José Montero

Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?


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Dejame que te ayude yo.

      —Es que no sé si vos…

      —¿Si yo puedo entenderte?

      —…

      —¿Si puedo darte mi mirada? ¿Por qué no? ¿Por qué me subestimás?

      —Por favor, no te enojes.

      —No me enojo, pero…

      —Confirmé que Darío organizó todo –soltó Lula.

      —…

      —Con Corina.

      —…

      —Fue él quien convenció a la chica que me quitó el antifaz.

      Durante los siguientes minutos, Lula le detalló cómo había identificado a la fan, cómo la había citado, la conversación que habían tenido y hasta la dedicatoria que le estampó en la remera: “Para Milagros, la traidora”.

      Luego del relato se instaló el silencio. Lourdes se hizo la desentendida. Se metió un chicle en la boca y comenzó a masticarlo en forma grosera.

      —¿Y qué pensás hacer? –dijo Toto.

      Lula hundió la cabeza entre los hombros.

      —¿Qué pensás hacer con Darío? –insistió él.

      Luego de dar muchas vueltas, ella contestó:

      —Nada.

      —…

      —Me callo la boca.

      —…

      —No le cuento nada de lo que averigüé.

      —…

      —Por ahora sigo con él.

      Tomás no pudo evitar un gesto de disgusto.

      —¿A vos te parece que estás siendo honesta con vos misma?

      —No.

      —¿Entonces?

      —Por favor, no me juzgues. No me condenes. Necesito… No sé… Tomar distancia, dejar que decanten las cosas.

      —…

      —Ojalá pudieras entenderme.

      —Ojalá.

      —Yo te cuento mis cosas, pero llega un punto en que no acepto consejos. Sé que está mal.

      —…

      —Me abro y me cierro. Cuento pero después no quiero oír a mi confidente.

      —¿Eso soy para vos? ¿Un confidente?

      —Sos mucho más –dijo Lula, sujetó las manos de Tomás entre las suyas y se las besó; luego agregó en tono de súplica–. Si querés ayudarme, llevame a un lugar que me haga olvidar todo por un rato.

      —¿No era que no tenías hambre?

      —No hablo de comida, estúpido. Llevame a un lugar loco. Llevame a una realidad distinta.

      Sin decir nada, Tomás fue hasta la mesa de la cocina y agarró el celular. Revisó algo en la pantalla. Mandó un mensaje. Aguardó. Cuando recibió una alerta, leyó. Luego regresó junto a Lula.

      —Hay un lugar que puede gustarte.

      —¿Cuál?

      —Es medio marginal.

      —¿Peligroso?

      —No si venís conmigo.

      —Contame algo.

      —Ssssh… ¿Te la bancás?

      —Llevame.

      Capítulo 6

      Tomás sacó la moto y Lula se montó detrás de él.

      Arrancaron para el lado del Puente La Noria y Toto ni se acordó de los mareos. Habían quedado sepultados, junto a la tranquilidad de haber concluido un capítulo doloroso, en el cementerio.

      No era la primera vez que circulaban por esas avenidas en las que nadie respetaba los semáforos en rojo cuando caía la oscuridad, porque detenerse era enfrentarse al riesgo de un asalto. Sin embargo, en esta ocasión Lourdes se sintió inquieta y preguntó si estaban yendo bien.

      —Vamos joya –fue la respuesta.

      —¿Qué hay por acá un día de semana, a la medianoche? –insistió ella cuando faltaba poco para cruzar el puente.

      —¿Oíste hablar de La Salada?

      —Obvio. La feria de ropa trucha.

      —Hay de todo.

      —¿Cuál es el plan?

      —Ya vas a ver.

      —¡Ufa!

      Llegaron a La Salada por la calle que bordea el Riachuelo, del lado de provincia. El asfalto era nuevo y el lugar estaba repleto de policías.

      —Hasta hace poco los puestos ocupaban todo. No se podía circular por acá –informó Tomás–. Hubo allanamientos, detuvieron a los mafiosos, levantaron todas las estructuras y solo quedaron los comercios más formales, puertas adentro.

      —Aburrido. ¿Y? –pidió algo más concreto Lourdes.

      Toto imprimió velocidad a la moto y solo la amainó donde terminaban los galpones de la feria, la policía desaparecía y la calle estaba ganada por decenas, cientos de motoqueros alumbrados por sus luces y por unos tambores metálicos de donde salía fuego.

      —Bienvenida a las carreras clandestinas.

      —¿En serio? –se entusiasmó Lula–. Había oído hablar de esto, pero no sabía dónde… ¡Es genial! –rió.

      Levantó el visor del casco. Los ojos le brillaban de excitación frente al rugido de los motores, las aceleradas, el chirrido de los neumáticos, el griterío, la música.

      Se quitó el casco y enseguida volvió a recogerse el pelo. Se cubrió con la capucha del buzo y con los lentes oscuros. Sacó el labial y repasó el rojo intenso de la boca. A Tomás lo mataban esos gestos de coquetería, que eran automáticos, no tenían nada de premeditados ni de pose, pero definían la personalidad de Lula.

      —¿Vos corrés?

      —Vengo a mirar. Hacía mucho que no caía por acá. Desde que murió Ángel.

      —Entiendo.

      —Él me trajo.

      A medida que se acercaron, Tomás vio algunas caras conocidas, pero muchas nuevas. Y notó que el ambiente había cambiado. Circulaban la cerveza y otras bebidas alcohólicas. Había discusiones a los gritos. Peleas. Patovicas. Y había también billetes en las manos.

      —¡Hagan sus apuestas! –gritaba alguien que organizaba el juego.

      No era el único. Varios hacían la misma tarea, levantando papeles de a 100, 200 y 500 pesos y doblándolos entre los dedos, formando abanicos que valían fortunas.

      —¿Quién le va al Cicatriz? ¡Pago dos a uno contra el Cicatriz! –preguntó un levantador de apuestas.

      —Esto no era así –comentó Tomás.

      —¿No? ¡Apostemos! –replicó Lula.

      —Vos hacé lo que quieras, conmigo no cuentes.

      —¿En serio?

      —Si Ángel se levanta de la tumba y ve esto, se vuelve a morir. Era un tipo sano que había conocido sus propios demonios.

      —…

      —Ahora que no está él,