y mamá pronto se quedó sola caminando por delante. Observé la foto que tenía entre mis manos, el cabello oscuro ondulado de papá, sus labios bien marcados, su ancha nariz y sus ojos color café mirando hacia un lado. Deseaba que hubiera estado mirándome a mí, y no detrás de mí. Deseaba que pudiera verme.
—¿Por qué te la llevas? —le pregunté al Hombre Tras el Cristal.
Como siempre, no respondió.
—¡Señora, ya estamos aquí! —gritó mamá desde la entrada de la casa de mi abuela.
En la acera de enfrente, el perro del vecino nos ladraba.
—¡Señora, soy yo, Juana! —agregó mamá, solo que más fuerte esta vez.
No abrió la puerta para entrar porque a mi abuela no le gustaba mi madre. Y la verdad era que tampoco le gustábamos nosotros, por lo que no entendía por qué papá quería que nos quedáramos allí.
Finalmente, la abuela Evila salió de la casa. Su plateado cabello estaba atado en un rodete tan tenso que estiraba todo su cuero cabelludo. Caminaba inclinada hacia delante, como si cargara con un saco de maíz invisible. Mientras avanzaba hacia la cerca, se secó las manos en el delantal, manchado con una salsa roja fresca.
—Hemos llegado —dijo mamá.
—Ya lo veo —le contestó mi abuela.
No abrió la puerta ni tampoco nos invitó a pasar para resguardarnos a la sombra del limonero que tenía en el patio. Como el radiante sol del mediodía me quemaba la cabeza, me acerqué a mamá para cobijarme bajo su sombra.
—Gracias por cuidar de los niños, señora —le dijo mamá—. Todas las semanas le enviaremos dinero para los gastos.
La abuela nos miraba a los tres y yo no podía distinguir si estaba enfadada o no. Siempre tenía el ceño fruncido, no importaba de qué humor estuviera.
—¿Y cuánto tiempo se quedarán?
—El que sea necesario —le contestó mamá—. Solo Dios sabe cuánto tiempo tardaremos en construir la casa que Natalio quiere.
—¿Que Natalio quiere? —le preguntó la abuela Evila, inclinándose sobre la cerca—. ¿Acaso tú no la quieres?
Mamá nos miró y nos rodeó con los brazos. Nos acercamos a ella. De pronto, las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas y sentí como si me hubiera tragado una de las canicas de Carlos.
—Claro que sí, señora. ¿Qué mujer no querría una bonita casa de ladrillo? Pero no al precio que tenemos que pagar para tenerla —le contestó mamá.
—Los dólares estadounidenses sirven mucho aquí —dijo la abuela Evila, señalando una casa de ladrillo a lo lejos en su terreno—. Mi hija se construyó ella misma una casa muy bonita con el dinero que ganó en El Otro Lado.
Nos volvimos para admirar la casa. Era la más grande de la manzana, pero mi tía no vivía allí. Nunca había regresado de Estados Unidos, a pesar de haberse marchado mucho antes que mi padre. Dejó atrás a mi prima Élida, de quien mi abuela se hacía cargo desde entonces.
—No estoy hablando de dinero —le indicó mamá a la abuela, y luego se volvió hacia nosotros y se agachó para ponerse a nuestra altura. Respiró hondo y añadió—: Trabajaré tan duro como pueda. Cada dólar que gane será para vosotros y para la casa. Estaremos de vuelta antes de que os deis cuenta.
—¿Por qué papá quiere que vayas solo tú y yo no? —preguntó Mago—. Yo también quiero verlo.
Al ser la mayor, ella podía recordar mucho mejor que yo a papá. Llevaba mucho más tiempo esperándolo.
—Ya te lo expliqué. Tu padre no tiene dinero suficiente para las dos. Además, voy allí para trabajar. Para ayudarlo con la casa.
—No necesitamos una casa. Necesitamos a papá —le contestó Mago.
—Te necesitamos a ti —agregó Carlos.
Mamá peinó el cabello de Mago con los dedos.
—Me marcharé durante un año. Prometo que después volveré y traeré a vuestro padre conmigo. ¿Prometes cuidar de Carlos y Reyna por mí, ser su pequeña mamá?
Mago miró a Carlos y luego a mí. No sé qué vio mi hermana en mis ojos, pero fue algo que hizo que su expresión se dulcificara. ¿Acaso veía cuánto miedo tenía yo? ¿Sentía que se me estaba rompiendo el corazón al perder a mi madre?
—Sí, mamá. Lo prometo. Pero tú también debes mantener tu promesa, ¿de acuerdo? ¿Volverás?
—Claro que sí —le contestó mamá.
Abrió los brazos y nos envolvió en ellos.
—No te vayas, mamá. Quédate con nosotros. Quédate conmigo. Por favor —le rogué, aferrándome con fuerza a ella.
Me dio un beso en la coronilla y me empujó suavemente hacia la puerta cerrada.
—Tienes que resguardarte del sol antes de que te dé dolor de cabeza.
Por fin la abuela Evila abrió la puerta para que pudiéramos entrar, pero nos quedamos quietos. Permanecimos allí con nuestras bolsas, y la idea de tirar la foto de papá al suelo para que estallase en pedazos cruzó mi mente. No soportaba que se llevara a mi madre solo porque él quería una casa y un terreno propios.
—No te vayas, mamá. ¡Por favor! —le rogué.
Mamá nos dio un fuerte abrazo a cada uno y nos besó para despedirse. Apreté mi mejilla contra sus labios coloreados con un pintalabios rojo de Avon.
Mago me sujetó con fuerza mientras veíamos cómo mamá se marchaba. Cuando desapareció en una curva del camino, me solté de la mano de mi hermana y eché a correr, llamando a gritos a mi madre. Entre lágrimas, vi cómo un taxi se la llevaba lejos. Entonces sentí una mano en mi hombro y me giré para ver a Mago detrás de mí.
—Vamos, Nena —me dijo.
No había lágrimas en sus ojos y, mientras caminábamos de regreso a la casa de mi abuela, me pregunté si, cuando le pidió a Mago que fuera nuestra pequeña mamá, nuestra madre también le estaba diciendo que no se le permitía llorar.
2
Todos los días, mientras Mago y Carlos estaban en la escuela, me quedaba junto a la cerca mirando el camino de tierra en el que mamá había desaparecido, deseando verla regresar.
—Ve adentro, Nena —me dijo Mago cuando llegó con Carlos de la escuela.
Me acompañó al interior de la casa, donde pasamos el resto de la tarde haciendo las tareas del hogar.
—No os quedaréis aquí gratis —nos había dicho la abuela Evila en cuanto la puerta se cerró detrás de nosotros la mañana en que mamá se marchó. Y ahora ya sabía qué significaba eso.
Habían pasado dos semanas y todo el vecindario sabía que nuestra madre se había ido. No podíamos ir a ningún sitio sin que la gente nos mirara con lástima. Un día, de camino a la fábrica de tortillas, Mago y yo pasamos frente a la casa del panadero, y su esposa nos miró y le dijo a su marido: «Míralos, pobrecitos, los pequeños huérfanos».
—¡No somos huérfanos! —le grité.
Cogí una piedra para tirársela, pero me detuve al comprender que mamá se sentiría muy decepcionada si lo hacía. Así que la solté y cayó al suelo.
Sin embargo, la esposa del panadero había visto la mirada en mis ojos. Sabía lo que yo había estado a punto de hacer.
—¡Qué vergüenza, niña! —me regañó—. Desearía que la tierra me tragara si tuviera una hija como tú.
—Vamos, no seas tan dura con la niña —le dijo el panadero—.