Carlos Salem

Matar y guardar la ropa


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      —Vamos, que tengo más que suficiente para un gordo inválido —ríe Tony mientras palmea el culo firme de Sofía.

      Yo lo escucho sólo en parte, con esa parcela de la atención que mi oficio secreto me enseñó a desarrollar. El resto de mí está pendiente de Sofía, aún sin mirarla. Su desnudez, claro, pero también algo más peligroso. Esa chica está desnuda como una navaja afilada, como una bala a punto de ocupar su lugar en el cargador, como una mano desnuda que puede matar al final de una caricia.

      Tony no advierte nada, embobado en su felicidad completa al fin, enamorado sin remilgos de esa muchacha seria que se dejará querer como una estatua; saltarín y festivo por el reencuentro con su querido capitán pirata al que, sin saberlo, ha ofrendado un ojo y una pierna.

      Yo asisto a su euforia distraído, porque más que el cuerpo sinuoso de Sofía, me atrapa lo que la chica oculta debajo de ese envoltorio perfecto. Ni siquiera es mi tipo, quiero decir que siempre me han gustado las mujeres con un punto de dulzura, aun en la pasión y el gemido.

      Yolanda, supongo.

      Hace muchos años que renuncié a saber si soy un monstruo o sólo un tipo común con un trabajo diferente.

      Pero sí sé que me gustan las mujeres buenas.

      Como Leticia antes de la amargura. O como creía que era Leticia.

      Sofía, en cambio, tiene tras la sonrisa ese frío del que hará lo que deba hacer, sin remordimientos ni alegría, sólo con ambición de cumplir un designio por el que no vale la pena preguntarse, porque las dudas atentan contra la puntería.

      Me sorprendo imaginando cómo será mi sonrisa.

      —Buena puntería, chaval —me dijo el hombre gastado de ojos alertas. Supe que vigilaba mi respiración, las fosas nasales, las pupilas, el pulso, buscando la emoción de los blancos perfectos tras la sucesión de explosiones. No hallaría nada, pero me pregunté por qué buscaba—. ¿No lo traes? —insistió al tiempo que presionaba el botón para acercar hasta nosotros el blanco de papel con la silueta perforada en la cabeza—. Se ve que te tienes fe…

      Si algo me faltaba, era fe en mí mismo.

      Tal vez por eso lo dejé enredarme en la invitación a una copa y otra y otra más, pese a la sensación de que sus preguntas alcohólicas eran una excusa, porque en realidad lo sabía todo sobre mí. Aquella noche llegué de madrugada a casa, borracho y esperando despertar con esa anomalía alguna alarma en Leticia, algo que alterase la apatía que ya se había mudado a vivir con nosotros.

      Leticia siguió durmiendo y la apatía ocupó algunos metros más de nuestras vidas.

      Por eso cuando días después me llamó a la oficina, tardé en recordarlo, pero acepté su nueva invitación como muestra de independencia.

      Podría reproducir palabra por palabra de lo que dijo aquella noche, su nombre y profesión declarados y la red de filosofía barata con que jugó a enredarme. Pero lo cierto es que, de algún modo, yo sabía que todo era una impostura. Y el oxidado instinto del bucanero que no fui me alentaba a seguirle la corriente para saber por qué.

      Al final de la noche, dejando de lado la exagerada borrachera que había puesto en escena en mi beneficio, el viejo Número Tres me hizo una oferta que cambiaría mi vida. O eso quise creer.

      Tengo que volver, tengo que pensar y, sobre todo, tengo que ordenar prioridades. Está claro que el objetivo es Tony, porque el coche de Leticia es ahora su coche. Estoy a punto de contárselo, pero él nunca tuvo contacto con mi familia y no necesita saber más. Elogio el coche por su fortaleza y el estado de conservación, pero Sofía arruga la nariz perfecta y se va a dar un paseo moviendo el culo.

      —Está cabreada todavía —confiesa Tony, jocoso—. Dice que soy un avaro, porque teniendo varios coches nuevos le he regalado un Mercedes de segunda mano. Es que conduce como loca y ya ha chocado varias veces…

      Todo encaja. Salvo el aire furtivo que Tony adopta en cuanto la muchacha se ha perdido de vista.

