como la panza de un cerdito. Pero esta pequeña, que había nacido en aquel lugar especial y hermoso, era tan oscura como los nahuas, la tribu indígena que bajaba de las colinas para vender vasijas de lodo en la estación de trenes.
Mamá se olvidó de que yo estaba allí y dejó de susurrar, así que oí algo de lo que le estaba contando a la abuelita Chinta. Algo sobre otra mujer. Una pelea que mamá había tenido con papá. Estaba preparando la salsa verde y, mientras hablaba, aplastaba los tomates verdes asados con un mortero tan pesado que el jugo le salpicaba todo el vestido. Pero no parecía importarle. Decía que odiaba a papá y que nunca más quería volver a verlo.
—Me voy a vengar, madre. Lo juro.
—Cállate, Juana. No digas esas cosas. Él todavía es el padre de tus hijos —le recordó la abuelita Chinta.
—Pero ¡eso no puede ser! —las interrumpí—. Papá no puede querer a otra mujer.
Mamá levantó la vista, sorprendida. Al darse cuenta de que yo estaba en la habitación con ellas (y de que hacía un rato largo que estaba allí), se enfadó conmigo.
—¿Qué haces ahí? ¡Ve afuera y no vuelvas hasta que te llame!
Betty comenzó a llorar y yo misma comencé a notar algunas lágrimas asomando a mis ojos, pero a mamá no parecieron importarle nuestros lamentos.
—¡Fuera! —me gritó, y le hice caso.
Carlos estaba jugando a las canicas con algunos chicos, pero Mago no se había unido a las niñas para saltar a la cuerda. Cargué a Betty en mis brazos y me esforcé por sostenerla. Sus mejillas podían parecer rellenas de algodón de azúcar, pero ella pesaba más que un saco de maíz. Mago estaba sola, mirando a la nada, más allá de los árboles huizaches, y cuando miré en aquella dirección pude ver las torres de la iglesia La Guadalupe, cerca de la casa de la abuela Evila, asomándose como dos dedos. Detrás de ellas, La Montaña que Tiene Dolor de Cabeza se elevaba hacia el firmamento.
—¿La echas de menos? —le pregunté.
—¿A quién? ¿A mamá? Pero si acaba de volver… —me contestó—. ¿Y por qué estás llorando?
Comencé a llorar otra vez. No sabía por qué todavía sentía ese vacío tan familiar en mi interior cuando miré hacia La Montaña que Tiene Dolor de Cabeza. Si mamá ya había regresado, ¿por qué parecía como si no lo hubiera hecho?
Al rato se acercó Carlos, sonriendo y señalando hacia la casa.
—¿Os podéis creer que está aquí? Por fin será todo como antes.
Mamá asomó la cabeza por la puerta y nos pidió que regresáramos a la casa. Al mirarla, supe por qué aún sentía aquel vacío y aquel anhelo. Carlos estaba equivocado.
La mujer que estaba allí entonces no era la misma persona que nos había abandonado.
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