León Tolstoi

Anna Karenina


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los pongo de inmediato —dijo en alta voz.

      Y se fue a buscarlos.

      —Señor, hace tiempo que usted no venía por aquí —le dijo el empleado, mientras cogía el pie de Levin para sujetarle los patines—. A partir de entonces no viene nadie que patine igual que usted. ¿Queda bien de esta manera? —finalizó, ajustándole la correa.

      —Muy bien, muy bien; termine rápido, por favor —contestaba Levin, sin casi poder contener la sonrisa de felicidad que luchaba por aparecer en su cara. «¡Eso es vida! ¡Eso es felicidad! ¡Juntos, vamos a patinar juntos!, me dijo. ¿Y si se lo dijera en este momento? Pero tengo miedo, porque ahora me siento dichoso, dichoso aunque sea únicamente por la esperanza... ¡Pero es necesario decidirse! ¡Tengo que acabar con esta incertidumbre! ¡Y en este mismo instante!».

      Se puso en pie, después de quitarse el abrigo y, recorrió el hielo desigual inmediato a la caseta, deslizándose sin ningún esfuerzo y salvó el hielo liso de la pista, como si le fuese suficiente la voluntad para animar su carrera. Tímidamente se acercó a Kitty, sintiéndose tranquilo al ver la sonrisa con que le recibía.

      Kitty le dio la mano y ambos se precipitaron juntos, cada vez a más velocidad, y cuanto más rápido iban, con tanta más fuerza ella le oprimía la mano.

      —Aprendería muy rápido con usted, porque, no sé a qué se podrá deber, pero cuando patino con usted me siento totalmente segura —le comentó.

      —Y cuando usted se apoya en mi brazo, yo también me siento más seguro —contestó Levin. Y de inmediato, asustado de lo que acababa de decir, se puso rojo. Y, efectivamente, apenas pronunció estas palabras, de la misma manera como el sol se esconde entre las nubes, de la cara de Kitty desapareció toda la suavidad, y Levin entendió por la expresión de su rostro que la muchacha se concentraba para meditar.

      En la tersa frente de la joven se marcó una leve arruguita.

      —¿Le ocurre algo? Disculpe, no tengo ningún derecho a... —rectificó Levin.

      —¿Por qué no? No me ocurre nada —contestó ella con frialdad. Y agregó—: ¿Todavía no ha visto a mademoiselle Linon?

      —No, aún no.

      —Ella le aprecia mucho. Vaya a saludarla.

      «¡Dios mío, se ha enfadado!», pensó Levin, al tiempo que se dirigía hacia la vieja francesa de cabellos grises y rizados que estaba sentada en el banco.

      Ella le recibió como a un viejo amigo, mostrando su dentadura postiza al reír.

      —¡Cómo crecemos!, ¿verdad? —le dijo, señalándole a Kitty —¡cómo envejecemos! ¡Ya «Tiny bear» es mayor! —siguió, riendo, y recordando los apodos que Levin le daba antiguamente a cada una de las tres hermanas, comparándolas con los tres oseznos de un cuento inglés muy popular—. ¿Recuerda que la llamaba de esa manera?

      Él ya no lo recordaba, pero la francesa llevaba diez años riendo de eso.

      —Vamos, vaya a patinar. ¿No es cierto que nuestra Kitty ahora lo hace muy bien?

      Cuando Levin se aproximó a Kitty nuevamente, había desaparecido la severidad del rostro de la muchacha; su mirada, como antes, era sincera y suave, pero a Levin le pareció que había algo de fingido en la tranquilidad de sus ojos y se sintió muy triste.

      Ella, después de hablar de su anciana institutriz y de sus peculiaridades, le preguntó a Levin sobre su vida.

      —¿Y usted no se aburre viviendo en el pueblo durante la época de invierno? —le preguntó.

      —No, no me aburro, para nada. Como estoy ocupado todo el tiempo... —respondió él, consciente de que ella le arrastraba a la esfera de ese tono sereno que había decidido mantener y de la cual, como había ocurrido a comienzos de invierno, ya no podía huir.

