Julio Amador Bech

Ensayos de hermenéutica


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lo señala Ricoeur (1999), destacando sus insuficiencias, para el efecto de un supuesto rigor científico, la lingüística estructural deberá eliminar un aspecto fundamental de la definición de signo que, entre los estoicos aparecía como significante, significado y cosa referida, mientras que en san Agustín y en la escolástica aparecía como la relación entre signum y res. Al excluir la referencia a lo real extralingüístico, se elimina de la comunicación al mundo real, referido por los discursos, y al ser humano vivo que se comunica con sus congéneres. Saussure lo afirma con toda claridad en el Curso: “La actividad del sujeto hablante debe estudiarse en un conjunto de disciplinas que no tienen cabida en la lingüística más que por su relación con la lengua” (1979: 64). Sobre el Curso de Saussure, Ricoeur llega a la siguiente conclusión: “En la lengua, nadie habla” (1999: 44). Expulsados de la lingüística estructural –y de la semiología, que de ella se derivó–, el habla, el hablante, su interlocutor y el mundo que sus discursos refieren deberán ser estudiados por otras disciplinas como la hermenéutica, la pragmática, la antropología lingüística, la sociolingüística y la psicología de la comunicación, cuyo asunto a estudiar son los procesos vivos de la comunicación.

      A pesar de limitarse al análisis de los textos, en sí mismos, dejando fuera de su análisis los factores extralingüísticos, en su estudio sobre las mitologías modernas Barthes muestra la existencia de una doble estructura significante en el mito, lo concibe como un sistema semiológico segundo (1980: 205-206). Tenemos, desde su punto de vista, dos planos diferentes de significado en el mito. El primero sería el del lenguaje objeto, que podemos identificar con el plano literal, correspondiente a la historia o suceso narrado: el acontecimiento en sí mismo. En este plano nos limitamos a la simple narración de la historia, nos ceñimos a los hechos relatados, por extraordinarios que estos puedan parecer. Pero en el mito, como en la imagen poética o pictórica, el plano literal es sólo una figura metafórica que sirve de medio para transmitir un sentido o conocimiento “oculto”, un segundo plano de significado, el que él llama “metalenguaje”. Es decir, el mito posee un sentido implícito diferente del sentido explícito presente en su literalidad. El segundo sentido (metalenguaje), que podemos entender como plano conceptual, por oposición al primero, revela su sentido profundo. Se aborda, así, al mito, ya sea en su forma de texto o de imagen, en tanto estructura significativa que pide ser interpretada.

      Por su parte, y desde su perspectiva hermenéutica, Ricoeur muestra la distinción de niveles significantes como el nudo semántico de toda hermenéutica. Ya sea en la exégesis de los textos sagrados, en la interpretación de los fenómenos inconscientes que lleva a cabo el psicoanálisis o en la imaginación poética, el elemento común es una cierta arquitectura del sentido que propone un “doble significado” o un “múltiple significado” (2003:17; 2014: 16-18). De tal suerte, Ricoeur definirá la interpretación como el trabajo del pensamiento que consiste en “descifrar el significado oculto en el significado aparente”, desenvolviendo sus niveles, implicados en el plano literal (Ricoeur, 2003:17). Si, a la manera de Ricoeur, se entiende el símbolo como una expresión polisémica y existencialmente caracterizada, la mera decodificación epistémica sería insuficiente, exigiéndose, así, una aproximación hermenéutica, es decir, ontológica; más aún, la hermenéutica encuentra su razón de ser en la interpretación de los símbolos:

      Llamo símbolo a toda estructura de significación donde un sentido directo, primario y literal, designa por añadidura otro sentido, indirecto, secundario y figurado, que sólo puede ser aprendido a través del primero. Esta circunspección de las expresiones de doble sentido constituye propiamente el campo hermenéutico […] la interpretación es el trabajo del pensamiento que consiste en descifrar el sentido oculto en el sentido aparente, en desplegar los niveles de significación implicados en la significación literal […] Símbolo e interpretación se convierten en conceptos relativos. Hay interpretación allí donde hay sentido múltiple, y es en la interpre­tación donde la pluralidad de sentidos se pone de manifiesto (Ricoeur, 2003: 17 [cursivas en el original]).

