contener la risa y me agarraba a la mesa para no perder el equilibrio, estimulado por la atención despavorida de quienes no habían querido escucharme. Gozaba anticipadamente el alivio que tendrían que disimular, pasado el susto. Tanto ensayo delante del espejo me permitía apartarme de la escena y pensar: “Les ofrezco una doble vida. Si algo falla, ¿a quién van a reclamar? ¿Al abogado? ¿Al escritor? A medias van a hacer su trabajo. Pero uno de los dos personajes no existe. Ese es el broche de oro”.

      Ya estaba describiendo la obra. Me pareció sumamente gracioso castigarlos con una novela, empresa de largo aliento, que puede llevar muchos años, toda una vida. Mi broma, nacida del amor y de la falta de coraje para matar al abogado, era la despedida a noches de imaginaria astucia, noches en que los guardiacárceles me dejaban cavar hasta extenuarme pero aguardaban del otro lado del túnel. Y la dejé crecer en el silencio y la sorpresa para disfrutarla un poco más, antes de aclarar el discurso, antes de aplicarme, dolorosamente, a ser un abogado de éxito. Pero de pronto, mis ojos se cruzaron con los de Victoria. Esa mirada verde brillaba tanto que creí que ya iba a echarse a llorar y me alarmé. Si no me apuraba a confesar el chiste, en vez de aplausos recibiría el merecido reproche de mis prójimos.

      –Victoria, querida, voy a explicarte. Yo…

      No me dejó seguir. Dio un gritito y corrió a arrojarse en mis brazos.

      –¡Un escritor! ¡Mi Alberto un escritor! Mamá, papá, Alberto está es­cribiendo.

      Mis suegros:

      –Qué te dije. El muchacho es inteligente.