todos se encontraban en la iglesia para la ceremonia, nosotros nos pasamos toda la mañana desplumando pollos. Para cuando terminamos, el patio entero estaba cubierto de plumas, algunas todavía flotaban en el aire como pétalos blancos. Más tarde, a pesar de habernos bañado y frotado con un champú de esencia de manzanas, aún olíamos a plumas de pollo mojadas, y por la noche aún encontramos alguna pluma perdida en nuestro cabello. Imaginé que me estaba convirtiendo en una paloma que se marchaba volando para buscar a mis padres.
La fiesta de quinceañera se hizo en un salón hermoso. Élida parecía una princesa con su vestido rosa y zapatos del mismo color. Mago se pasó toda la noche sentada en una esquina del salón, compadeciéndose a sí misma y sintiendo celos de Élida.
—Esa estúpida con ojos de sapo no se merece esta estúpida fiesta.
Carlos aprovechó que todos estaban muy ocupados con la fiesta para escabullirse hacia la cocina y comer cuanto quiso. Yo, en cambio, me pasé toda la noche escondida debajo de la mesa, llorando porque mis padres me habían reemplazado.
Solo salí para ver el vals, el momento más importante de toda fiesta de quinceañera. Élida bailó con su acompañante y, luego, con sus padrinos. Se suponía que el último vals debía ser con su padre, como dice la tradición, pero como él no estaba, bailó con el sobrino de mi tía, que era carnicero. Criaba y mataba cerdos, y también regentaba un restaurante donde vendía pozole, chorizo, chicharrón y todo lo que llevara carne de cerdo.
—Mira cómo baila con el hombre cerdo —dijo Mago—. Qué adecuado.
Mis ojos se llenaron de lágrimas al ver a Élida bailar con un hombre que no era su padre. Rezaba por que mi papá regresara pronto. Cuando cumpliera quince, no quería bailar el vals con nadie que no fuera él.
Al día siguiente, la tía María Félix preparó las maletas y estaba lista para marcharse de regreso a Estados Unidos.
—Tía, ¿cómo es El Otro Lado? —le preguntó Carlos, deseoso de saber más sobre el lugar en el que vivían nuestros padres.
—Es un lugar maravilloso —le contestó—. Todas las calles están pavimentadas, no se ven caminos de tierra allí. No hay basura en la acera como aquí, hay camiones que la recogen todas las semanas. ¿Y sabes qué es lo mejor de todo? Los árboles allí son especiales, en ellos crece el dinero. Tienen dólares en lugar de hojas.
Cogió algunos billetes verdes de su cartera y nos los mostró.
—Esto son dólares —nos explicó. Nunca habíamos visto dólares. Eran tan verdes como las hojas de los árboles a los que trepábamos—. ¡Ahora imaginad un árbol lleno de estos!
Por la tarde se marchó con el pequeño Javier, tras prometerle a Élida que algún día volvería por ella. Por ahora, Élida tendría que quedarse y simplemente ver cómo el taxi se llevaba a su madre lejos otra vez. La abuela Evila le pasó el brazo por los hombros y la sostuvo mientras lloraba. Era muy extraño ver el rostro de mi prima bañado en lágrimas. Su mirada burlona había desaparecido. La joven que se burlaba de nosotros, que se reía de nosotros, la que nos llamaba «pequeños huérfanos», había sido reemplazada por una chica llorona y solitaria con el corazón partido.
Mago nos cogió de la mano y nos llevó hasta el patio trasero, para darle intimidad a Élida.
—Os quiero —nos dijo, dándonos un fuerte abrazo.
Entonces comprendí lo afortunados que éramos Mago, Carlos y yo. Al menos, nos teníamos los unos a los otros. Élida, en cambio, estaba sola.
Hablamos sobre esos árboles especiales donde crecían los dólares. Aunque estábamos seguros de que lo que mi tía había dicho no podía ser verdad, de todas formas fantaseábamos con esos ello.
—Si hubiéramos tenido árboles como esos aquí, papá no se habría ido —dije—. Podría haber comprado los ladrillos y el cemento para construir la casa con sus propias manos.
