—Claro que sí, pero tú no me amas.
—Yo si te amo, Alice. Claro que lo hago.
—Christopher, seamos claros, por favor. —Por primera vez en toda mi caminata me detuve en seco para mirarlo—. Si realmente me amaras me tendrías como una prioridad en tu vida y jamás hubieses pensado en estar con otra chica para satisfacer tus obsesivas ganas de tener sexo. Hubieses venido aquí para decirme: «Alice, ¿sabes? Necesito que tengamos más actividad sexual», o algo así. Tal vez hubiésemos podido solucionar este problema, pero ya lo arruinaste, ya estuviste con otra mujer y hasta ayer yo solo pensaba ingenuamente que solo habían sido un par de besos, pero simplemente eres peor de lo que imaginé, eres una mierda, Christopher.
—Alice, tampoco debes tratarme de esa manera. Yo realmente te amo, cometí un error, lo sé, pero puedo solucionarlo.
—Me has hecho perder dos años de mi vida…, «mi amor» —reí con ironía.
—Alice…
—Ya es suficiente, Christopher. Me importa una mierda todo esto, ni siquiera quería hablar contigo. Si la tal Jazmín te gusta, vete con ella, sean felices teniendo sexo todo el día. Sé feliz —sonreí.
—No seas así de cruel conmigo justo ahora, por favor.
—Jamás pensaste en mí.
—Siempre lo hice, solo estás aprovechando esta situación para exagerar.
—Ya déjame en paz, ¿sí? Yo no soy la culpable de toda esta mierda.
Christopher me observó silencioso y yo apresuré el paso, ya que estaba congelándome y estábamos cerca de la escuela. Llegué justo al toque de campana y subí corriendo las escaleras, entré a mi salón de clases divisando a mis amigas que estaban sentadas al final de la sala, como siempre acostumbrábamos. Las saludé y rápidamente me senté en mi pupitre.
—¿Estás bien? —me preguntó Lía.
—Sí, ¿por qué?
—Ya no mientas, tienes una cara de culo… —comenzó Jamie.
—Terminé con Christopher.
Ambas abrieron sus ojos de par en par mirándome, creo haber escuchado a Lía decir: «Ustedes estarán juntos toda la vida» más de una vez.
—¿Por qué? ¿Qué te hizo? —preguntó Jamie con ansias y con un enojo que no podía disimular.
Les conté lo que había ocurrido mientras ellas escuchaban con atención.
—Creo que Liam se merece una disculpa.
—Lo sé —miré la mesa de mi pupitre.
El día no pasó tan rápido como esperaba, pero mis amigas me ayudaron sobremanera a olvidarme de lo que había ocurrido, aunque no dudaba que él seguiría esperándome para hablar conmigo una y otra vez.
—¿A qué hora salíamos hoy? —le pregunté a Jamie cuando me di cuenta de que ya era muy tarde y quería estar en casa.
—Tres treinta —contestó.
Estábamos pasados por quince minutos y la campana no había sonado. Las reglas decían que, si la campana no sonaba, el profesor no podía dejarnos salir del salón y, por supuesto, todas obedecíamos, si no, estaríamos castigadas hasta el año tres mil.
—Chicas, vengo en un minuto. No se escapen —nos indicó el profesor saliendo del salón de clases. Ninguna se movió de su pupitre, pero algunas comenzaron a mirar por las ventanas del edificio para saber lo que estaba ocurriendo.
De pronto, escuchamos gritos fuera del salón de clases. Hombres.
Hombres diciendo groserías y una compañera de inmediato se puso de pie, la vimos asomarse por la puerta mientras todas estábamos esperando alguna respuesta.
—¿Qué sucede? —pregunté con mi estómago hecho un nudo.
—No lo sé, odio estar en el último piso del edificio —respondió, pero al entrar cerró la puerta con pestillo.
—Quiero irme a casa, tengo un mal presentimiento —comentó Lía mirándonos. Sus ojos solo gritaban «miedo». Cuando Lía tenía un presentimiento, siempre ocurría algo, bueno o malo, pero ocurría.
