y era poco probable que me atraparan. Pero si me tocaba caer, fingiría un arrebato de locura o algo así. Si la empresa estaba detrás, dejarían en paz a mi amigo. El Teo-doro sería todo un invento, pero no era tan importante como para verse mezclados en un asunto así.
En el morral, limpia y aceitada, llevaba mi pistola de competición. Hacía un año que no participaba en torneos, pero mi puntería seguía intacta. Lo sabía porque periódicamente mi suegro me hacía protagonizar exhibiciones de tiro al plato en su casa de campo.
—Tiene puntería de cirujano —se ufanaba ante sus amistades.
Y todos aplaudían.
Tony y el gigante hablaban. Tony razonó con él y hasta irguió la espalda para demostrar que no le tenía miedo. El otro se rió en su cara.
No sé por qué Tony hizo aquello.
Estiró la mano hacia arriba y le pegó una bofetada.
Y otra.
Y otra más.
El tipo se quedó pasmado pero pude ver cómo se sacudía, miraba al parque desierto y sacaba una navaja enorme. Mi mano voló al morral o la pistola saltó hasta mi mano, no lo recuerdo. Avanzó para apuñalar a Tony y disparé. Al principio pensé que había fallado, porque estaba lejos y no fue el tipo el que cayó, sino Tony. Volví a disparar y el gigante se derrumbó, con una bala en la cabeza. La gente empezó a acercarse y caminé sin prisa en dirección contraria, hacia la salida más alejada. Rodeé corriendo el parque y, cuando volví a entrar, ya había llegado la ambulancia. Nadie se fijó en mí. Minutos antes El Retiro parecía desierto, pero al olor de la tragedia ajena habían brotado de la sombra docenas de parejas y estudiantes y jubilados. Al grandote se lo llevaron en una bolsa cerrada. Ya no amenazaría a nadie.
Rogué que la puñalada de Tony no fuera muy profunda.
No era una puñalada.
Mi primer disparo no había fallado del todo.
Se lo llevaron desmayado, con una bala en la pierna izquierda. Aunque tenía los ojos cerrados, juraría que me miró desde el parche, hasta que se cerró la puerta de la ambulancia. Pero eso era imposible.
Tony perdió la pierna y la policía no lo vinculó con la muerte del prestamista. Se daba por hecho que sólo era la víctima casual de un ajuste de cuentas con el tipo, que tenía antecedentes por robo y extorsión. Durante la convalecencia repetía todo el tiempo que si no llega a ser por la interrupción anónima, hubiera derrotado al gigante:
—¡Ya lo tenía, Juan, ya lo tenía!
Cuando estaban por darle el alta, dejé de visitarlo y no volví a verlo. Aunque durante un tiempo estuve pendiente de la suerte de mi amigo. Al final, vendió la patente de su invento por una suma cuatro veces mayor que la primera oferta.
La empresa obsequió a Tony con una pierna ortopédica de primera calidad y mientras duró su recuperación pusieron a su disposición una silla de ruedas motorizada ultramoderna y única en el mundo.
Llevaba incorporado un dispositivo que nunca salió al mercado.
Un Teo-doro.
Esperar aquí. A que amanezca. Siempre que llovió, paró, solía decirme el viejo Número Tres. Los niños siguen durmiendo y el camping parece un poblado de sombras coloridas.
No lo haré.
No dejaré que lo hagan.
Y menos el Número Trece, esa mala bestia.
Fumar. Pensar. Mirarlo todo tapándome un ojo mientras huelo el mar.
¿Ya habrá llegado Leticia con su misterioso novio? Seguro. Siempre le gustó conducir rápido.
¿Será una trampa para mí? Al fin y al cabo, Leticia, pese a sus modales de clase alta, no es nadie. Nadie que alguien quiera matar. Nadie que no sea yo. Parece imposible que no sepan quién es. Salvo que todo sea una trampa preparada para cazarme y que incluya a toda mi familia.
Imposible. No es el estilo de la Empresa. Y yo no he cometido ningún error en los años que llevo matando para ellos. Sean quienes sean. Lo más sensato sería escapar ahora, poner a salvo a los niños y esperar. Pero entonces no sabré si todo es un monumental error o una burla grotesca. Y siempre pueden hallarme. Al menos conmigo los niños estarán seguros.
Duermen con una paz que no se finge, es el momento en el que cada uno es como es, sin máscaras. Leti estirada, avasallando con piernas y brazos a su hermano que se encoge, tratando de molestar lo menos posible.
El pobre Antoñito ignora todavía que eso no impide que otros consideren que sí molestas. Y decidan borrarte con un gesto. Hay gente que mata sin tocar, porque la muerte es una mercancía cotizada pero sucia. Y acuden a los especialistas como yo.
Amanece.
Está decidido. Me quedaré a enfrentar lo que sea.
Y por deformación profesional, me sorprendo preguntándome cómo ocultaré la pistola mientras paseo por la playa en pelota picada.
Me parece oír a lo lejos la risa borracha del viejo Número Tres.
Pero es sólo el canto desafinado de un pájaro de mal agüero.
Todo en orden. En el camping nos esperaban. Reservas y pago por Internet a mi nombre. Hasta tenían la matrícula de mi coche y los nombres de los niños. Eso me molesta, pero no puedo hacer nada, no todavía. Por otra parte, me tranquiliza. Si tuvieran intención de hacerme participar en una entrega, hubieran usado cualquiera de las personalidades a prueba de policías desconfiados que he utilizado decenas de veces. Pregunto por Leticia pero en el ordenador no consta ninguna reserva con sus datos. Cruzo los dedos mentalmente: que sea un error, que por una puta vez la máquina del Número Dos se haya atascado. Estoy a punto de preguntar por la matrícula de su coche pero no me parece prudente.
Los niños están eufóricos, pero aún adormilados. Llegamos hasta la parcela y Leti toma posesión, señalando dónde irá mi tienda y dónde la suya. Exige distancia, por si te encontramos novia.
No parece asombrada de las pocas personas que caminan hacia los servicios con toallas en las manos y completamente desnudas. Antoñito duda un momento y después se quita la ropa.
—No seas bobo, nene —decreta Leti—. Todavía no, ¿no ves que tenemos que ir a desayunar y en el comedor sí que hay que ir vestidos?
Ya se ha aprendido las reglas básicas del camping, enumeradas en los folletos que me dieron en administración. Vamos hacia el comedor y en el camino nos cruzamos con una pareja de rubias madrugadoras que van hacia la playa. Desnudas. Saludo muy formal y una de ellas se quita la gorra y me desea buenos días en alemán. Se ríe de mi cara, supongo. O de la erección instantánea que he tenido al verlas venir y que abulta mi pantalón corto de padre de familia en vacaciones.
—¿Qué ha dicho? —pregunta Antoñito.
—No sé, hablaba en francés, creo —comento.
—Eso no es francés, papi. Y nos habrá saludado —dictamina Leti.
Ellos no saben que hablo cuatro idiomas además de inglés y español. Es parte de mi vida secreta, de todo lo aprendido mientras me creían vendiendo papel higiénico y compresas en hospitales de media Europa.
Porque, oficialmente, estoy empleado en la misma empresa para la que trabajaba Tony. No elegí esa tapadera, cuando me la proporcionaron hace ocho años. Pero me pareció justo. De alguna manera, por culpa de esa empresa me convertí en asesino a sueldo de la Empresa. En realidad, no sé para quién trabajo. Me pagan un buen sueldo, el que corresponde a un supervisor ejecutivo de primera clase. Todo legal, ningún problema con Hacienda. De hecho, hasta tengo un despacho en la empresa, pero