Reyna Grande

La distancia entre nosotros


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palpitaciones que se esparcían desde el cuello hasta los hombros y el rostro.

      —¡Mago, ve a cortar una cebolla y trae alcohol! —le ordenó la tía Emperatriz.

      Mi hermana salió a toda prisa hacia la cocina mientras mi tía y Carlos intentaban atrapar el escorpión. La gente decía que, si lograbas matar al escorpión que te había picado, el veneno no sería tan fuerte.

      —¿Qué es este escándalo? —preguntó la abuela Evila desde la puerta de la habitación, frotándose los ojos.

      Cuando la tía Emperatriz le contó lo del escorpión, la abuela comenzó a buscarlo por toda la habitación con detenimiento.

      —Allí está.

      Señaló al escorpión amarillento que subía por la pared, apenas visible a causa de la débil luz de la bombilla que colgaba sobre nosotros. Todos suspiraron aterrorizados cuando vieron que el escorpión se escondía en un hueco entre los ladrillos de adobe y desaparecía de nuestra vista.

      La tía Emperatriz me frotó alcohol sobre las picaduras y sujetó las rodajas de cebolla sobre ellas con pedazos de tela. Las lágrimas comenzaron a inundar mi rostro. Sentía como si miles de agujas calientes estuvieran penetrando mi cuerpo. El rostro, las manos y los pies se me comenzaban a entumecer, y la tía Emperatriz me forzó a tragarme un huevo crudo.

      —Así el veneno no te hará daño —me explicó.

      —Tenemos que llevarla al médico —dijo Mago sentándose a mi lado y apretándome la mano con fuerza.

      —No tenemos dinero para eso —respondió la abuela Evila.

      —Puede que el veneno no le cause tanto daño ahora que ha comido el huevo —añadió mi tía—. Además, recuerda lo que pasó contigo, Mago. Cuando te picaron, no ocurrió nada.

      —Eso es porque yo soy mucho más fuerte —dijo Mago, orgullosa—. Y además soy de Escorpio, los escorpiones no me hacen nada. Pero, por favor, tía, lleva a Reyna al médico.

      —No hay dinero —repitió la abuela Evila.

      —Yo la cuidaré esta noche —dijo la tía Emperatriz—. Si no mejora por la mañana, la llevaré al médico. Ahora, vosotras volved a la cama.

      La tía Emperatriz me cogió en brazos y me llevó a la sala de estar, donde, en un rincón, estaba su cama. Se acostó a mi lado y, al cabo de un rato, me dormí entre sus brazos.

      Por la mañana, la habitación entera giraba a mi alrededor. No podía levantarme; cada vez que lo intentaba, sentía muchas ganas de vomitar. Cuando finalmente me las arreglé para ponerme de pie, caminaba tambaleándome de un lado a otro.

      Mi tía faltó al trabajo para cuidarme. Me sentía como si tuviera una guitarra dentro de la cabeza. Ella me sostenía con firmeza por la cintura mientras yo intentaba caminar hacia la letrina, pero con cada paso que daba, la guitarra sonaba cada vez más fuerte, enviando ondas de dolor que chocaban con fuerza contra las paredes de mi cráneo.

      —Necesita un médico, madre —le dijo mi tía a la abuela Evila—. Está ardiendo por la fiebre. No corramos riesgos. Si le pasa algo, Natalio…

      —Él y Juana eligieron abandonar a sus hijos —dijo la abuela Evila mientras limpiaba unos frijoles—. Yo no les pedí esto. Mírame. Tengo setenta y un años. ¿Te parece que puedo hacerme cargo de tres niños aparte de la que ya estoy cuidando?

      —Se marcharon para poder construirles una casa, madre —le contestó la tía Emperatriz.

      —No regresarán. Créeme —sentenció la abuela Evila cogiendo dinero de su cartera—. Mira a María Félix. Han pasado nueve años, y cada vez que Élida le pregunta cuándo regresará, le da nuevas excusas. Eso es lo único que son. Excusas. Y al final, soy yo quien tiene que secar las lágrimas, quien tiene que encontrar formas de aliviar el dolor.

