Ramiro Calle

El milagro del yoga


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incluso si no llegaba a ella, la conservaba como su referencia, estímulo e inspiración. Para poder aproximarse a este estado, se ha servido de enseñanzas, métodos y técnicas: el legado impagable de los maestros que han ido enriqueciendo el gran río del yoga con sus experiencias y lúcidas aportaciones, nacidas siempre de la verificación personal y donde nada se ha dejado al azar. Así, el caudal de este fabuloso río no solo no ha decrecido, sino que, por el contrario, se ha ensanchado, a pesar del gran número de embaucadores, impostores y mercenarios del espíritu que han surgido en los últimos tiempos.

      Para lograr la transformación interior, la elevación de la mente, la evolución de la consciencia, el yoga pone a disposición del aspirante instrucciones solventes para que pueda conocerse, aprender a interiorizarse, desarrollar la percepción introspectiva y descubrirse, liberándose de las apariencias y conectándose con su realidad más íntima. Todo ello representa el denominado trabajo interior o trabajo sobre el Sí-mismo, a fin de activar los potenciales ocultos, estimular las funciones de la mente, resolver los conflictos internos y contar con más energía para aproximarse a los estadios más elevados de consciencia. Todo ello es lo que, insisto, configura el trabajo interior, que iremos examinando en sucesivas páginas.

      En todo ser humano –y así se ha considerado desde tiempos remotos, no solo en el yoga, sino en muchas técnicas de autorrealización orientales y occidentales– existe una persona aparente o externa y una persona real o interna. La gran mayoría de los seres humanos habitan en la persona externa, resultando mecánicos, inconscientes, dependientes de sus impulsos y sujetos a su yo-físico, su yo-mental y su yo-emocional. Así, el ser humano se deja pensar por sus pensamientos, sentir por sus sentimientos y ser vivido por la vida, como una infinitud de tendencias o fuerzas contrapuestas que crean caos y conflicto. Esto hace que en la mente aniden tendencias insanas y muy aflictivas como la ofuscación, la avaricia, el odio y tantas otras, generando mucho sufrimiento. La persona no es en absoluto dueña de sí misma y está sometida a toda suerte de ambivalencias, tensiones, profunda insatisfacción y falta de autodominio.

      El hombre-aparente se apoya en la máscara burda de la personalidad, la imagen y la autoimagen. En suma, en todo aquello que es adquirido y que se ha ido acumulando en él a lo largo de los años. Se convierte en un resultado o producto psicológico y cultural, sin libertad real, sometido a la servidumbre de sus costumbres, conocidas en el yoga como samskaras, que le roban la libertad en pensamiento, palabra y obra. Por eso, el yogui aspira a la libertad interior, a recuperar al hombre-real y despojarse del hombre-aparente, a convertirse en soberano de sí mismo. Es la larga marcha hacia la autorrealización, sin duda el aporte más valioso que uno puede ofrecer a sí mismo y a los demás. Distintos obstáculos habrán de superarse, empezando por la ignorancia básica de la mente (causa de tanto engaño y sufrimiento) y otros, señalados por Patanjali como: el apego, la aversión, el egotismo y el anhelo de existencia personal. También habrá que superar la dispersión mental, las emociones negativas, el desequilibrio psicosomático, los sentimientos destructivos, la indolencia y la falta de confianza en las propias posibilidades.

      Para sortear las dificultades, el yogui requiere del esfuerzo bien dirigido, la disciplina, la autovigilancia (de mente, palabra y cuerpo), la indagación interna (vichara), el desapego y la purificación del discernimiento. Mediante el trabajo interior, el intelecto va dando paso de manera gradual a la intuición. Asimismo, se va desarrollando la consciencia para disipar la ignorancia y finalmente conseguir cruzar de la orilla de la servidumbre a la de la libertad.

      El hombre-real o centro ontológico que reside en la persona se hace más evidente en la medida en que el practicante se libera de la sujeción al cuerpo, la mente y las emociones, y se establece como un observador inafectado, por encima de los procesos de identificación que lo limitan. Esto le permite actuar con mayor libertad y consciencia, sabiendo compaginar la lucidez y la compasión. Ahora no solo quiere conocerse, sino también conocer al conocedor. Mediante el trabajo interior, el hombre-real despierta paulatinamente de un sueño profundo y prolongado. Entonces, aun siendo todo igual, todo comienza a ser distinto. El hombre-real penetra en la esencia de las cosas y no vive de acuerdo con los espejos distorsionantes de la mente. Ha surgido una nueva persona, que no solo conoce, sino que realmente comprende. El hombre-aparente es víctima de la dualidad, que engreda multiplicidad y visión caótica. El hombre-real se establece en la unidad y su visión es de unificación y plenitud, pues solo en esa visión de unidad hay una percepción de totalidad.