De pronto me percaté de que todas estábamos murmurando y ni siquiera sabíamos por qué, y cuando estaba decidida a decirle a mis amigas que saliéramos del salón, alguien intentó abrir la puerta, pero como estaba cerrada comenzaron a hacer fuerza, no sé cómo todas llegamos al otro extremo de la sala arrancando de la puerta, hasta que finalmente se abrió a la fuerza de una patada. El picaporte se estrelló con el otro extremo del salón y algunos trozos de madera se esparcieron en la cerámica. El grito de algunas se hizo presente y solo podía pensar, «¿qué demonios ocurre?». Un tipo vestido de negro entró al salón. Tenía una pistola en su mano y solo podía pensar en lo alto y grande que era. Su rostro estaba cubierto.
—¡Cállense! —gritó, su voz grave y rasposa me congeló.
Todas obedecimos. No podía entender lo que estaba ocurriendo, ¿era una broma? Por favor, que alguien viniera a sacarnos de aquí. Todo pasaba en segundos, tan rápidos que apenas me daba cuenta si estaba respirando correctamente. Sentía mis piernas temblar y solo el dolor en mis brazos hizo que me percatara de que Jamie y Lía estaban agarradas a mí como si pudiese protegerlas. Era una pesadilla, sí, eso era.
—No griten y ninguna saldrá herida —ordenó el hombre—. Me importa una mierda que sean jóvenes, no dudaré en asesinarlas si algo sale de su boca una vez más.
Quería correr, pero la voz del tipo me tenía histérica y estática como una estatua. Nos hizo salir del salón de clases y rápidamente me percaté de que éramos la única sección que quedaba en la escuela, exactamente treinta chicas.
—¿Qué nos hará? —se atrevió a preguntarle una compañera con su voz temblorosa.
El tipo sonrió con ironía, pudimos escucharlo, y la ignoró. Nos sentó en la cerámica del pasillo y fue amarrando una a una nuestras muñecas con una cuerda vieja en la espalda. Nos amenazó una vez más diciéndonos que no gritáramos porque nos mataría si lo hacíamos.
Luego de unos segundos llegaron más hombres con sus rostros cubiertos y rápidamente fueron llevándose una a una a mis compañeras a quien sabe dónde. Luego uno de los hombres se acercó a mí, me tomó del brazo con brusquedad y me hizo caminar por las escaleras hasta el segundo piso y me metió a un salón de clases completamente vacío y muy oscuro. Las ventanas estaban cubiertas.
—¿Qué…, que ocurre? —al fin hablé, confundida y completamente aterrada. El hombre me amarró los pies mientras me ignoraba—. Por favor, dígame qué ocurre —casi supliqué al borde del llanto.
—Solo cállate si no quieres meterte en problemas.
Me quedé en silencio observando lo que hacía, siguiéndolo con la mirada y sin perderme ningún segundo de sus movimientos. Luego salió del salón. Me quedé congelada con la espalda en la pared e intentando que la desesperación no se metiera en mi cuerpo. ¿Qué demonios era esto? No quería ni siquiera decirlo en voz alta para que no se volviera real.
Estuve alrededor de dos horas sentada. Mi teléfono no dejaba de sonar y por más que intenté sacarlo, no pude hacerlo. De pronto, la puerta se abrió dejándome ver a dos tipos. «Este es el fin», pensé.
—Ponte de pie —me ordenó uno de ellos, intenté ponerme de pie, pero en mis intentos fallidos el mismo se acercó y me puso de pie con agresividad. Se acercó aún más y comenzó a revisar mis bolsillos. Sacó mi teléfono y lo lanzó a la pared, quebrándolo de inmediato.
—¡¿Qué diablos ocurre contigo?! —grité, pero de inmediato me arrepentí por mi atrevimiento. El hombre empuñó su mano y me golpeó en la cara tan fuerte que tuve que mantener el equilibrio para no