suspiró, pero se quedó callado. No escuchaba a Oblonsky, porque estaba pensando en sus asuntos.
Y de repente ambos comprendieron que, a pesar de que eran amigos, a pesar de que habían comido y bebido juntos —lo que debía haberlos acercado mucho más—, cada uno pensaba exclusivamente en sus cosas y no se preocupaba del otro para nada. Oblonsky había sentido en más de una ocasión esa impresión de alejamiento después de una comida destinada a aumentar la amabilidad y sabía perfectamente lo que hay que hacer en tales momentos.
—¡La cuenta! —gritó, y pasó a la sala inmediata.
Allí encontró a un edecán de regimiento y entabló con él una conversación sobre cierta artista y su protector. De esa manera encontró alivio y descanso de su charla con Levin, quien siempre le arrastraba a una excesiva tensión espiritual y cerebral.
Cuando apareció el tártaro con la cuenta de veintiséis rublos y varios kopeks7, más un suplemento por vodkas, Levin —que como hombre del campo en otro momento se habría espantado de esa enorme cantidad, de la que le correspondía pagar catorce rublos—, no prestó ninguna atención al hecho.
Entonces, pagó esa cantidad y se marchó a su casa para cambiarse de ropa e ir a la de los Scherbazky, donde su destino se iba a decidir.
XII
Kitty Scherbazky, la princesita, tenía dieciocho años. Esa era la primera temporada en que la presentaron en sociedad, donde conseguía más éxitos que los que consiguieran sus hermanas mayores y hasta más de los que su misma madre aspirara esperar.
No únicamente todos los muchachos que frecuentaban los bailes aristocráticos de Moscú estaban enamorados de Kitty, sino que en ese invierno surgieron dos propuestas serias: la de Levin e inmediatamente después de su partida, la del conde Vronsky.
La aparición de Levin a comienzos de la temporada, sus habituales visitas y sus evidentes demostraciones de amor hacia Kitty motivaron las primeras charlas formales entre sus padres a propósito del futuro de la muchacha, y hasta dieron lugar a discusiones.
El Príncipe estaba de parte de Levin y decía que no anhelaba nada mejor para su hija. Sin embargo, con el hábito característico de las mujeres de desviar los asuntos, la Princesa contestaba que Kitty era muy joven, que nada probaba que Levin tuviera intenciones serias, que Kitty no se sentía inclinada hacia Levin y otros argumentos similares. Se callaba lo primordial: que Levin no le caía bien y que no entendía su manera de ser y que esperaba un partido mejor para Kitty.
De manera que, cuando Levin se fue repentinamente, la Princesa se alegró y dijo, con aire triunfador, a su esposo:
—¿Te das cuenta como yo tenía razón?
Se alegró más todavía cuando Vronsky apareció, y se afirmó en su opinión de que su hija debía hacer, no ya un matrimonio bueno, sino excelente.
Para la madre no había punto de comparación entre Vronsky y Levin. Este no le gustaba por sus violentas y extrañas opiniones, por su torpeza para comportarse en sociedad, ocasionada, en su opinión, por el orgullo. A ella le disgustaba la vida salvaje que, según ella, el joven llevaba en el pueblo, donde no trataba más que con animales y campesinos.
Sobre todo la disgustaba que, estando enamorado de Kitty, hubiese estado visitando la casa durante un mes y medio, con la apariencia de un hombre que dudara, observara y se preguntara si el honor que les iba a hacer no sería demasiado grande si se declaraba. ¿Acaso no comprendía, que, puesto que frecuentaba a una familia donde había una muchacha casadera, era sumamente necesario aclarar las cosas? Y, después, esa marcha repentina, sin ninguna explicación... «Menos mal —decía la madre— que no es muy atractivo y mi hija —¡por supuesto!— no se enamoró de él».
En cambio, Vronsky tenía cuanto pudiera desear la Princesa: era inteligente, noble, muy rico, con la posibilidad de hacer una carrera militar y cortesana muy brillante. Y era, además, un hombre delicioso. No, no podía aspirar a nada mejor.
En los bailes, Vronsky cortejaba abiertamente a Kitty, bailaba con ella, visitaba la casa... Era imposible, pues, dudar de la seriedad de sus intenciones. Sin embargo, la Princesa pasó todo el invierno llena de impaciencia e inquietud.