      Nos dirigimos hacia el final del camino de tierra para coger un taxi. A pesar de mis temblores y del mareo, tenía ganas de viajar en taxi. Rara vez podía subirme a un coche o ir a algún lugar fuera del pueblo. En el trayecto de ida al médico le pregunté a la tía Emperatriz si ella pensaba que la abuela Evila tenía razón.

      —¿Tú también crees que mis padres no regresarán?

      —No lo sé, Reyna —me contestó—. Por lo que he oído, El Otro Lado es un lugar muy bonito. Pero aquí…

      Movió las manos para que mirara hacia fuera por la ventanilla del taxi. Al hacerlo, vi la orilla del canal llena de basura, con desechos flotando sobre el agua, las casas de adobe en muy malas condiciones, los cuartitos hechos de palos, niños descalzos con el estómago hinchado por los parásitos, pilas y pilas de estiércol seco de caballo sobre el camino, perros callejeros llenos de pulgas descansando bajo la sombra de los árboles, con moscas que volaban a su alrededor. Claro que vi todo eso, pero también la montaña aterciopelada a nuestro alrededor, el cielo azul despejado, los hermosos jacarandás recubiertos con flores púrpuras, las buganvillas trepando en las cercas de los hogares, con sus pétalos magentas secos, meciéndose en la brisa. Vi la calle de adoquines que desembocaba en la hermosa iglesia La Guadalupe, papel picado de todos los colores ondeando sobre la calle.

      —Pero ¿no crees que también hay belleza en este lugar? —le pregunté a mi tía.

      Miró por la ventanilla y no me respondió. A medida que nos acercábamos al centro, seguí pensando que la belleza nos rodeaba por todas partes. Cuando el taxi se detuvo frente a la plaza, donde había madres y padres corriendo de la mano con sus hijos, comprendí que no importaba lo que yo pensara de Iguala.

      Sin mis padres allí, era un lugar de belleza corrompida.

      Si bien comencé a sentirme mucho mejor después de la inyección, la tía Emperatriz me dijo que debería dormir con ella aquella noche. Me acosté en su cama y la observé mientras se secaba el cabello con una toalla después de bañarse. Se metió en la cama y apagó la luz. Era extraño tener el cuerpo de una mujer a mi lado. En los dos años que habían pasado desde que mi madre se marchó, me había olvidado de cómo era dormir con ella.

      Me quedé escuchando la suave respiración de mi tía. Deseaba poder cerrar los ojos y acurrucarme a su lado, enterrar mi rostro en su cabello con aroma a rosas. Pero no lo hice y, en cambio, me moví hacia el otro lado de la cama, lo más lejos posible, y pensé en mi madre.

      Un día, en clase, estábamos aprendiendo los sonidos de las letras y el maestro escribió en la pizarra «Mi mamá me mima. Mi mamá me ama». Teníamos que leerlo a medida que él iba señalando las palabras.

      —Mi mamá me mima. Mi mamá me ama.

      Mi garganta comenzó a cerrarse y me sequé las lágrimas de los ojos. Cuando nos pidió que escribiéramos aquella frase diez veces, no pude evitar que mi mano temblara al hacerlo. Luego reordené las palabras para que formaran una pregunta: «¿Me ama mi mamá?».

      «Si es así, ¿por qué está tan lejos?»

      Deseé, una vez más, tener una fotografía suya. Había empezado a olvidar su aspecto, su olor, cómo era estar con ella. No recordaba el sonido de su voz o su forma de reír. Cada vez que cerraba los ojos para recordarla, oía la risa de la tía Emperatriz. Y si respiraba hondo, solo percibía la fragancia a rosas del champú que usaba mi tía.

       10

      El curso terminó y, para celebrar las buenas notas, ¡íbamos a ir al cine por primera vez! La tía Emperatriz nos llevaría a ver La niña de la mochila azul, protagonizada por Pedrito Fernández.

      Nos dirigimos a toda prisa hacia el pozo comunitario a buscar agua para bañarnos. Cuando regresamos a casa, me di cuenta de que quedaba muy poca agua de la que había recogido y de que tenía los tobillos casi en carne viva por el roce con los bordes de los cubos, y las palmas de mis manos, rojas y llenas de ampollas.

      Pero pensé en Pedrito Fernández