llegan cada día niños inmigrantes y refugiados pidiendo permiso para quedarse y formar un hogar. Lejos de tratarlos como a personas, con amor y misericordia, el gobierno los considera delincuentes y los encierra en centros de internamiento sucios y masificados, donde a menudo no ven cubiertas las necesidades básicas porque no les proporcionan ni un cepillo de dientes ni jabón. A estos niños se los castiga por tener el valor de venir a nuestro país, y, aun así, siguen llegando de a miles, arriesgando la vida en el trayecto que separa sus hogares de nuestra frontera. La mayoría provienen de Honduras, El Salvador y Guatemala, así como de mi país de origen: México.
Tal vez te estés preguntando por qué vienen o qué hace que estén dispuestos a morir en el intento. Casi todos escapan de la violencia, la opresión, la pobreza, la corrupción, los desastres naturales provocados por el cambio climático, pero otros lo hacen por la misma razón por la que yo dejé mi país cuando era niña: para reencontrarse con sus padres.
Verás: en los países donde se vive en condiciones de extrema pobreza y donde hay poquísimas oportunidades de sobrevivir o prosperar, muchos padres se ven obligados a abandonar a sus hijos y partir en busca de una vida mejor. Esos niños pasan años y años sin saber si algún día volverán a ver a sus padres.
Y eso es exactamente lo que nos ocurrió a mis hermanos y a mí. Nuestros padres nos dejaron en México para viajar al norte de Estados Unidos en busca de trabajos mejores. Transcurrían los años y nuestro miedo y nuestra desesperación crecían. ¿Regresarían algún día? ¿Se habrían olvidado de nosotros? ¿Nos habrían reemplazado por unos niños estadounidenses? ¿Y si no los veíamos nunca más?
En algunos momentos pensamos en escaparnos para encontrarnos con ellos. Queríamos preguntarles: «¿Aún nos queréis?» Por suerte, nunca nos vimos obligados a realizar ese viaje. Después de un tiempo, mi padre regresó y, de un día para otro, estábamos cruzando la frontera de Estados Unidos con México, arriesgando la vida para que, al fin, la nuestra fuera una familia unida, como había soñado siempre.
Los niños inmigrantes y refugiados que llegan a la frontera en la actualidad no corren la misma suerte que yo. Para tener un futuro, a ellos no les queda otra opción que abandonar su casa, a menudo por su cuenta, y pocos logran asentarse en este país.
Escribí La distancia entre nosotros porque siento que todo niño inmigrante o refugiado tiene una gran historia detrás. Pensé que si contaba mi experiencia quizá podría arrojar luz sobre la cuestión de la inmigración y la polémica que suele rodearla. Espero que mi libro despierte entre los lectores compasión, comprensión y amor hacia todos los desplazados, especialmente hacia los niños.
Originalmente pensé este libro para un público adulto, pero no he querido dejar de compartir mi historia con los lectores más jóvenes, sean inmigrantes o no. En La distancia entre nosotros hablo de supervivencia y triunfo, de cómo, por más difícil que sea nuestra infancia, siempre debemos mirar hacia delante con esperanza sin que nada ni nadie nos impida convertirnos en la persona que deseamos ser.
¿Adónde quieres llegar? ¿Quién quieres ser? ¿Qué quieres lograr? Que nada ni nadie te lo impida. Aférrate a tus sueños. En tiempos difíciles, aférrate aún más a ellos y no los dejes escapar.
Abrazos,
1
—No me voy por mucho tiempo.
—¿Cuánto será? —quería saber. Necesitaba saberlo.
—No mucho —me contestó mi madre, cerrando su maleta.
Se dirigía a un lugar del que la mayoría de los padres nunca regresa, un lugar que primero se llevó a mi padre y ahora estaba haciendo lo mismo con mi madre.
Estados Unidos.