      —Además, no creo que tengan la matrícula de este coche. Lo acabo de comprar.

      Pregunta obligada y respuesta temida: nuevamente, está en peligro.

      Es vago, pero los indicios me preocupan. Competencia en sus empresas y un socio ambicioso con tres carreras, un máster y dos neuronas, empeñado en vender la gallina de los huevos de oro a lo que Tony definió como gente poco clara.

      —Joder, a mí me importaba un huevo, porque desde que conocí a Sofía he pensado en retirarme y disfrutar, ¿sabes? Pero todo tiene un límite y me negué a vender la cadena de residencias, porque vete a saber cómo tratarían esos bestias a los pobres viejos…

      O sea que mi amigo no ha abandonado su preocupación por los ancianos, y ya que no pudo proporcionarles la forma de facilitar sus evacuaciones, invirtió su dinero en levantar una cadena de residencias modelo por todo el país.

      —Y cuando dije que no, empezó todo, Juan. Me han seguido, varias veces, y he tenido algunos accidentes que bien podrían ser atentados, llamadas anónimas amenazadoras, y hasta un ultimátum.

      Le pregunto cuándo acaba el plazo.

      Dice que ya ha expirado, pero que él, cojo y tuerto, es todavía un pirata y no se rendirá.

      —Matar, chaval. Matar hijos de puta por un buen dinero. Acelerar el cáncer, lo llamo yo, porque casi siempre fuman y no van a durar mucho más.

      El viejo Número Tres se había quitado la máscara de pesado juerguista y sus movimientos eran precisos, aunque sus palabras tuvieran el mismo tono bonachón de horas antes.

      —Matar. Dilo. Dilo muchas veces y verás que pierde el sentido, suena como comer o cagar. Morir es una función fisiológica más y lo único que hacemos es garantizar que ocurra cuando beneficia a alguien y no cuando ya no importa una mierda. ¿Lo captas? Tú tienes condiciones, eres frío como un puto pez y disparas que es un primor. No estás pensando si se te ve bonito, no sacas el culo ni pones cara de pistolero de película. Tú disparas como quien mea, pero hace meses que te observo y nunca dejas caer una puñetera gota fuera. ¿Qué dices?

      Dije que sí.

      De alguna manera, me pareció lógico, resolvía mi problema. Yo podía ser yo y nadie lo sabría. Salvo yo, que seguiría instalado en el gris que había buscado para no hacer daño a nadie más. En cierto modo, era como ser pirata: acercarse al objetivo, abordarlo, hundirlo y volver a mi isla.

      Dije que sí.

      Me contó poco de la Empresa, y creí que ni siquiera él sabía demasiado. A veces insinuaba que era algo vinculado con el Gobierno, otras veces lo negaba y se partía de risa. Yo trabajaría directamente bajo sus órdenes, porque él era el mejor. Y yo tenía que ser el mejor con el tiempo, cuando le llegara el momento de colgar la pistola

      Hice cursos en diferentes países, en parajes solitarios, y fui entrenado por hombres callados que sólo se volvían un poco humanos cuando me veían disparar. El viejo Número Tres me enseñó todos los trucos y Leticia se limitaba a suspirar cuando volvía de una gira por hospitales de provincias o una convención en París.

      —¿Y para qué se reúnen los vendedores de papel higiénico de toda Europa, para ver en qué país se gasta más? —me preguntó una vez, y cuando estaba por responder comprendí que era una burla.

      Ni siquiera el notable incremento de mis ingresos provocó en ella el menor comentario. Simplemente cambiamos de casa por una mejor y compramos otro coche. Alguna vez la oí comentar desdeñosa con una amiga algo como sí, chica, se ve que ahora la gente caga más.

      Creo que si hubiera sido un médico rural muerto de hambre, también me hubiera odiado. Leticia siempre soñó con que yo fuera un gran médico, tan grande que eclipsara a su padre.

      Por fin estuve listo para empezar, según el viejo Número Tres.

      Un martes por la tarde entregué mi primer