Carlos Salem

Matar y guardar la ropa


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esperaba. Nunca lo son.

coleccion capítulo-1

      Los niños duermen en el asiento trasero. Hemos comido en una hamburguesería de las que se anuncian en la tele, lo certifica la cantidad de juguetes y cosas de cartón colorido que pueblan el coche. Salimos de Madrid por una carretera llena de curvas y ellos duermen.

      Leti cumplirá quince años este verano, no recuerdo en qué mes. Se parece a su madre y me hace sentir incómodo.

      Antoñito tiene diez y Leticia arruga la nariz cuando dice que se parece a mí.

      A veces creo que me odian. O que me ignoran.

      Prefiero eso. Todo el mundo me ignora. Ignora quién soy y eso está bien.

      Es el primer verano que pasaremos juntos en dos años. Desde el divorcio. Leticia se los llevó como dos maletas más. Y no luché por ellos. No hubiera sabido.

      Ahora duermen, derrotados por el paseo, y el coche avanza cargado de maletas y bultos, escenificando el modelo de familia media que aprovecha la noche para viajar hacia el mar evitando aglomeraciones.

      El móvil, en el asiento del acompañante, intenta hacer el papel de Leticia.

      Por lo menos a él lo puedo apagar.

      No puedo. No debo. El cable que lo une al encendedor del coche representa un cordón umbilical que me ata a lo que no me importa ser el resto del año, pero este mes no, este mes de vacaciones en el mar y con los niños.

      Y en tiendas de campaña. Se han empeñado en ir a un camping, no les importa cuál, pese a que pude alquilar una casa o una cabaña junto a la playa.

      Tiendas de campaña. Dos. Leti se empeñó, porque planea que vuelva a casarme pronto y dice que es mejor que duerma en mi propia tienda, por si te sale una novia.

      Antoñito pensó en protestar pero luego calló. Le hacía ilusión dormir conmigo, pero le faltó valor para desafiar a su hermana.

      Me recuerda a mí, cuando yo no era yo.

      Un cigarrillo, la carretera por delante y ninguna prisa.

      Disfrutar de la soledad.

      En este oficio lo peor y lo mejor es la soledad.

      No te cruzas con muchos asesinos a sueldo en la cola del pan. Por eso mismo, cuando te toca trabajar con compañeros, suelen buscar las confidencias. Si tú fuiste el que liquidó a tal, o qué opinas del patinazo del Número equis en el caso cuál. Qué tipo de armas prefieres y cómo empezaste en esto. Por eso me gusta trabajar solo. De cualquier modo, es inevitable tener datos, caras e historias que quisieras olvidar pero conviene tener en cuenta.

      Por si un día vienen por ti.

      Y de todos los del oficio que conozco, soy el único que llegó hasta este trabajo por culpa de su mala puntería.

      Tony era más que mi amigo. Era mi hermano. Hermano pequeño, aunque teníamos la misma edad y celebrábamos juntos los cumpleaños. Lo hacíamos todo juntos y juntos seríamos piratas. La vida, con catorce años, consistía todavía en decidir si serías pirata o astronauta. Casi todos los niños querían ser astronautas, pero Tony y yo seríamos piratas. Tanto piratas como astronautas nos masturbábamos ya con entusiasmo, pero manteníamos intactos los sueños infantiles.

      Él sería mi primer oficial, aunque Tony prefería definirse como segundo de a bordo. Lo que estaba claro es que yo sería el capitán. Teníamos un parche en nuestro refugio, un parche flamante de piel legítima, comprado con nuestros ahorros en una tienda de disfraces. En el refugio mirábamos mapas de los mares y soñábamos con nombres de la China. Ahí todavía quedaban piratas y el problema era el idioma. Pero Tony se había ofrecido para estudiar chino y se ocuparía de eso, como yo lo haría del timón.

      Era bajo y frágil, tímido. Y un torpe para las actividades físicas.

