a la partera—, dondequiera que la lleve la vida, nunca olvidará de dónde viene.»
Pero luego Mago me tocó el ombligo y dijo algo que mi madre nunca había dicho. Me contó que mi cordón umbilical era como una cinta que me conectaba con mamá.
—No importa que ahora haya distancia entre nosotros. Ese cordón estará siempre ahí.
Me llevé la mano al ombligo y pensé en lo que había dicho mi hermana. Tenía la fotografía de papá para mantenerme conectada con él. No tenía ninguna de mi madre, pero ahora mi hermana me había dado algo para poder recordarla.
—Todavía tenemos una madre y un padre —me dijo Mago—. No somos huérfanos, Nena. Que no estén aquí con nosotros no significa que ya no tengamos padres. Ahora ven, vamos a contarle a la abuela lo de la aguja.
—Me pegará —le dije mientras nos encaminábamos hacia la casa—. Y también a ti, aunque no tengas la culpa.
—Ya lo sé —me contestó.
—Espera —le dije.
Salí corriendo y crucé la cerca antes de que el miedo se apoderase de mí. Corrí hacia la calle tan rápido como pude. Frente a la tienda, las hijas de don Bartolo seguían jugando. Me miraron con furia en cuanto me vieron llegar. De pronto, mis pies no querían seguir caminando y me llevé un dedo al ombligo.
—Lamento haberte dado con la moneda —le dije a la niña.
Se volvió para mirar a su padre, que había salido de la tienda y estaba junto a la puerta.
—Mi padre dice que tenemos suerte de que trabaje en una tienda. Si no lo hiciera, debería marcharse hacia El Otro Lado. No quiero que se vaya.
—Yo tampoco quería que mi madre se fuera —respondí—. Pero volverá pronto. Y mi padre también.
Don Bartolo sacó de su bolsillo la moneda de mi abuela y me la entregó.
—Nunca creas que tus padres no te quieren —me dijo—. Han tenido que marcharse precisamente porque te quieren mucho.
Compré la aguja para la abuela Evila y, mientras caminaba de regreso a casa, me dije a mí misma que quizá don Bartolo tenía razón. Debía seguir creyendo que mis padres se habían marchado porque me querían mucho y no porque no me quisieran demasiado.
3
No pasó mucho tiempo hasta que Élida se convirtió en nuestra enemiga. Ella era la nieta preferida y siempre se aseguraba de que no lo olvidáramos. Cuando llegó a la casa de la abuela Evila hacía seis años, cuando ella tenía siete, mi abuela echó a mi abuelo de la cama para hacer sitio para Élida en su habitación. Le daban todo lo que quería: un vestido nuevo, un nuevo par de zapatos, lujos y horas ilimitadas de televisión. Ante la insistencia de mi abuela, su madre incluso le enviaba regalos. Una vez recibió un walkman de El Otro Lado y se convirtió en la envidia de todo el vecindario. Se pasaba horas en la hamaca escuchando en su walkman canciones de Michael Jackson, mientras nosotros tres limpiábamos la casa de punta a punta.
Una vez, mi abuela consideró que Élida debía aprender a escribir a máquina para convertirse en la mejor secretaria de la historia de Iguala y, al poco tiempo, una máquina de escribir llegó de El Otro Lado. Se pasaba horas tecleando mientras nosotros no hacíamos otra cosa que las tareas del hogar y esperar regalos de El Otro Lado.
Nunca compartió sus cosas con nosotros y, cuando nos dejaba jugar con sus muñecas, teníamos que hacer de sirvientas mientras ella hacía de mujer adinerada. ¡Era incluso más mandona que mi abuela! No queríamos jugar con ella porque ya éramos suficientemente maltratados en la vida real como para soportarlo cuando estábamos jugando.
Pero lo peor de todo eran los apodos que Élida nos había puesto. A mí me llamaba «Patituerta» porque, como soy zurda, decía que era deforme. A Carlos lo llamaba «Calavera» porque era extremadamente flaco, excepto por su estómago inflamado por los parásitos. Y a Mago la llamaba «Piojosa» por todas las liendres que tenía en su cabeza. Carlos y yo nos aguantábamos, pero Mago no. Ella y Élida se peleaban constantemente como si fueran mujeres mayores, hasta que un día todo empeoró cuando Mago amenazó a Élida con llenarle la cabeza de piojos.
