José Montero

Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?


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a algún empleado.

      —Ahí me gusta más –respondió el tipo dando un volantazo para dirigirse hacia un ingreso de autos.

      —¿Viste que hablando se entiende la gente, “Carlitos”? –le dijo Toto a Lourdes, cargándola por su aspecto y por las confusiones que generaba.

      Les preguntaron a varios cuidadores por la ubicación de la sección ocho, pero nadie sabía. Ni siquiera se dignaban a hablar. Miraban para otro lado, se encogían de hombros, pegaban media vuelta.

      El taxista llegó a una conclusión:

      —Me parece que acá, para que funcione, hay que engrasar la máquina.

      —Sí, ¿no? –dijo Tomás.

      —¿Eh? ¿De qué hablan? –preguntó Lula.

      —Que quieren un billete –abundó Toto.

      Sacó algo de la billetera y se lo entregó al chofer, para que este a su vez se lo ofreciera a otro cuidador que venía de frente.

      —No, ¿qué hacés? –dijo el empleado del cementerio al ver el billete extendido–. Más discreto. Hacémelo chiquito.

      El taxista lo dobló en cuatro y se lo dio en forma disimulada, como si estuviera saludándolo con un rápido apretón de manos.

      —Parece que estamos comprando droga –dijo Lula, indignada.

      —Tranquila –la contuvo Tomás, por lo bajo.

      Llegaron por fin al lugar que buscaban. Pagaron el viaje y el taxi se fue.

      La sección ocho ocupaba dos manzanas irregulares. Había cientos de tumbas.

      —¿Por dónde empezamos? –preguntó Lula.

      —Si supiera… ¿Nos separamos para hacer más rápido? –propuso Tomás.

      —Ni loca. Me da miedo.

      —Es de día.

      —Me da miedo igual.

      —La que propuso venir fuiste vos.

      —Pensemos.

      —No es mi especialidad –sostuvo Toto.

      —Hacé un esfuerzo.

      —…

      —¿Qué dijo tu mamá en el sueño?

      —No fue un sueño. Fue real. Lo viví.

      —Quiero decir…

      —No, está bien. No hay evidencia física –admitió Tomás–. Pude haberlo imaginado. Pude haber sentido como real algo que solo ocurrió dentro de mi cabeza.

      —O quizás es un mensaje de ella.

      —No sé.

      —Tratá de recordar las palabras que usó. ¿Qué te dijo?

      —Uff.

      —Cerrá los ojos –le sugirió Lula y apoyó la mano sobre sus párpados, para tratar de guiarlo–. Volvé a ese instante en el parque. Reconstruí el clima, la luz, los sonidos. Ahí está llegando. ¿La tenés frente a vos?

      —Sí.

      —Ahora te habla. ¿Qué te dice?

      —Gesticula, pero no puedo oírla.

      —Leé sus labios.

      —Me dice…

      —…

      —Me dice: “Cuando me perdones, yo seré libre. Y vos serás libre para amar sin miedo”.

      Los dos quedaron atravesados por la emoción. Se miraron en silencio, se entendieron sin palabras. Tenían una conexión única.

      El viento repentino levantó un remolino de hojas alrededor de ellos. Lula entonces preguntó:

      —¿Vos la perdonás a tu mamá?

      —Yo lo que quiero es ser libre.

      —…

      —Y amar sin miedo al abandono.

      —…

      —A lo que más le temo es a ser abandonado otra vez –dijo Tomás en un borbotón de palabras que salió de su boca.

      Lula se sintió incapaz de articular una respuesta. Toto siguió:

      —Igual no tiene importancia porque la persona que quiero… –dejó la frase incompleta.

      Lourdes lo abrazó infinitamente, llenándolo de calor y afecto. Cuando se soltaron y ella abrió los ojos, su mirada cayó en una tumba pobre, con cruz de madera. A pesar de que las letras se encontraban borroneadas por la intemperie, no tuvo dudas.

      Era el nombre de la mamá de Toto.

      Se acercaron. Revolvieron entre la maleza seca y encontraron una foto con la cara de la madre tal como la había visto Tomás en el parque.

      A él, entonces, lo ganó un ataque de llanto incontenible. Lula tampoco pudo refrenarse y lo acompañó con sus lágrimas, y en el medio de esa agonía sanadora le preguntó:

      —¿La perdonás, Tomás? ¿La perdonás?

      —¡Sííííí!

      Capítulo 5

      Volvieron en otro taxi, en silencio, a la casilla de la calle Pepirí.

      En realidad, tuvieron que bajarse cinco o seis cuadras antes. Por seguridad, el chofer no quería ir más allá del Hospital Churruca.

      —Tuve una mala experiencia. Se subieron dos pibes así, como ustedes, que parecían normales, sanos, y cuando pasé la vía me encañonaron. No me olvido más del arma y el susto –se justificó.

      Por no discutir, Lula y Tomás optaron por el silencio. Afortunadamente, el tipo también se calló la boca y subió el volumen de la radio, sintonizada en una FM que pasaba clásicos del rock y del pop de los años 1980 y 1990. Justo daban una tanda de canciones melosas. Baladas romanticonas, tristes y decadentes. Si algo precisaban para acentuar el bajón, era eso.

      El estado anímico se mantuvo inalterable cuando descendieron del coche. Caminaron las últimas cuadras sin hablar. Se estaba haciendo de noche. Lula se refugió instintivamente bajo el brazo de Tomás.

      Una vez en la casilla, se sentaron tomados de la mano en un sofá viejo. Ni siquiera prendieron las luces.Se dejaron guiar por las luminarias de la calle y por el reflector y las ventanillas encendidas de los trenes, que entraban a través de las rejas, los vidrios y las cortinas.

      De pronto se quedaron dormidos y se despertaron abrazados.

      —Son más de las once de la noche. ¿No tenés que volver a tu casa? –dijo Tomás.

      —Ahora les mando un mensaje a mis viejos, para que se queden tranquilos.

      —¿Querés comer algo? Tengo salchichas y puré instantáneo.

      —Una cena romántica.

      —Bueno, perdón…

      —Es una broma. Me encantan. Pero la verdad es que no tengo hambre.

      —¿Tomás un café?

      —Dale.

      Toto puso a calentar el agua y preparó las tazas, mientras Lula pasaba al baño.

      Cuando volvió, tenía el pelo suelto hasta la mitad de la espalda y se había pintado los labios.

      —Ahora te toca a vos –dijo él, esforzándose por no mirarla demasiado; no quería tentarse con lo inalcanzable.

      —¿A qué jugábamos? ¿Ajedrez, damas, backgammon?