lado?
Amparada por la seguridad que le daban la capucha y los anteojos oscuros (al fin y al cabo, un sustituto de los antifaces que usaba al principio para cantar), Lourdes disimuló el temblor y carraspeó primero antes de decir, con el tono de voz más fuerte y seguro del que fue capaz:
—No creo. Te espero, Tomás, dale –y giró para volver junto al Viejo Oscar.
Debajo de los lentes, los ojos de Lula estaban hinchados, rojos, a punto de inundarse de lágrimas.
Catriel era el mismo con el que se arrepentía de haber ido a la galería de Belgrano.
Catriel era Juan.
Capítulo 8
—Chau, Catriel –dijo Tomás pegando la vuelta para seguir a Lula.
El otro lo retuvo con una pequeña ayuda de los gorilas.
—Te felicito, che. Me hiciste caso. No sabía que estabas saliendo con la cheta.
—¿Qué cheta?
—El bombón que te mandó a rescatar el teléfono.
Toto entrecerró los ojos y preguntó:
—¿Cómo la reconociste? Si apenas la viste un toque mientras le afanabas, si ahora está toda tapada…
—Por la selfie que tenía como fondo de pantalla. Cada vez que prendía el celu, aparecía ella un segundo y después el cartel de que era robado.
—…
—La vi quinientas veces. Prendía y apagaba, prendía y apagaba, para ver si podía quitar el mensaje.
—…
—De la buena mercadería no me olvido.
Tomás hizo unos instantes más de silencio, estudió el rostro de Catriel y volvió a la carga:
—Sigo sin entender cómo le sacaste la ficha. Así, con lentes y capucha, nadie la reconoce.
—Bueno, che, ni que fuera famosa…
Esa frase, en el relato de Catriel, hizo que Tomás se sintiera aliviado, porque evidenciaba que identificaba a Lourdes como la chica a la que había robado, pero no como Lula, la cantante de Zaraza. Esto le daba cierto margen de tranquilidad.
—Además de la carita preciosa, ¿sabés qué me quedó de ella? –abundó Catriel–. El perfume. Cuando estaba forcejeando para tironearle la cartera, me volvió loco el perfume que tenía. Recién lo sentí y fue un flash. Volví a verla.
—…
—No te pongas celoso.
—…
—Más que mirar, no voy a hacer.
—…
—Se respeta. La mujer de un amigo tiene barba y bigote.
—Okey –dio por cerrado el asunto Tomás y por fin se fue.
Se unió a Lula y, sin mirar atrás, se subieron a la moto y emprendieron el camino de regreso a la Capital.
En el viaje, Lourdes y Toto sintieron que sus cabezas se habían metido en un micromundo y que sus pensamientos retumbaban dentro de los cascos.
Cada uno por su lado, sin ponerse de acuerdo, pero al unísono, repetían como un mantra: “Nunca más voy a volver a las carreras, nunca más voy a volver a las carreras, nunca más voy a volver a las carreras”.
Después Toto se fijó otra directiva: “Nunca más voy a ver a Catriel. Basta. Punto y aparte”.
Lula hizo su propia promesa con una pequeña variante: “Nunca más voy a ver a Juan, Catriel o como se llame. Basta. Punto final”.
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