Carlos Salem

Matar y guardar la ropa


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      —Considéralo una inversión —dijo.

      En tercero y cuarto coseché matrículas de honor y en quinto dejé la facultad y entré a trabajar en unos laboratorios, como visitador médico. Acababa de nacer la niña, y Leticia me miraba buscando en los espejos la sombra del capitán pirata del que se había enamorado.

      Yo volvía a ser el apocado, el del montón, el que la Madre vio esta mañana en el ascensor de un edificio de la Castellana.

      Habían pasado diez años desde el solar abandonado detrás del instituto.

      Había vuelto a encontrar a Tony, en la Facultad de Medicina.

      Llevaba un parche en el ojo.

      Juraría que era el mismo parche.

      —A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre el viejo Tres. Yo sabía que era un borrachín y un putero. Y que era el mejor asesino que hubo nunca.

      Pero no sabía que fuera un jodido adivino.

      Porque hemos llegado a destino, falta poco para que amanezca, y el camping al que me han mandado para que vigile la muerte inminente de Leticia es un camping nudista.

      Los niños duermen como ángeles. Esperaré a que amanezca, aparcado junto a la entrada. Desde aquí, el camping parece un paisaje en sombras de gigantescas setas coloridas. Juraría que se oyen los ronquidos acompasados de los gnomos naturistas que habitan las tiendas. ¿Dormirán en pelotas los nudistas? Encaja en el estilo de Leticia traerse a su nuevo amor a un camping nudista de cinco estrellas.

      ¿Cómo será él?

      Como era yo, supongo. Aunque no recuerdo bien cómo era.

      De hecho, ella me habló alguna vez de este sitio, o de uno parecido, cuando estábamos juntos. Encaja en su estilo.

      Lo que no encaja en el estilo de Leticia es que alguien quiera matarla.

      Alguien que no haya estado casado con ella, digo.

      Ni que ese alguien consiga la atención de una empresa como la mía, sea cual sea.

      No matamos a cualquiera.

      Y no somos baratos.

      Siguen durmiendo y puedo fumar empujando el sol con el humo, apoyado en el morro del coche. Tiene que ser un error. Eso, un número equivocado en la matrícula que Dos me dictó. Aunque el modelo y el color del coche coincidían. Y Número Dos no se equivoca. ¿Una broma macabra, tal vez? Imposible: el Dos no sabe lo que es una broma. No tiene sentido del humor ni del amor. Nunca nos hemos visto cara a cara. Yo siempre trataba con el viejo Número Tres, hasta que Dos me llamó y me encargó matarlo. A veces imagino su cara, su aspecto, y lo veo escueto, seco, con cara de palo y brazos de rama. Sin raíces. Un árbol de la muerte, un contable de bajas que reportan dinero y un almacén lleno de asesinos eficaces esperando la orden. Creo que estas muertes no son para él más que entregas de pedidos, cantidades para el balance, sin sangre, ni dolor ni llanto.

      El Número Dos nunca hubiera aprobado lo del parque del Retiro.

      Aunque eso fue lo que me puso en el camino de su organización.

      Si no hubiera sido por el parche, aquella mañana en la Facultad no hubiera reconocido a Tony. Habían pasado diez años desde que lo perdí de vista y de pronto estaba ahí, con veinticuatro años y gordo como una bola. Eso me extrañó. Cuando éramos niños, juramos no engordar jamás y no admitir en nuestro barco a ningún tripulante gordo. No me sorprendió hallarlo en Medicina, porque además de primer oficial de mi barco pirata, de pequeño Tony soñaba con ser médico.

      —¿Quién iba a confiar en un cirujano tuerto y gordo? —dijo aquella vez, hace casi quince años.

      No estudiaba allí. Tony trabajaba para una multinacional que surtía de material sanitario e higiénico a hospitales, ministerios y universidades de toda Europa. Lo contó sin amargura. Él vendía las servilletas de papel con las que se limpiaban los morritos las niñas pijas de cinco facultades, y el papel higiénico con que acariciaban sus culitos que Tony nunca podría tocar.

