por una cuestión de poder, de arrebatarle el chico a Corina, de plantarse así ante el mundo y usar esa relación para crecer mediáticamente? Si esa era la verdad, su actitud resultaba horrible. ¿Y Tomás? Era el pibe que menos le convenía, pero el que más ocupaba sus pensamientos. Una eventual relación con él no tenía ninguna perspectiva de futuro, pero… ¿importaba el futuro? Por lo pronto mandaba el presente, y el presente de Lula en relación a Toto tenía un cartelón rojo que decía “no”, “prohibido”, “ni lo pienses”, “arderás en el infierno”.
Así se consumieron las horas de Lourdes luego de la charla con Tomás, tratando de desenmarañar el caos de sus sentimientos, a la vez que miraba una serie en la computadora y, al mismo tiempo, paveaba en las redes sociales, lo cual aumentaba su confusión. Acaso era deliberado. Prestar atención en simultáneo a varias cosas (interiores y exteriores) era como no pensar, como eludir decisiones y responsabilidades.
En eso estaba cuando, de pronto, le entró un mensaje de número desconocido.
Uno más.
Se llenó de miedo cuando leyó: “¿Así que Tomás no puede llevarte? ¿No querés volver a pasear conmigo?”.
Lo peor, lo que la hizo entrar en pánico, fue que el mensaje por primera vez llevaba una firma.
Lo firmaba, en efecto, Juan.
Capítulo 3
Tomó una decisión que tenía que haber tomado antes, cuando empezaron los mensajes.
Cambió el teléfono.
Aparato nuevo, línea nueva, empresa nueva.
Se lo informó únicamente a sus padres, a Darío, a Corina y a Tomás.
Mantuvo, de cualquier forma, el celu viejo. Solo para chequear si le llegaba alguna comunicación importante; en especial, propuestas para hacer “presencias” y “vidrieras”.
Por costumbre, incluso, siguió llevando el teléfono anterior en la cartera, pero apagado o en silencio. Era por un tiempo, se dijo.
Como le daba bronca modificar su vida por un estúpido, intentó rastrear el origen de las intimidaciones, para ver si podía hacer algo contra Juan.
Buscó en la web tutoriales que prometían revelar trucos para identificar los números desconocidos o “privados”. Vio infinidad de videos y probó sus consejos. Seguramente funcionaban en otros países, pero en Argentina parecía ser que la única forma de conocer el titular de la línea era hacer una denuncia judicial, y Lourdes no quería embarcarse en eso, a menos que la cuestión se pusiera más turbia. “Por ahora la puedo manejar”, se convenció.
Estas averiguaciones a través de Google la derivaron a otros tutoriales sobre temas vinculados, y Lula adquirió muy rápido mejores herramientas para rastrear una persona a través de fotografías. De pronto, podía llevar a cabo aquello con lo que había alardeado cuando acorraló a Corina y le pegó para que confesara. Y con unos pocos clicks llegó a la conclusión de que la chica que le había quitado el antifaz se llamaba Milagros y vivía en Caballito.
Le mandó un mensaje. Y luego otro. Y otro más. En cinco minutos se desahogó con ella, llenándola de insultos y maldiciones a través de una catarata de privados en sus redes sociales. La cargaba de odio que sus textos figuraran como vistos y Milagros no emitiera respuesta. Entonces se enojaba más y volvía a decirle barbaridades.
Al final, Milagros contestó diciendo que no podía creer que Lula, su ídola, estuviera escribiéndole, que entendía su enojo pero que por favor la perdonara, que lo había hecho por su bien, por el bien de la banda, y que tan mal no habían salido las cosas, porque ahora ella salía con Darío, que era un bombonazo.
Esa fue la palabra que usó. Bombonazo. A Lula la puso más furiosa, no porque piropearan a su chico (ya estaba inmunizada, lo escuchaba todos los fines de semana desde el escenario), sino porque era una expresión que aborrecía. Le daba arcadas. Le daba ganas de vomitar y que el líquido verde, al estilo de El Exorcista, impactara sobre la tal Milagros, a distancia, a través del teléfono. Puaj.
A pesar de estas imágenes repulsivas, Lourdes mantuvo cierta compostura y llegó a la conclusión de que podía sacar un beneficio de la charla. Entonces citó a Milagros para esa misma tarde en un bar de Palermo.
Era un bar que Lula usaba para tener reuniones de negocios en forma reservada. Con un simple llamado avisaba que iba a necesitar “la habitación del fondo” y el encargado le acondicionaba un reservado que se empleaba para cenas o eventos íntimos.
Lourdes llegó unos minutos antes cubierta con anteojos oscuros y con el pelo recogido en una cola de caballo. Saludó con un gesto en la barra y se dirigió resueltamente a la “habitación del fondo”.
Cuando llegó Milagros y preguntó por “la señora de Tomás” (esa era, mitad en broma, mitad en serio, la clave que le había indicado Lula), un empleado la condujo a ese sector y, en la puerta, extendiendo una mano como quien pide propina, le hizo saber que no estaba permitido entrar ahí con teléfonos ni con otros dispositivos electrónicos
Milagros entregó el celular, pero el camarero debió insistir para que se desprendiera también de la cámara de fotos.
—Es que quiero llevarme un recuerdo –se justificó la chica.
—Eso tiene que hablarlo con la señora –fue la inflexible respuesta.
Por fin, Milagros ingresó al cuarto revestido en madera sin la posibilidad de registrar el encuentro.
—Decime todo lo que sabés –dijo Lula.
Como bienvenida, era bastante fría.
—¡Ay, Lula, te amo, te adoro, sos lo más!
—Quedate ahí o llamo a seguridad –la frenó su artista favorita.
—Es que… Perdón…
—…
—¿Me podés firmar la remera, al menos?
—No vine acá para perder tiempo. Vine para saber quién te ordenó sacarme la máscara. Fue Corina, ¿verdad?
—Sí y no.
—¿Sí o no?
—Yo la contacté a Corina porque quería organizar un club de fans. Ella al principio no me dio bolilla, pero insistí y me pidió muy apurada que tuviéramos una reunión, cosa que me sorprendió.
—¿Se juntaron?
—Igual que vos, desconfiaba de mí. Ordenó que le sacara la batería al celular delante de ella. ¿Qué tienen con los teléfonos?
—No pedí tu opinión. ¿Qué te dijo?
—Ay, Lula, por favor no me trates así. Sos muy distinta de cuando estás arriba del escenario –Milagros empezó a hacer pucheritos; faltaba poco para que llorara.
Lula dio vuelta los ojos en gesto de fastidio y solucionó todo con una promesa:
—Okey, después te firmo la remera.
—¡Gracias, te amo!
—Primero contame qué te dijo Corina.
—Me dijo que iba a hacer arreglos para que yo subiera al escenario en un “descuido” de la seguridad del boliche.
—¿Cuál es la duda, entonces? Está clarísimo. Fue su culpa.
—Yo no quería. Pensaba que había algo malo. Corina no me gustaba. Siempre me pareció un poco yegua.
—¿Un poco? –preguntó Lourdes; le salió del alma.
—Veo que es muy yegua –interpretó Milagros.
—Seguí.
—Me