Moto GP, el italiano Valentino Rossi, sin darse cuenta entró en el parque y de pronto se detuvo frente al monumento al soldado de Patricios.
Fue como entrar en otra dimensión. El ruido del tránsito quedó lejos. También cesó el griterío de los chicos que jugaban. Hasta se apagaron los cantos de los pájaros. De repente, como en una película, el espacio en cincuenta metros a la redonda quedó vacío. Las personas se fueron. Desaparecieron. Solo quedaron Tomás y una mujer anciana.
Toto enrolló la revista y, por puro instinto, quiso alejarse, salir de esa zona de incomodidad. ¿Qué pasaba? ¿Por qué se habían ido todos?
Ajenos al deseo consciente, sus pies lo llevaron al lado de la mujer, y entonces la observó mejor y vio que no era anciana. Tendría 50 años, más o menos, pero no lucía como la mayoría de las personas de esa edad. Estaba muy desmejorada.
—Hijo –dijo la mujer.
—¿Mamá?
—Tomás.
—No puede ser.
Otra vez, Toto quiso huir, pero una parálisis repentina atacó sus piernas y no hubo forma de eludir el encuentro.
—Perdón –imploró ella.
—…
—Tal vez me odies. Fui una mala madre. La peor del mundo.
—…
—Toda mi vida fue una sucesión de malas elecciones. Me casé con el hombre equivocado y después no tuve el coraje de llevarte conmigo.
—…
—Me dejé engañar por falsas creencias. Con tal de redimir mis pecados, me entregué a un pastor… En realidad, solo tenía que venir a buscarte. Cuando lo hice, ya era tarde.
—…
—Solo vine a pedirte perdón. No queda tiempo para otra cosa. Cuando me perdones, yo seré libre. Y vos serás libre para amar sin miedo.
Petrificado, con el corazón a punto de estallarle y las tripas hechas un nudo de serpientes, Tomás no alcanzó a responder.
Su mamá se desvaneció en el aire y, cuando Toto volvió a la realidad, tenía entre los dedos una estampita con la imagen de una virgen.
En el dorso de la estampita estaba el nombre y el apellido de ella, de su madre.
La letra manuscrita aportaba una dirección.
Una dirección extraña.
Con número de sección, de parcela, de hilera y, por último, de tumba.
Capítulo 2
El primer impulso le ordenó deshacerse de la estampita. Se frenó por un sentimiento de respeto hacia lo religioso.
Necesitaba guardar una prueba física del encuentro, que había sido etéreo y fantasmal. ¿Cómo calificar, si no, el hecho de toparse con la madre muerta? Si era que efectivamente estaba muerta. Porque no tenía forma de confirmarlo. Algo escrito en un pedazo de papel no tenía validez en el mundo real. ¿O sí?
No quería pensar ni hacerse tantas preguntas. Ya demasiado había sufrido. ¿Para qué remover las cosas? ¿Acaso no podía “clavarle el visto” al episodio y seguir su vida como si nada?
Claro que podía, se dijo. E hizo lo que siempre hacía cuando un asunto le resultaba molesto. Lo metió en un cajón. Lo enterró bajo un montón de papeles, objetos, ideas y problemas que había enterrado antes.
En este caso, guardó la estampita en el último cajón de la cocina. El más inútil. Ese al que van a parar las velas para cuando se corta la luz, bolsas y envoltorios usados, algún corcho, hilo, un poco de cinta adhesiva, menúes de comida con precios irrisorios, viejos, dejados alguna vez por el delivery, etcétera. Tomás, en definitiva, se hizo el tonto. Simuló que no le preocupaba el destino de su madre.
Buscó cualquier excusa para salir a dar una vuelta en moto. Le sacó el candado. Abrió la puerta de alambre que separaba el mínimo patio de la vereda. Le quitó el pie de apoyo y la llevó a pulso hasta la calle, a la vez que pasaba el tren que iba a provincia y hacía vibrar todo. Levantó una pierna, la pasó por encima del asiento y se sentó. Todo iba normal, sin contratiempos, hasta que quiso introducir la llave en el contacto. Ahí el mundo se le dio vuelta. Los mareos rodaron por su mente y cayeron como una ficha que encendía la maquinaria del aturdimiento. Del martirio que lo había marcado a fuego como si tuviera, grabada en la frente, una A de abandonado.
Se fue al piso. Tuvo que esforzarse para salvar la moto. Cualquier pavada, cualquier rotura, le saldría un dineral.
Dificultosamente, volvió a guardarla y encadenarla. Después, cuando se tranquilizó, le mandó un mensaje a Lourdes.
“Me vas a matar, pero este fin de semana no puedo trabajar. Estoy con fiebre”, se justificó.
No pasó ni un minuto. El celular de Toto comenzó a sonar. Era Lula.
—¿Qué pasó?
—Nada, estoy muy resfriado –contestó Tomás, cambiando la voz para sonar convincente.
—¿Te mando un médico?
—No, ya me hice ver –siguió él con la mentira–. Lo que me da bronca es dejarte en banda. Justo este finde…
—Justo este finde tenía tres “presencias” y una se cayó. Así que cancelo las otras dos y listo.
—¡No, Lula! ¿Cómo vas a perder esa plata? Dame un par de minutos y contacto al Viejo Oscar.
—No quiero gente desconocida.
—Es de confianza. Puede llevarte a cualquier lado sin mirar un mapa.
—Prefiero cancelar.
—Me hacés sentir culpable.
—Culpable, nada. Sos mi excusa. Ya que no laburás, yo descanso. Con los shows tengo suficiente. De paso, me hago desear.
—Pero mirá que el Viejo… –volvió a la carga Tomás.
—Toto, ¿no entendés que no quiero andar con nadie más?
—…
—No me interesa otro que no seas vos.
—…
—Sonó fuerte eso, ¿no? –dijo Lula para remarcar la idea.
—Sin embargo, vos…
—Estoy muy bien con Darío.
—¿Entonces?
—A veces digo cosas que ni yo me entiendo.
—…
—Mejor lo dejamos ahí, ¿sí? –pidió Lula.
—Está bien.
—¡Me das la razón como a los locos!
—Sí, querida –se mofó Tomás.
—Te mando un besito, cuidate –se despidió Lourdes con la mejor onda.
—Otro, gracias.
Toto cortó la comunicación preocupado. Tenía un tema grave que resolver. ¿Cómo volver a la normalidad? ¿Cómo dejar atrás los mareos? El equilibrio en la moto era de vida o muerte.
Su respuesta fue que iba a hacerlo “a lo bestia”. Como lo había hecho siempre. Probando. Cayendo y levantándose. Dándose el cuerpo y el alma contra el piso. Y si en el medio rompía su herramienta de trabajo, mala suerte. Ya la arreglaría. Lo importante era regresar al trabajo. A Lula.
Ella, por su parte, ni pensó en cuestiones laborales. La cabeza se le llenó de interrogantes sobre su vida amorosa. Sobre lo que sentía.