      Yo era alto y desenvuelto, como un capitán pirata. En el instituto destacaba en todo y los demás asumían con naturalidad mi condición de líder. Por eso era previsible que aquella mañana, o cualquier otra, Soriano, el más fuerte del instituto rival, viniera a desafiarme. Dudé un momento, porque supe que me daba igual pelear o no pelear con él, olvidar su cara o romperle la cabeza con una roca. Esa sensación me desconcertó y Tony interpretó mi vacilación como miedo. Y se interpuso y le dijo a Soriano que él no era tan importante como para pelear conmigo y que lo esperaba esa tarde en el solar abandonado detrás del instituto.

      No pude evitarlo. Sólo espantar a los pocos curiosos con un gesto amenazador. Al volver a casa, Tony no habló del asunto, supongo que no quería avergonzarme. Yo estaba furioso, porque a un capitán pirata nadie le roba los duelos. Pero tenía que salvar a Tony. Tracé un plan y esa tarde, antes de la hora del desafío, me colé en nuestro refugio secreto y rescaté el parche de piel y la resortera «espacial». Era preciosa. Nos había costado meses de ahorro y mentir cines y otras salidas hasta reunir el dinero. Pero valía cada billete. Era japonesa, de acero inoxidable. Tenía un artilugio para encajarla en el antebrazo y las tiras de goma eran huecas, como las de los fonendos. Era nuestro arsenal.

      Me oculté en una loma a cincuenta metros del lugar y espere.

      Tony no tenía nada que hacer con Soriano, pero yo sabía que pegaría primero. Siempre lo hacía. Era rápido y te sorprendía, pero luego no remataba la faena, le faltaba rabia para seguir. Yo sentía esa misma falta de rabia cuando peleaba en los recreos, pero en mi caso me volvía más peligroso. Tony perdía todas las peleas pero pegaría el primero.

      Mi plan era simple: esperaría el golpe de Tony, y cuando retrocediera y Soriano fuera a pegarle, yo dispararía. Al cuello o a la cabeza. Lo suficiente para atontarlo y que Tony tuviera una oportunidad. Se lo debía.

      Llegaron casi al mismo tiempo. Tony miraba a los costados, acaso esperaba que apareciera en su auxilio. Se pusieron en guardia y estaban muy cómicos. Yo me bajé el parche sobre el ojo izquierdo y apunté. Tony sorprendió a Soriano con un golpe en la cara, no muy fuerte, y otro en el pecho. Soriano se tambaleó y Tony retrocedió. Tensé la goma y apunté mejor. Soriano se preparó a saltar sobre Tony y él, en lugar de hacerse un ovillo, como siempre, saltó hacia delante. Se movían abrazados y Tony no podría aguantar mucho más. Apunté otra vez y la piedra voló.

      Tony cayó, llevándose una mano a la cara. Soriano salió corriendo.

      Enterré la resortera en la arena y me quité el parche. Di un largo rodeo y llegué hasta Tony como si viniera de mi casa. Lloraba. Se agarraba el ojo izquierdo con la mano. La quité y lo que vi fue una masa roja. Le tapé el ojo con el parche y lo llevé hasta el hospital.

      Perdió el ojo. Y yo perdí el parche. Ya no sería un capitán pirata. No sería nada. A Soriano lo echaron de su instituto, y durante toda la convalecencia Tony me contó que estuvo a punto de ganarle la pelea. Se entusiasmaba y sonreía, con el parche cubriendo su ojo como una medalla.

      Meses después se fue del barrio y no volví a verlo hasta diez años más tarde.

      Yo me oculté en mí. Dejé de brillar, dejé de pelear, dejé de estar.

      En secreto, me entrenaba con la resortera, y luego con un rifle de aire comprimido y luego con armas de verdad. Llegué a tener una puntería envidiable. No me importaba. Tenía la certeza de que cuando estuviera en juego algo importante, volvería a fallar.

      Participaba en torneos lejos de mi pueblo, con nombre falso, sólo para recordar quién era. Pero en mi pueblo era un chico del montón, un poco tímido y silencioso. Mi madre a veces me miraba con ganas de preguntar algo, pero luego callaba.

      Nunca supo de mis éxitos en otros pueblos, porque tiraba los trofeos a la basura antes de volver a casa.

      Yo era Juanito, el chico de los Pérez.

      Y lo fui hasta que cinco años más tarde, cerca de Madrid, mientras celebraba