El cabello era la posesión más preciada de Élida. Era tan largo que caía por su espalda como una brillante cascada negra, y, cada dos o tres días, por la tarde, la abuela Evila se lo lavaba con jugo de limón para mantenerlo brillante y saludable. Llenaba un balde de agua, tomaba algunos limones del limonero y exprimía el jugo para añadirlo al balde.
Mago, Carlos y yo nos escondíamos detrás de un arbusto y la observábamos a través de las hojas. La abuela Evila le lavaba el cabello como si fuera una seda delicada y muy valiosa. Luego, Élida se quedaba sentada bajo el sol para que su cabello se secara y, más tarde, mi abuela se lo peinaba con pasadas cortas, empezando por las puntas. Se pasaba media hora peinando el largo, largo cabello de Élida mientras nosotros la observábamos a escondidas.
Nuestro cabello estaba lleno de piojos, nuestros estómagos, hinchados por los parásitos, pero a mi abuela no le importaba. Decía: «Quizá ni siquiera sois mis nietos».
Algunas veces deseaba que eso fuera cierto. Tampoco yo quería que ella fuera mi abuela.
—Vuestra madre no vendrá a recogeros —nos dijo Élida una tarde mientras estaba recostada con su cabello al sol para secarlo—. Ahora que ha encontrado trabajo y está ganando dólares, no querrá regresar, creedme.
Tres semanas atrás, mamá nos había llamado por teléfono para contarnos que había encontrado trabajo en una fábrica de ropa. Dijo que finalmente podía ayudar a papá a ahorrar para la casa y prometió enviarnos dinero para comprar zapatos y ropa. No podíamos decirle que no se preocupara, que el dinero que mandaba desaparecía cuando la abuela iba al banco a recogerlo. Mi abuela se sentaba a nuestro lado mientras hablábamos por teléfono, y si hubiéramos dicho algo malo de ella nos habría pegado.
—Volverá. Estoy segura —le dijo Mago a Élida.
Durante los dos meses y medio que habíamos estado allí, mis padres nos habían llamado todos los fines de semana. Mago siempre le recordaba a mamá su promesa de regresar en un año.
—No te engañes a ti misma —le dijo Élida—. Se olvidarán de ti por completo, ya lo verás. Siempre seréis los pequeños huérfanos.
—Habla por ti. Es tu madre la que no volverá —le contestó Mago, furiosa—. ¿Acaso no tiene otro niño en El Otro Lado?
Cuando mi hermana le recordó la existencia de su hermano estadounidense, Élida miró hacia otro lado. La abuela Evila salió de la casa con un gran peine de plástico. Se sentó detrás de Élida y comenzó a peinar su largo cabello con aroma a limón. Élida se quedó en silencio, sin responderle nada a la abuela cuando le preguntó qué le pasaba.
Una hora más tarde, Élida regresó al patio. Se recostó sobre la hamaca y se quedó mirándonos mientras realizábamos las tareas del hogar. Mago limpiaba y yo regaba las macetas de vincas y geranios de la abuela Evila. Por su parte, Carlos se encontraba en el patio trasero ayudando a mi abuelo a cortar el césped.
Élida se mecía en la hamaca mientras se comía un mango que había comprado en la tienda de don Bartolo. Era un delicioso mango cortado en forma de flor, con la pulpa amarilla espolvoreada con chile rojo. Se me hizo la boca agua al verla dando un mordisco.
—Mi mamá me ama —dijo.
—Oh, cállate —le dijo Mago.
Se volvió hacia Élida con la escoba y empezó a barrer en su dirección.
—¡Huérfana estúpida! —gritó Élida, escapando a toda prisa de la nube de polvo que Mago había formado—. ¡Piojosa!
—¿Y qué si tengo piojos? —le replicó Mago—. Si te descuidas te los pasaré todos a ti y veremos qué ocurre con ese hermoso cabello