que apoyarse en la inteligencia para avanzar más y más, gradualmente. Con ayuda de la inteligencia se puede alcanzar la intuición, que es un estado supramental. La meditación es el único medio, es la llave que nos permite abrir la puerta de acceso a la supramente y, mediante ella, trascender la inteligencia común para establecernos en este estado supramental.
El conocimiento interior es en parte racional y en parte intuitivo. Hay un proceso de actividad y uno de pasividad. Actividad en tanto que hay que buscar; pasividad en tanto que hay que esperar la autorrevelación del yo superior. Cuando actividad y pasividad están perfectamente combinadas, aceleran el descubrimiento interior.
La quietud interna es altamente deseable. Ella nos sitúa en contacto con los planos profundos del ser y renueva toda nuestra existencia. Cuando le pregunté a Swami Krishnananda qué era lo más recomendable para obtener la quietud interna, respondió:
Entender la naturaleza del Universo como un ser real. En el mismo momento en que el practicante comprenda eso de veras, en toda su profundidad, la mente se concentra de forma automática, la agitación mental cede, la quietud es un hecho.
La quietud interior no sobreviene gratuitamente. Hay que buscarla. Aunque hay personas más predispuestas hacia la quietud, para desarrollarla en máximo grado se requiere un entrenamiento adecuado. Además, es necesario descubrir los elementos perturbadores o que dificultan esa quietud interior. Si la persona permanece sojuzgada por toda clase de apegos, la quietud es imposible. La más sólida quietud interna sobreviene cuando el individuo se ha establecido en el desapego. Solo entonces no hay nada que temer, ni nada que perder. La persona aprende a permanecer ecuánime y ser ella misma. Esa quietud puede mantenerse incluso en momentos de febril actividad, porque el yogui se ejercita en el difícil arte de ser activo en la inacción y pasivo en la acción. Mediante un esfuerzo vigoroso y constante por ganar la serenidad y sostener la ecuanimidad, el practicante va conquistando un estado interno imperturbable, a pesar de las circunstancias que tienden a desestabilizarlo. Dicho estado resulta sumamente plácido, pero su gran poder reside en que hace posible la percepción de la presencia pura del Ser mediante la neutralización de las impresiones subliminales del subconsciente. Cuando los procesos mentales son inhibidos y el apego mitigado, entonces lo más genuino de uno comienza a manifestarse. A través de esa esencia –como quiera que se la denomine– sobreviene un sentimiento de unidad con la totalidad y se trascienden las tendencias insanas. Sabias palabras las de la Isha Upanishad:
Mas quien ve por doquier el yo en todas las existencias y todas las existencias en el yo, de allí en adelante no se sobrecoge ante nada.
Desde tiempos inmemoriales, el yogui a valorado aprender a estar en silencio y quietud consigo mismo, porque cuando el pensamiento cesa, se revela la luz del ser, y cuando la mente se acalla, la esencia se manifiesta. Por eso, aprender a desidentificarse de los pensamientos para poder residir en la naturaleza real o el Sí-mismo ha sido una constante en la dilatada historia del yoga. La persona se inunda de un torrente energético de bienaventuranza y quietud sublimes al no interponer las corrientes psicomentales entre sí misma y su esencia. La Kaushitaki Upanishad nos orienta:
No es el habla lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al que habla.
No es lo visto lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al que ve.
No es el sonido lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al que oye.
No es el pensamiento lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al pensador.
Cuando la persona reposa en sí misma –silenciada la mente y desplazada la atención al origen del pensamiento–, conecta con otra realidad de ser y se experimenta un estado de dicha indescriptible al lado del cual cualquier otro palidece. Son palabras de la Maitri Upanishad las que nos dicen:
Las palabras no pueden describir el gozo del alma cuya escoria se ha depurado en profunda contemplación, pues se ha unificado con su Atman, su propio espíritu. Solo los que sienten ese gozo saben lo que es.
Así como el agua se unifica con el agua, el fuego con el fuego y el aire con el aire, así también la mente se unifica con la mente infinita y así alcanzará la Liberación.
