Carlos Salem

Matar y guardar la ropa


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descorre la cremallera de la tienda de los amantes.

      Ella asoma con la cara aún teñida de excitación y una pizca de vergüenza. Desnuda y con una toalla en la mano. Detrás, prolongando la complicidad del sexo reciente, el hombre, de rodillas, le habrá dado un beso o un mordisco en las nalgas mientras ella abría la cremallera. Lo delata la mirada.

      En toda mi vida, sólo he admirado de verdad a tres hombres.

      Uno era Tony, por el valor de su cobardía o viceversa, por atreverse a pegar primero aunque luego supiera que iba a perder, por sonreír como un pirata. Pero llevo años sin saber nada de él.

      El otro hombre al que he admirado fue el viejo Número Tres, pese a su vocación de putero y borrachín. Era el mejor del oficio y sabía mantener un halo de romanticismo en torno a una ocupación tan sumaria como la nuestra. Además, siempre fue un perfeccionista y me consideraba su obra, algo así como su legado. Incluso cuando lo maté, mientras se apagaba, me miraba con orgullo. Pero había dejado que lo sorprendiera, y eso moderó mi admiración.

      El tercer hombre al que he admirado desde hace años es el juez Gaspar Beltrán, un magistrado joven y sin miedo, que se ha atrevido a llegar hasta donde nadie pudo antes. Nada ha escapado de su tenaz persecución: ni el narcotráfico, ni el terrorismo, ni la corrupción política. He seguido su trayectoria con algo de envidia y a menudo pensé que yo podría haber llegado a ser alguien como él. Lo he visto cientos de veces en fotografías y en la tele, y en una ocasión en persona, a una decena de metros, mientras estudiaba el terreno para entregar un pedido a un testigo en una de sus causas por tráfico de armas. Pero nunca imaginé encontrarlo allí, desnudo, sonriente, saliendo a gatas de una tienda de campaña, tras besar el culo de mi ex mujer.

coleccion capítulo-1

      Leticia Menéndez-Brown, ex mujer de Juanito Pérez Pérez, toda una vida en los colegios más selectos de Madrid, abre los labios apenas mejorados por el colágeno y pregunta, con dicción perfecta:

      —¿Qué coño haces tú aquí?

      La algarabía de los niños por el encuentro inesperado me ahorra una respuesta que no sabría dar. Beltrán termina de salir de la tienda y lleva una toalla a la cintura, como yo. Ese detalle nos hermana. Tiende la mano porque se ha hecho cargo de la situación de inmediato. Aunque no creo que conociera mi cara: todas las fotos en las que yo aparecía, hace tiempo que han volado de la que fue mi casa.

      Cambiamos un par de frases sobre el azar y lo raro de conocernos así y aquí, y su sonrisa declara que ha venido para conformar a Leticia. Suena un móvil y se lleva la mano a la cintura, pero sólo encuentra el nudo de la toalla. Reímos.

      Leticia envía a los niños a la piscina mientras el juez se zambulle en la tienda, rescata el teléfono insistente y se pierde entre los árboles con una mirada de disculpa. Mi ex lo sigue con los ojos y cuando se vuelve, no veo en ellos el fastidio que mostraba cuando el que sonaba era mi móvil. Es lógico: Beltrán atiende asuntos importantes, yo vendo compresas por media Europa.

      Quien diga que la piel no tiene memoria, miente o nunca estuvo enamorado. Los cuerpos no olvidan. La mente, sí.

      Ver a Leticia, espléndida en su desnudez, firme por las clases de gimnasias varias que he pagado con mi sucio dinero de un oficio que desprecia sin saber del otro, me causa sensaciones contradictorias. Es cierto que está más morena por el sol, y que el divorcio le ha sentado de maravilla. Si hubiera sido una desconocida y me tocara calcular su edad, me equivocaría en cinco años de menos.

      Ella hace un gesto que, si no entierra el hacha de guerra, por lo menos lo aparta de sus manos. De momento.

      —No recordaba que estuvieras tan en forma, Juanito.