Mi hermana Mago, mi hermano Carlos y yo cogimos nuestras bolsas con ropa y acompañamos a mamá hacia la puerta de la pequeña casa que alquilábamos. Los hermanos de mamá estaban empaquetando nuestras pertenencias para guardarlas. Apenas salimos a la luz del sol, vi a papá durante un segundo. Mi tío estaba guardando un retrato de mi padre en una caja, así que corrí a toda prisa para quitárselo.
—¿Por qué te llevas eso? —me preguntó mamá mientras avanzábamos por el camino de tierra hacia la casa de la madre de papá, donde nos quedaríamos mientras mamá no estuviera aquí.
—Él es mi padre —le dije, y apreté el retrato contra mi pecho.
—Tu abuela tiene más fotos de él en su casa —me explicó mamá—. No tienes que llevarte esta.
—Pero ¡este es mi padre! —le señalé.
Ella no entendía que esa cara de papel detrás de una barrera de cristal era el único padre que conocía.
Papá se había marchado a Estados Unidos hacía dos años. Quería construir para nosotros una casa, una casa de verdad hecha de ladrillos y hormigón. Si bien era albañil y podía construir una casa con sus propias manos, no encontraba trabajo en México a causa de la debilidad de la economía, por lo que se vio obligado a marcharse hacia el lugar al que en mi pueblo todos llamaban El Otro Lado. Tres semanas atrás había llamado a mamá para decirle que necesitaba su ayuda. «Si los dos estamos aquí juntando dólares, será mucho más fácil conseguir los materiales para la casa», le había dicho.
Pero, al mismo tiempo, nos estaba dejando sin madre.
Mago (diminutivo de Magloria) cogió mis bolsas de ropa para que pudiera sostener la foto de papá en mis manos. El camino de tierra estaba lleno de rocas que esperaban hacerme tropezar, pero ese día me movía con mucho más cuidado que nunca, debido a que llevaba a papá entre mis brazos y podía romperse con facilidad.
Mi pueblo, Iguala de la Independencia, en el estado sureño de Guerrero, está rodeado de montañas. Mi abuela vivía en las afueras y, de camino hacia su casa, no aparté la mirada de la montaña más cercana. Era muy grande y suave, como si estuviera recubierta de terciopelo verde. Durante la temporada de lluvias, un círculo de niebla envolvía la cima, como el pañuelo blanco que la gente se ata sobre la frente cuando sufre dolores de cabeza. Por esto los lugareños la llamaron La Montaña que Tiene Dolor de Cabeza. Por entonces, yo no sabía cómo era El Otro Lado, ni tampoco mi madre. Ella nunca había salido de Iguala. Hasta ese día.
No vivíamos lejos de la madre de papá: al doblar la esquina, su vivienda ya estaba a la vista. La casa de la abuela Evila se encontraba en la falda de la montaña. Era una pequeña casa de adobe pintada de blanco y con techo de tejas. Algunas buganvillas subían por una de las paredes. La enredadera, densa y con flores rojas, creaba la ilusión de que la casa estuviera sangrando.
—Hacedle caso a la abuela —dijo mamá, mirándome fijamente. Los cuatro habíamos caminado guardando silencio. Se detuvo y se puso frente a nosotros—. Portaos bien. No le deis ningún motivo para enfadarse.
—Ella nació enfadada —dijo Mago por lo bajo.
Carlos y yo nos reímos. Mamá también, pero paró enseguida.
—Silencio, Mago. No digas esas cosas. Tu abuela nos está haciendo un gran favor al cuidar de vosotros. Escuchadla y hacedle caso en todo lo que os diga.
—Pero ¿por qué tenemos que quedarnos con ella? —preguntó Carlos, que iba a cumplir siete años el mes siguiente. Mago tenía ocho y medio, cuatro más que yo.
—¿Por qué no nos podemos quedar con la abuelita Chinta? —preguntó Mago.
Yo también había pensado en la madre de mamá. Su voz era suave como el arrullo de las palomas enjauladas alrededor de su humilde casa, y olía a aceite de almendras y a hierbas. Pero, por más que quisiera a mi abuela, siempre preferiría estar con mi madre.
—Papá quiere