      4. En busca de la liberación

      El proceso no es corto ni fácil, pero es que nadie dijo nunca que haya atajos para llegar al cielo. De nada sirve regatear esfuerzos en este viaje de la consciencia hacia el despertar, y menos aún las chucherías espirituales, los placebos, las falsas expectativas, la impaciencia o la superstición.

      Autodominio y autoconocimiento

      El yoga es un camino del medio que evita tanto la autocomplacencia como la automortificación, tanto la autoindulgencia excesiva como el autorrigor. Se valora el esfuerzo consciente, la voluntad intrépida, el poder interior y la tenacidad, pero todo en su justa medida, con actitud equilibrada. Sin motivación y esfuerzo, sin firme resolución y asidua práctica, no hay mejoramiento humano ni evolución. La desidia, la pereza, la inercia y la indolencia son obstáculos. En este sentido, los yoguis se identifican con las palabras del Buda, que dice:

      No conozco nada tan poderoso como el esfuerzo para vencer la pereza y la indolencia.

      El practicante evita el extremo de la ascesis y el del encadenamiento a los placeres fenoménicos. En uno y otro sentido, apela a la visión clara y la ecuanimidad. Ambos extremos son trampas, emboscadas, cepos. Para estar en el camino del medio se requiere autodominio. No es fácil. Los órganos sensoriales buscan y se aferran a las sensaciones gratas y huyen de las ingratas. El sabio, en cambio, trata de ser él mismo ante lo grato e ingrato, el halago y el insulto. Habitando en esa gran fuerza y consejera que es la ecuanimidad, uno logra sustraerse a las trampas del apego y la aversión, consiguiendo una visión más amplia e incondicionada.

      Para el yogui, el autodominio representa una prioridad, pero basándose en el juicio lúcido y ecuánime. Este aprende a poner bajo el yugo (yoga) de la voluntad las tendencias de su organización psicosomática, convirtiéndose, hasta donde es posible, en dueño de sí mismo, desrobotizando las pulsiones mecánicas, lo que indudablemente requiere una aplicación continuada de la práctica correcta. Pero este dominio no es un fin, sino solamente un medio, una simple técnica. El control es autovigilancia, es la toma de consciencia de sí mismo y de las propias manifestaciones. Cuando son necesarias, las correcciones precisas del carácter y de los hábitos resultan ineludibles, así como también la sublimación de las energías y la reeducación de las tendencias. Cuanto más inteligente sea el autodominio, más favorable resultará el proceso. Un autocontrol irracional, mecánico o inconsciente, sin directrices lúcidas, no es autocontrol, sino la más fea represión, que mutila las propias energías. El autocontrol yóguico encuentra su razón de ser como procedimiento para perfeccionar todos los elementos constitutivos de la persona, impedir el encadenamiento a fenómenos externos o internos y evitar desviaciones innecesarias en el sendero hacia la autorrealización. El verdadero autodominio procura fuerza y no la roba, causa poder interior, pero no lo sustrae, aumentando la capacidad de resistencia interna y enseñando a la persona a situarse por encima de su cuerpo y su mente.

      El autodominio debe ser asociado con el afán y la óptima disponibilidad para conocerse, o sea, para facilitar el autoconocimiento y, por tanto, el descubrimiento interior. El ser humano ha aprendido muchas cosas, pero no ha aprendido en realidad sobre sí mismo. Su sed de conocimiento no se ha visto correspondida por la de autoconocimiento. Está dispuesto a invertir decenas de años en conocer algo, pero ni diez minutos en conocerse a sí mismo. Hay personas que al morir saben menos de sí mismas que de aquellas con las que se cruzaron ocasionalmente. Han vivido con un gran desconocido, creyendo lo contrario por haberse percatado de un par de rasgos de carácter; ni siquiera se han planteado la posibilidad de conocerse, considerando que se trata de una simple actitud de místicos y contemplativos.

      Conocerse es saber de sí mismo, de qué o quién se oculta detrás de las envolturas psicosomáticas,