      Es una de las ventajas del divorcio: desde que estoy solo, no tengo que disimular los resultados del entrenamiento.

      —Tu juez tampoco está mal.

      —¿A que es un encanto?

      No pensarán lo mismo los narcos a los que Gaspar Beltrán ha fustigado, ni los terroristas que no descansan temiendo su ataque por el flanco menos previsible. Ni las mafias de la prostitución. Ni los políticos corruptos. Cualquiera de ellos puede haberlo marcado y lo liquidarán en cualquier momento.

      Leticia me alcanza un vaso y antes de llevarlo a mis labios sé que contiene exactamente la cantidad de bourbon y agua que yo solía utilizar. Siempre tuvo buena memoria. La mía, en cambio, me hace trampas. He estado miles de veces dentro de su cuerpo porque, incluso durante la decadencia de nuestro matrimonio, el sexo nos había mantenido unidos y al mismo compás. Sin embargo, al verla desnuda y rodeada de árboles me parece nueva, de otro.

      —¿Qué miras? Ni que fuera la primera vez que me ves en pelota…

      —Lo siento, no es eso… Es que… ¿Has vendido el coche?

      —Ah, sí, hace una semana. A una rubia alta y muy simpática. Pagó sin regatear y se lo llevó. ¿No te importa, verdad?

      Le digo que no y empieza a contarme de los chicos y de lo bien que se llevan con Gaspar, y me pierdo de su conversación, porque caigo en la cuenta de que el juez más amenazado del país no estaría por aquí, desnudo, sin guardaespaldas. Pero lo más probable es que Leticia no lo sepa. ¿Quiénes serán sus escoltas? ¿Dónde esconderán las armas? Por lo menos tendrá dos, pero no de los clásicos, para evitar ser detectados.

      —Despierta, Juanito. Te preguntaba por ti, ¿hay alguien especial o tu importante cargo ejecutivo no te deja tiempo para rehacer tu vida?

      —Yo… Prefiero que las cosas salgan solas, ya sabes.

      —Lo único que sé es que si vas por el camping así, medio empalmado todo el tiempo, algo terminará por salir.

      Ríe con picardía.

      ¿Me está provocando, a mí?

      Ruido de carrera y Leti deteniéndose un milímetro antes de chocar contra nosotros, perseguida por Antoñito. Giro con sonrisa paternal y me encuentro con los ojos celestes de la instructora. Con su sonrisa.

      Antoñito dice no sé qué de una competición que ha ganado dos veces y que, si no le creo, que le pregunte a Yolanda.

      Yolanda sonríe y asegura que es todo un campeón, pero en realidad me mira a mí. Me temo que el nudismo me está afectando y no puedo permitirme perder concentración en un momento así. Pero me sigue mirando sin descaro. Supongo que Leti, con el instinto social heredado de su madre, la ha puesto al corriente de la situación. Yolanda dice que quisiera hablar conmigo cuando tenga un momento y el momento es ahora, con los ojos de Leticia brillando de despecho al ver que otra mujer se acerca a las ruinas que ella desdeñó.

      Damos un paseo y por primera vez desde que empezó este viaje me siento tranquilo. La miro y pierdo parte de la tranquilidad.

      Una buena parte. Ella lo nota y ríe:

      —No te preocupes: es normal al principio, pero en cuanto lleves un par de días verás que te da igual.

      —Lo dudo, si te veo a ti —respondo.

      Un momento, no he contestado yo, sino el Número Tres.

      Es su voz, su sonrisa y hasta su forma de andar.

      Ella me mira con interés y baja los ojos.

      —Espero no haberte molestado —digo sin el menor tono de disculpa.

      —No. Oye, tu hija me ha contado de la sorpresa que os llevasteis. Si quieres, puedo hacer los arreglos para que os den otra parcela…

      —No es necesario, somos civilizados…, aunque yo no lo parezca.

      Suelta una carcajada franca y caminamos por la arena.

      —¿Hace mucho?

      —Dos años. Pero no se acaba