que no será de etiqueta, porque me dejé la pajarita en Madrid…
Otra carcajada. Si hay una tercera, no respondo.
—No te obsesiones con eso. Si aceptas un consejo, cuanto antes te liberes de la ropa, antes olvidarás que estás desnudo. Salvo que quieras pasarte un mes con la toalla en la cintura…
Sabe cuánto vamos a quedarnos. ¿Será parte de su trabajo o una muestra de interés por mí? Y lo que es más raro: ¿por qué la Empresa ha reservado un mes, coincidiendo con mis vacaciones, desde cuándo han planeado todo esto?
Su proximidad me impide pensar con claridad. En realidad, no quiero hacerlo.
—No veo que sigas tus propios consejos —digo señalando su vestimenta escueta: un short corto y una camiseta de tirantes bajo la cual sus pechos, seguramente libres, se mueven con elegancia.
—Son normas de la casa —suspira—. Vosotros podéis ir desnudos casi todo el tiempo y a casi todas partes, salvo el restaurante, la cafetería y la tienda. El personal, con excepción de algunas actividades, tiene que ir vestido.
Mientras hablábamos, hemos llegado ante una cala de agua azul oscuro. Yolanda se quita la ropa en dos movimientos breves y debajo no lleva nada.
—¿Y las normas?
—Hoy es mi día libre. ¿Vienes?
Corre hacia el mar y la sigo.
En la carrera deja caer su ropa y yo arrojo la toalla, como un peso muerto.
¿Cuánto tiempo hemos jugado en el agua, cuántas risas, cuántas olas? Es otro dato que me niego a calcular. Ni siquiera el recuerdo nebuloso de los niños y la segura furia de Leticia cuando vuelva al campamento logran imponerse a esta placidez en la que la erección sigue, pero como sigue un río. Natural y torrente, acunada por las olas. Al salir soy consciente de esa tensión pero sigo relajado. El agua resbala del cuerpo de Yolanda sin prisa, como si no quisiera abandonarlo y lo comprendo.
Al llegar junto a mi toalla caída, la recoge antes de que pueda usarla para cubrirme y se seca la piel. Me la tiende y cuando acabo de secarme, ya es una masa húmeda y pesada.
La dejo caer en la arena.
Yolanda se tiende boca arriba y mira al sol, que la mira con hambre.
La imito y durante un rato no hablamos.
El sol se oculta tras una nube blanca. Ella ríe de esa manera y busco el motivo. Está entre mis piernas, apuntando al sol.
Ella también mira:
—Es normal que el sol se esconda, si lo amenazas así.
Me siento, tratando de ocultar, y es peor.
Ella ríe otra vez y he perdido la cuenta, pero sé que ha sobrepasado el límite de seguridad. A decenas de metros, parejas desnudas pasean, ancianos serenos se tumban al sol, y tres o cuatro niños corretean por la playa.
—Lo siento, yo… —busco a Juanito, pero no acude.
—¿Qué sientes, Juan, estar vivo? —se sienta y me mira a los ojos. Yo lo intento—. ¿Cuantos años tienes, treinta y cuatro, treinta y cinco?
Eso no está en la ficha. Le digo que treinta y nueve y parece sincera al afirmar que si no fuera por los niños, me hubiera echado unos cuantos menos.
—Pero eso no importa. Tienes una mirada limpia, Juan. ¿Que llevas casi dos horas empalmado? ¿Y qué? Si supieras cuántos visitantes te sueltan todo un rollo filosófico del nudismo y lo inocente que es, para tratar de follarte al primer descuido…
Me muerdo para no preguntar cuántos lo consiguen. Pero en lugar de eso balbuceo que, de cualquier modo, me disculpe por «eso». Ella baja lentamente la mirada, con el efecto previsible, y declara:
—Nada que disculpar, Juan. En todo caso, lo tomaré como un piropo. Un piropo bastante considerable.
Todo está dicho.
Todo lo que se puede decir ahora, por lo menos.
Y por si quedara alguna duda, me reitera lo de la fiesta esta noche:
—Es una tradición por el comienzo de temporada, para que la gente se conozca. Y fuera hay fiesta para los niños.
—No sé si yo…
—Yo sí —me corta con dulzura—. Pero no para trabajar.
No me toca hasta mañana. ¿Vienes conmigo?
Disipadas las dudas, hablamos. Tiene los veintisiete años que calculé, y estudió Filología, aunque como aún no tiene plaza fija, cada verano trabaja en sitios como este, ya que practica el naturismo desde que era adolescente. Vive en Madrid, aunque en su acento asoma apenas, en ocasiones, un aire andaluz que no logro precisar. Málaga, me cuenta. No habla de su familia, ni de alguien especial. Pregunta poco y eso me gusta, porque me obliga a mentir menos.
Toca partir.
La playa empieza a vaciarse y sin palabras coincidimos en el deseo de que eso hubiera ocurrido antes, y en la conveniencia de irnos antes de que la soledad nos dé otras ideas. Mira hacia abajo. Mi erección se ha relajado, pero no del todo:
—Sigue siendo un piropo considerable —dice con malicia y disfruta con el salto que da mi sexo. Carcajada. Pero nos vamos.
De camino al campamento, aunque vestida otra vez, la siento más cercana. También algo nerviosa, como si necesitara de una respuesta a su invitación para la noche, una certeza. Me halaga su interés y alcanzo a decirle que me encantará volver a verla… aunque sea vestida.
—Todo tiene su momento —promete. Pero no puedo seguir el juego.
Apresuro el paso tratando de que no advierta mi urgencia por llegar a las tiendas, me despido antes de llegar a la zona común y argumento una visita impostergable a los servicios para separarnos. En cuanto la pierdo de vista, doy un rodeo y vuelvo al camino, perdido todo rastro de la erección que Yolanda sostenía.
Hace unos minutos, entre los árboles, junto a una gran caravana, acabo de ver un coche.
El que era de Leticia.
El coche cuyo conductor puede ser asesinado en cualquier momento.
Tarda en reconocerme. Yo lo identifiqué enseguida, aunque está mucho más gordo que la última vez. Viste unos bermudas plagados de flores, un parche de buena calidad, y nada más. Si no contamos la pierna ortopédica.
Se queda mirándome un momento, con la pregunta dibujada en los labios. De la caravana baja una chica rubia, alta y delgada, de pechos demasiado grandes para haber nacido con ellos. Va completamente desnuda y depilada, pero mi asombro por ver a Tony aquí le quita el protagonismo al que está habituada.
—Juan —dice él, y abre mucho los ojos.
—¿Tony? —pregunto, y suena como si deseara que no fuera él.
Nos abrazamos con cierta dificultad, porque yo estoy desnudo y me siento ridículo. Soy consciente de la mirada de la rubia que espera con los brazos en las caderas.
Se llama Sofía y es la novia de Tony. Me ahorro el cálculo de las diferencias de edad porque ella me mira con hostilidad mientras dice que tiene veinticuatro años y además él ya hace aparecer cervezas y sonrisas mientras le cuenta que yo era su mejor amigo, su capitán, su hermano perdido y vuelto a encontrar.
Mi primer impulso es escabullirme, pero tengo que saber lo del coche, aunque es fácil imaginar que Tony se lo compró a Leticia sin saber que había sido mío.
No hay mucho que contar. O sí.
En estos años, Tony venció la depresión y volvió a inventar