Esa es la meta para el yogui, porque representa el hallazgo y la respuesta, el principio y el fin, el sentido del sentido. Pero para hacer posible ese desplazamiento se requieren unos vehículos, los que proporciona el yoga, y que han sido aprovechados por todas las técnicas de autorrealización de Oriente, pues la Realidad es una y, como dice la Katha Upanishad, «quien ve la variedad y no la unidad, muere una y otra vez».
Cuando una mentora muy anciana iba a morir, sus discípulos la rodearon compungidos y ella amorosamente los miró y dijo sus últimas palabras: «Estad siempre tranquilos, tranquilos, tranquilos».
Mi amigo del alma, Babaji Sibananda de Benarés, a menudo me decía: «No te preocupes nunca. Estate tranquilo».
Insistamos en ello, recordémoslo, metabolicémoslo: no hay nada que pague un instante de paz. Porque de la paz nace la claridad, de la claridad nace la visión justa, de la visión justa nace la ecuanimidad y de la ecuanimidad nace la Sabiduría.
El trabajo interior
Si el ser humano estuviese en los límites de su evolución interna, no sería necesario que trabajase sobre sí mismo. Pero la consciencia se encuentra a medio camino. Tenemos una consciencia semidesarrollada o crepuscular que, sin duda, puede evolucionar si nos lo proponemos y contamos con las herramientas necesarias para ello. Para tal fin, se ha diseñado lo que llamamos «trabajo interior». Ha habido un estancamiento en la evolución de la consciencia y la misma resulta exasperantemente lenta. ¿Qué ha cambiado en miles de años? Las condiciones externas no favorecen en nada el desarrollo interior, que se ha visto absolutamente desatendido si se le compara con el progreso externo.
El semidesarrollo resultante origina la ignorancia básica de la mente o nesciencia, las emociones insanas, la visión insuficiente y el proceder inadecuado. Al llegar a la edad adulta, el individuo se estanca en su armónico proceso de individuación, siendo víctima de infinidad de pulsiones psíquicas contradictorias. La consciencia está empañada. Además, como reza la antigua instrucción, «lo que no evoluciona, tiende a degradarse». Somos una marioneta de nuestras propias acumulaciones psíquicas, tanto de las influencias externas como de las de nuestro interior, como una hoja a merced del viento. En este estancamiento de la consciencia, la vida se desliza hasta su final, salvo que uno dé comienzo al trabajo sobre sí mismo para despertar. Aun estando la consciencia dormida o semidormida, existe un «yo interior» que –como si sintiera necesidad de una realidad más fructífera o reveladora– trata de impulsarnos hacia planos más elevados de consciencia. De ahí la profunda insatisfacción existencial que experimentan muchas personas. Este descontento nos incita a buscar respuestas. Solo mediante el trabajo interior que exige el adiestramiento yóguico, es posible completar la evolución interna, para poder transformar las tendencias negativas en energías positivas, como un alquimista que se propone transmutar los metales de baja calidad en metales preciosos. El yoga es una alquimia interior que representa una profunda mutación psicomental.
Desde los primeros momentos en la historia del yoga, el practicante se propuso, como un verdadero guerrero e intrépido espiritual, superar la condición (in)humana para poder librarse del lado más oscuro de la mente. Esto le permitió el florecimiento de un lado más cooperante, venciendo así tendencias insanas (ofuscación, avidez, odio) y fomentando las sanas (lucidez, generosidad, compasión). Si tenemos en cuenta los horrores y atrocidades que ha provocado el ser (in)humano, que ha teñido la tierra de sangre una y otra vez, no es de extrañar que los yoguis quisieran, y quieran, superar la condición (in)humana. Con toda razón, los primeros yoguis pensaban que, de ser posible superar esta condición, el verdadero ser humano sería causa de amor y no de odio, de generosidad y no de avaricia. La pena que hemos pagado por la falta de lucidez ha sido pavorosa. Si uno reflexiona rigurosamente, lo que el ser (in)humano ha hecho es para enloquecer, pues ha masacrado, milenio tras milenio, a otras personas, a los animales y al planeta mismo.