      —¿Se va a quedar aquí durante mucho tiempo? —preguntó Kitty.

      —Todavía no lo sé —contestó Levin, casi instintivamente.

      Pensó que si permitía que aquel tono de serena amistad le ganase, se iría de nuevo sin haber solucionado nada; y tomó la decisión de rebelarse.

      —¿Cómo es eso de que aún no lo sabe?

      —Es así, no sé... Todo depende de usted.

      Y enseguida se sintió aterrorizado de sus palabras.

      Sin embargo, Kitty no las escuchó o no quiso escucharlas. Dio dos o tres ligeros talonazos, como si tropezara, y se alejó de él velozmente. Se acercó a la institutriz, le dijo algo y fue hacia la caseta para quitarse los patines.

      «¡Oh, Señor, ayúdame, ilumíname! ¿Qué hice?», pensaba Levin, rezando mentalmente. Pero, como sintiera al mismo tiempo una necesidad muy viva de moverse, se lanzó en una rápida carrera sobre el hielo, trazando con furor círculos amplios.

      En ese instante, uno de los mejores patinadores que había allí salió del café con un cigarro en la boca, bajó las escaleras a saltos con los patines puestos, ocasionando un enorme estruendo y, sin ni siquiera cambiar la postura descuidada de los brazos, tocó el hielo y se deslizó sobre él.

      —¡Ah, es un nuevo truco! —exclamó Levin.

      Y corrió hacia la escalera para hacerlo.

      —¡Usted se va a matar! —le gritó Nicolás Scherbazky—. ¡Para hacer eso hay que tener mucha práctica!

      Levin ascendió hasta el último peldaño y, después que estuvo allí, se lanzó con todo el impulso hacia abajo, tratando de mantener el equilibrio con los brazos. Tropezó en el último peldaño, pero tocando levemente el hielo con la mano hizo un rápido y violento esfuerzo, se puso en pie y siguió su carrera, mientras reía.

      «¡Qué joven tan simpático!», pensaba Kitty, que estaba saliendo de la caseta con mademoiselle Linon, al tiempo que seguía a Levin con ojos dulces y acariciantes, como si observase a un hermano querido. «¿Quizá soy culpable? ¿Hice algo que no está bien? A eso le llaman coquetería. Ya sé que no es a él a quien amo, pero con él estoy contenta. ¡Es muy simpático! Pero ¿por qué me dijo eso?».

      Viendo que Kitty se iba a reunir con su madre en la escalera, Levin, con la cara encendida por la violencia del ejercicio, se detuvo y quedó abstraído. Después se quitó los patines y pudo alcanzar a madre e hija junto a la puerta del parque.

      —Me alegro mucho de verle —dijo la Princesa—. Recibimos, como siempre, los jueves.

      —¿Entonces, hoy?

      —Nos complacerá su visita —contestó, con sequedad, la Princesa.

      Su frialdad enfadó a Kitty de tal manera que no pudo dominar el deseo de suavizar la aspereza de su madre y dijo sonriendo, mientras volvía la cabeza:

      —Hasta pronto.

      En ese instante, Esteban Arkadievich, con los ojos brillantes, el sombrero ladeado, con aire victorioso, entraba en el jardín. Sin embargo, al acercarse a su suegra adoptó un aire lloroso, respondiéndole con voz afligida cuando le preguntó por la salud de Dolly.

      Después de conversar con ella en voz baja y con humildad, Oblonsky se enderezó, sacando el pecho y cogió a Levin del brazo.

      —¿Qué? ¿Vamos? —preguntó—. Me acordé mucho de ti y estoy bastante complacido de que hayas venido —dijo, mirándole convincentemente a los ojos.

      —Vamos —respondió Levin, en cuyos oídos todavía sonaba dulcemente el eco de esas palabras: «Hasta pronto», y de cuya cabeza no se apartaba la sonrisa con que Kitty las acompañó.

      —¿Al «Ermitage» o al «Inglaterra»?

      —Me da igual.

      —Vamos entonces al «Inglaterra» —contestó Esteban Arkadievich decidiéndose por este restaurante, porque en él debía mucho más dinero que en el otro