Hablamos sobre el día en que nuestros padres regresaran. El sueño de Carlos era que vendrían por nosotros en su propio helicóptero privado.
—Ya lo estoy viendo —nos contó—. Aterrizaría aquí, en medio del terreno.
Nos reímos ante la imagen de papá saliendo de un helicóptero, con el cabello agitado por el viento y con el rostro enmarcado por unas gafas de sol estilo aviador, acompañado por mamá, de pie a su lado, glamurosa. Imaginamos que todo el vecindario vendría corriendo a verlos llegar. Y nosotros estaríamos muy orgullosos.
6
Tras haberme sentido como una prisionera en casa de mi abuela, finalmente llegó mi primer día de escuela, y con él, ¡la libertad! O eso creía yo. Había esperado ese momento durante mucho tiempo. La abuela Evila no me había mandado al jardín de infancia, y por fin podía asistir a la escuela, lo que significaba que podría estar algunas horas fuera de casa, lejos de la vista de mi abuela. Lo mejor de todo era que podría tener mis propios libros, como los que Mago y Carlos traían a casa, libros llenos de poesía e historias divertidas con imágenes coloridas de las nubes, estrellas, personas y animales como zorros y aves. Disfrutaba mucho cuando Mago me leía algunas de las historias de sus libros, pero quería aprender a leerlas por mi cuenta.
A las ocho en punto de la mañana, Carlos, Mago y yo formamos una fila con el resto de los niños en el patio de la escuela, para saludar a la bandera.
Los niños que llevaban la bandera marchaban con ella alrededor del patio. Cuando pasaron a mi lado me enderecé y apreté la mano contra el pecho en señal de saludo mientras cantaba el himno nacional tan fuerte como podía.
Mago me dijo que debería estar orgullosa de haber nacido en Iguala, ya que en esa ciudad se redactó el tratado que daba por finalizada la guerra de la Independencia de México. En Iguala se confeccionó la primera bandera mexicana, el 24 de febrero de 1821. Por eso a Iguala también se la conoce como cuna de la bandera nacional. La primera vez que se cantó el himno nacional fue allí, en Iguala.
Miré la bandera con nuevos ojos, con nueva admiración y, mientras cantaba, hinché el pecho, orgullosa de haber nacido en Iguala de la Independencia.
Mi escuela era pequeña. Era cuadrada y todas las aulas daban al patio. Disponía de dos baños, uno para niños y otro para niñas, pero no había agua corriente. Teníamos que llenar baldes con agua de un depósito y vaciarlos en el retrete. Al menos había un retrete. En casa no.
Cuando finalizaron las actividades de la mañana, formamos una hilera y los maestros nos hicieron pasar a las aulas. Nos sentamos en nuestros asientos y, tras una breve introducción, el maestro comenzó la clase enseñándonos el alfabeto. Dijo que deberíamos haberlo aprendido en el jardín de infancia, pero la mitad de los alumnos no habíamos ido al jardín. Mientras lo repetíamos con él, me sentía orgullosa de saber las letras de mi nombre porque Mago ya me las había enseñado. Cuando nos pidió que escribiéramos nuestros nombres, no tuve que mirar a la pizarra para deletrearlo: R-E-Y-N…
Sentí un golpe punzante en mi mano y tardé un segundo en darme cuenta de que el maestro me había golpeado con su regla.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
Sostenía la regla en la mano derecha y la golpeaba despacio una y otra vez contra la palma de la izquierda.
—Escribo mi nombre —le contesté—. ¿Quiere ver?
Levanté mi cuaderno nuevo para mostrárselo. Deseaba que se hubiera fijado en el bonito rizo de la i griega, tal como Mago me había enseñado a hacerlo.
—No escribirás con esa mano —me dijo al quitarme el lápiz de la mano izquierda y colocarlo sobre la derecha—. Si te veo usando la mano izquierda, tendré que pegarte otra vez, ¿entendido?
Mis ojos se llenaron de lágrimas porque el resto de los estudiantes se habían detenido a mirarme. Respiré hondo y asentí. Cuando se marchó,