      Lo invité a comer y seguimos hablando y bebiendo hasta la noche. Leticia había dejado la facultad ese año, después de nacer la niña, y pasaba unos días en la casa de campo de sus padres. Yo planeaba acelerar mi carrera presentándome por libre a varias asignaturas anticipadas.

      Tony me felicitó por la paternidad y celebramos el reencuentro.

      Estaba jodido, muy jodido. Y al mismo tiempo se lo veía radiante.

      Era y no era el Tony de siempre. Un Tony al cuadrado.

      Esa noche, cuando íbamos por el sexto whisky, me lo contó:

      —La idea llegó hace cinco años, cuando murió mi abuelo, ¿lo recuerdas? El pobre agonizó durante meses. Y lo que más lo humillaba no era la espera, sino la indefensión, el ridículo cuando tenía que ir al baño. Odiaba esos artilugios que te colocan en los hospitales, decía que ya que iba a perder la vida, por qué coño le quitaban también la dignidad. Y me hizo prometerle que inventaría algo más práctico. Yo siempre fui un manitas para las cosas mecánicas, ¿te acuerdas? Y le di vueltas al asunto durante años. Hasta que todo encajó.

      Brindamos por eso.

      No lo entendí muy bien, aunque me dibujó unos diagramas en servilletas de papel. Era como un váter químico pero hermético que el enfermo podía manejar sin ayuda. Lo novedoso era el tamaño reducido del artefacto, su forma discreta y el proceso de destrucción de las heces y lo demás. Era ecológico y terriblemente barato. Se le iluminaba la cara al hablar de su invento. Se acabarían los problemas para los ancianos y enfermos, y todo gracias a su abuelo. Porque Tony había patentado el dispositivo incluyendo el nombre de su abuelo:

      —¡Todos los viejos del mundo podrán tener su Teo-doro!

      El abuelo de Tony se llamaba Teófilo.

      Brindamos por el Teo-doro. Y en la copa número diez, ¿o fue en la doce?, se derrumbó. Estaba perdido y asustado. Para realizar el prototipo de su invento pidió el apoyo de su empresa y se lo negaron. Recurrió a un prestamista que, de pronto, tenía urgencia por cobrar y era un tipo peligroso, lo había amenazado de muerte. Además, de pronto, su empresa le quería comprar el invento por una buena suma.

      —Asunto resuelto, entonces —dije—: vendes, pagas y te sobra una pasta para instalarte por tu cuenta. ¡Brindemos por eso!

      —No entiendes, Juan. ¡Quieren comprar la patente del Teo-doro para impedir que se fabrique! Como es barato y duradero, se les acaba el gran negocio de los hospitales, la renovación de material cada año, todo eso…

      Sentí pena por Tony.

      Y supe que tenía que hacer algo por él.

      Me contó que a la tarde siguiente, a las cuatro, estaba citado con el prestamista en el estanque del Parque de El Retiro, pero que lo iba a mandar a la mierda; ahora que había vuelto a encontrarme se sentía otra vez un pirata y nadie lo asustaría. Supe que el prestamista no se dejaría convencer, porque la conexión con la empresa era clara. Según Tony, fue uno de sus jefes el que lo puso en contacto con el usurero. Tony, gordo y con parche en el ojo, no tenía mucho que hacer.

      Pero no le dije nada.

      Esa noche, solo en casa y antes de dormirme, tracé el plan. A la tarde siguiente falté a clase y me fui a El Retiro una hora antes de la hora de la cita. El tipo también llegó temprano. Porque tenía que ser él: grande y tosco, amenazador incluso cuando miraba a los patos escuálidos que aburrían el agua. Me recordó a Soriano y un solar abandonado junto al instituto, diez años antes. Tony llegó enseguida y venía muy nervioso. Daba igual: yo estaba allí, llevaba una gorra que me cubría la cara y fingía leer. Estaba a unos cien metros de ellos. Mi plan era simple: seguiría al prestamista cuando se separasen, lo alcanzaría antes de que dejara el parque y lo mataría. Así de sencillo. Ahora que lo pienso, no sentí la menor duda o prejuicio moral al respecto, aunque entonces aún no había