Treinta años atrás, ella misma había contraído matrimonio, gracias a un casamiento arreglado por una de sus tías. El novio, de quien se sabía todo previamente, llegó, le conocieron a él y conoció a la novia; la tía casamentera notificó a las dos partes del efecto que se habían producido recíprocamente, y como era bastante favorable, en una fecha indicada, y a pocos días, se realizó la petición de mano y hubo aceptación.
Todo fue sumamente sencillo y sin inconvenientes, o al menos de esa manera le pareció a la Princesa.
Sin embargo, al casar a sus hijas, se dio cuenta, gracias a la experiencia, que la cosa no era tan fácil ni tan simple. Fueron demasiados los pensamientos que se tuvieron, los rostros que se vieron, el dinero gastado y las discusiones que tuvo con su esposo antes de casar a Natalia y a Daria.
Cuando se presentó en sociedad su hija menor se volvían a producir las mismas dudas, los mismos miedos y, además, eran más frecuentes las discusiones con su esposo. Igual que todos los padres, el viejo Príncipe era muy celoso de la pureza y del honor de sus hijas, y sobre todo de Kitty, su favorita, y a cada momento armaba escándalos a la Princesa, culpándola de comprometer a la muchacha.
Ya la Princesa estaba habituada a aquello con las demás hijas, pero en este momento entendía que la sensibilidad del padre se avivaba con más fundamento. Aceptaba que en las últimas épocas habían cambiado las costumbres de la alta sociedad y se habían hecho más complejos sus deberes de madre. Veía a las amigas de su hija menor formar sociedades, participar en no se sabía qué cursos, tratar a los hombres libremente, ir solas en coche, muchas de ellas prescindir de hacer reverencias en sus saludos y, lo que era más grave, estar todas convencidas de que la elección de esposo no era asunto de sus madres, sino de ellas.
«Actualmente las muchachas ya no se casan como antes»”, pensaban y decían todas aquellas jóvenes; y lo peor era que muchas personas de edad lo pensaban también así. No obstante, nadie le había dicho a la Princesa cómo se casaban «actualmente» las muchachas. La costumbre francesa de que los padres de las muchachas decidieran su porvenir era rechazada y criticada. Tampoco estaba aceptada ni se consideraba posible en la sociedad rusa la costumbre inglesa de dejar en total libertad a las muchachas. La costumbre rusa de planificar los casamientos por medio de casamenteras la consideraban grotesca y todo el mundo se reía de ella, incluso la misma Princesa.
Sin embargo, cómo habían de contraer matrimonio sus hijas, eso nadie lo sabía. Aquellas personas con quienes la Princesa tenía oportunidad de hablar no salían de lo mismo:
—Esos métodos anticuados no se pueden seguir en nuestro tiempo. No son los padres quienes se casan sino las jóvenes. Se les debe dejar, pues, en libertad de que se arreglen; ellas, mejor que nadie, saben lo que deben hacer.
Era muy fácil hablar de esa manera para los que no tenían hijas, pero la Princesa entendía que si su hija trataba a los hombres libremente, podía muy bien enamorarse de alguno que no le conviniera como esposo o que no la quisiera. Tampoco podía admitir que las muchachas arreglasen su destino por sí solas. No podía aceptarlo, como no podía aceptar que se permitiese jugar a niños de cinco años con pistolas cargadas. Debido a todo eso, la Princesa estaba más intranquila y angustiada por Kitty que lo estuviera en otra época por sus hijas mayores.
En la actualidad sentía temor de que Vronsky no deseara dar un paso más allá, limitándose a cortejar a su hija. Se daba cuenta de que Kitty ya estaba enamorada de él, pero se reconfortaba con la idea de que Vronsky era un caballero digno y honorable. Sin embargo, reconocía lo fácil que era perturbar la cabeza a una muchacha cuando hay relaciones tan libres como las de ahora, teniendo en cuenta la poca importancia que los hombres le dan a este tipo de faltas.
Kitty había contado a su madre, la semana anterior, una conversación que mantuvo con Vronsky mientras estaban bailando una mazurca, y a pesar de que esa charla tranquilizó a la