marcha ya, señor? —pregunté.
—¿No ve que sí, imbécil? —ladró.
El agujero apareció en su frente un instante después. El otro brotó tan cerca que parecía una prolongación del primero.
—Ya veo —dije.
El viejo Número Tres aplaudía con sincero afecto y me dio la mano.
Media hora después estaba en mi casa, encendiendo las velas de la tarta de Leti. Cumplía siete años.
Invento para Tony que tengo que encontrarme con un grupo de gente y él sonríe, comprensivo:
—Una tía. Siempre hay una tía. Si lo sabré yo. Si no, ¿de qué iba a estar en este bosque en pelotas, habiendo tanto hotel de lujo? Pero Sofía se empeñó y…
Quedamos en vernos luego y puedo marcharme antes de que vuelva la mujer de hielo, que adivino más caliente que cualquier fuego. Doy un rodeo para que Tony no sepa con exactitud en qué zona está mi tienda. Es una precaución inútil y lo sé: esto no es tan grande y acabaremos por cruzarnos. Pero es difícil desnudarse de los hábitos del oficio.
Aprovecho para pensar.
Todo indica que Leticia y los niños no son el objetivo.
En todo caso, el juez.
O Tony.
Si es el juez, por mucha admiración que me provoque, no intervendré.
Pero es la tercera vez que hallo a Tony en peligro y no permitiré que le hagan daño.
Esta vez lo ayudaré y todo saldrá bien.
A la tercera va la vencida, dice el refrán.
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