      En años posteriores (1976) Ricoeur matizó su posición al respecto, ampliando el ámbito de la hermenéutica para abarcar “el problema completo del discurso” (2006: 90).

      Hace algunos años yo solía relacionar la tarea de la hermenéutica principalmente con el desciframiento de las diversas capas de sentido del lenguaje simbólico y metafórico. Sin embargo, en la actualidad pienso que el lenguaje simbólico y metafórico no es paradigmático para una teoría general de la hermenéutica. Esta teoría debe abarcar el problema completo del discurso, incluyendo la escritura y la composición literaria. Pero aun en este planteamiento se puede decir que la teoría de la metáfora y de las expresiones simbólicas permite que se prolongue decisivamente el campo de las expresiones significativas, al agregar la problemática del sentido múltiple al del sentido general (Ricoeur, 2006: 90).

      Resulta pertinente incluir aquí la aclaración de Franz K. Mayr sobre las diferencias de enfoque de la hermenéutica con respecto a la semiótica y el estructuralismo:

      En la tradición hermenéutica, el lenguaje no se entiende primariamente como sistema de signos objetivable y susceptible de formalización matemática, sino como lenguaje materno, vinculado al tiempo, a la situación y a la tradición, y dotado de la fuerza expresiva del lenguaje cotidiano, que encuentra su culminación en el lenguaje poético, como mensaje lingüísticamente mediado por una experiencia global del mundo, dialógica e histórica. Aquí el lenguaje se concibe partiendo del acto de habla contextual y social-histórico, desde su apertura a las variaciones de sentido, y se le concede prioridad a la “función expresiva” sobre la “función representativa” (Mayr, 1994: 322-323).

      A la hora de enfrentar el problema de la comprensión, implicada en todas las formas que reviste la comunicación humana, de sus múltiples expresiones en el discurso, en las imágenes, en los gestos y en las cosas fabricadas, nos encontramos en el campo de las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) y en este terreno específico, que es el nuestro y el propio para plantear adecuadamente las preguntas acerca de la comprensión y de la interpretación, ocurre que, por ser nuestro terreno, como seres humanos que somos, estamos inmersos en él, estamos inmersos en la tradición, estamos inmersos en la propia historia que queremos comprender, de tal manera, el preguntar adquiere una forma particular. Gadamer ha desarrollado ya este asunto en todas sus consecuencias, mostrando que “en las ciencias del espíritu no puede hablarse de un ‘objeto idéntico’ de la investigación, del mismo modo que en las ciencias de la naturaleza” (1999: 353).

      La investigación histórica está soportada por el movimiento histórico en que se encuentra la vida misma, y no puede ser comprendida teleológicamente desde el objeto al que se orienta la investigación. Incluso ni siquiera existe realmente tal objeto. Es esto lo que distingue a las ciencias del espíritu de las de la naturaleza. Mientras que el objeto de las ciencias naturales puede determinarse idealiter como aquello que sería conocido en un conocimiento completo de la naturaleza, carece de sentido hablar de un conocimiento completo de la historia. Y por eso no es adecuado en último extremo hablar de un objeto en sí hacia el que se orientase esta investigación (Gadamer, 1999: 353).

      Al comienzo de su magna obra Verdad y método, Gadamer sostiene que “El fenómeno de la comprensión no sólo atraviesa todas las referencias humanas al mundo, sino que también tiene validez propia dentro de la ciencia, y se resiste a cualquier intento de transformarlo en un método científico” (1999: 23). Más adelante amplía su argumentación, afirmando que “las ciencias del espíritu vienen a confluir con formas de la experiencia que quedan fuera de la ciencia: con la experiencia de la filosofía, con la del arte y con la de la misma historia. Son formas de experiencia en las que se expresa una verdad que no puede ser verificada con los medios de que dispone la metodología científica” (1999: 24).

      Hacia finales del siglo xix, en su Introducción a las ciencias del espíritu (1883) y en franca confrontación con el positivismo de su tiempo, Wilhelm Dilthey fue el primero en establecer,