León Tolstoi

Anna Karenina


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tan hermosa que recuerdo siempre: “Señor, perdónanos según tu misericordia y no según nuestros merecimientos”. Solamente así puede perdonarme.

      XI

      Los dos guardaron silencio. Levin bebió el vino de su copa.

      —Te tengo que decir una cosa más —dijo, finalmente, Esteban Arkadievich—. ¿Sabes quién es Vronsky?

      —No. ¿Por qué me lo preguntas?

      —Por favor, trae otra botella —dijo Oblonsky al tártaro, que siempre acudía para llenar las copas en el instante en que podía estorbar más. Y agregó:

      —Te lo pregunto porque es uno de tus rivales.

      —¿Y ese Vronsky quién es? —interrogó Levin.

      Y una expresión siniestra y desagradable sustituyó el entusiasmo infantil que inundaba su cara.

      —Se trata del hijo del conde Cirilo Ivanovich Vronsky y uno de los representantes más hermosos de la juventud dorada de San Petersburgo. Cuando serví en Tver lo conocí. Vronsky iba a la oficina para asuntos de reclutamiento. Es atractivo, tiene muy buenas relaciones, es muy rico y edecán de Estado Mayor y, al mismo tiempo, es un joven muy bueno y sumamente simpático. Después le he tratado aquí y resulta que es hasta instruido e inteligente. ¡Un muchacho que promete bastante!

      Frunciendo el ceño, Levin calló.

      —Él llegó poco tiempo después de que tú te marcharas y se nota que está locamente enamorado de Kitty. Y, ¿entiendes?, la madre...

      —Disculpa, pero no entiendo nada —dijo Levin, de malhumor.

      Y, recordando a su hermano, pensó en lo mal que se estaba comportando con él.

      —Tranquilo, hombre, tranquilo —dijo Esteban Arkadievich, mientras sonreía y le daba un leve golpecito en la mano—. Te conté lo que sé. Sin embargo, pienso que la ventaja está de tu lado, en un caso tan delicado como este.

      Muy pálido, Levin se recostó en la silla.

      —Yo te recomendaría acabar el asunto lo antes posible —dijo Oblonsky, mientras llenaba la copa de Levin.

      —Muchas gracias; pero no puedo beber más —contestó Levin, apartando su copa—. Me embriagaría. Bueno, ¿y tus cosas cómo van? —siguió, tratando de cambiar de tema.

      —Espera; debo decirte algo más —insistió Esteban Arkadievich—. Debes arreglar el asunto lo antes posible; pero no hoy. Mejor ve mañana por la mañana, pide la mano con todas las de la ley y que el Señor te ayude.

      —Me acuerdo que siempre quisiste cazar en mis tierras —dijo Levin—. ¿Por qué no vas esta primavera?

      En este momento lamentaba profundamente haber comenzado aquella charla con Oblonsky, debido a que se sentía igualmente herido en sus sentimientos más íntimos por lo que se acababa de enterar sobre las pretensiones rivales de un oficial de San Petersburgo, como por las recomendaciones y conjeturas de Oblonsky.

      Esteban Arkadievich sonrió, comprendiendo lo que estaba pasando en el alma de su amigo.

      —Voy a ir, voy a ir... —dijo—. Pues sí, hombre: el eje alrededor del cual gira todo son las mujeres. Mis cosas van mal, demasiado mal. Y la culpa es también de ellas. Vamos: aconséjame como un amigo —agregó, sosteniendo la copa con una mano y sacando un cigarrillo.

      —¿Dime de qué se trata?

      —Se trata de lo siguiente: imaginemos que estás casado, que amas a tu esposa y que otra te seduce...

      —Disculpa, pero no me es posible entender eso que me dices. Sería como si pasáramos ante una panadería y robásemos un pan, después de comer aquí a gusto.

      La mirada de Esteban Arkadievich resplandecía más que nunca.

      —¿Y por qué no? Hay ocasiones en que el pan huele tan bien que uno no se puede dominar:

      Himmlisch ist’s, wenn itch bezwungen

      Meine irdische Begier;

      Aber doch wenn’s nicht gelungen

      Y Esteban Arkadievich sonrió de manera maliciosa, después de recitar estos versos. A su vez, Levin no pudo reprimir una sonrisa.

      —Estoy hablando en serio —continuó diciendo Oblonsky—. Entiende: se trata de una mujer, de un ser frágil enamorado, de una pobre mujer que me lo ha sacrificado todo, sola en el mundo y sin medios de vida. ¿Cómo la voy a abandonar? Suponiendo que nos separemos por consideración a su familia, ¿cómo no voy a tener piedad de ella, cómo no voy a ayudarla, cómo no suavizar el mal que le ocasioné?

      —Disculpa. Ya sabes que las mujeres, según mi opinión, se dividen en dos clases... Es decir, no... Bueno, existen mujeres y existen... En fin: jamás he visto esos bellos y frágiles seres caídos, ni los veré jamás; pero huyo como de la peste de los que son igual que esa francesa pintada, con sus postizos, que está allí afuera. ¡Y, para mí, todas las mujeres caídas son como esa!

      —¿Y qué me puedes decir de la del Evangelio?

      —¡Guarda silencio, guarda silencio! Jamás Cristo habría pronunciado esas palabras si llega a saber el mal uso que iba a hacer de ellas. Nadie recuerda, de todo el Evangelio, más que esas palabras. De todas maneras, digo lo que siento, no lo que pienso. Detesto a las mujeres perdidas. A ti te dan asco las arañas; a mí, esta clase de mujeres. Probablemente no has estudiado la vida de las arañas, ¿no? Pues yo tampoco la de...

      —Es muy fácil hablar de esa manera. Tú eres igual que aquel personaje de Dickens que tira con la mano izquierda, detrás del hombro derecho, los asuntos difíciles de solucionar. Sin embargo, negar un hecho no es responder una pregunta. Contéstame, ¿qué tengo que hacer en este caso? Tu esposa envejeció y tú te sientes lleno de vida. Casi sin notarlo, te encuentras con que no puedes querer a tu mujer con verdadero amor, por más respeto que sientas por ella. ¡Entonces, estás completamente perdido si aparece el amor ante ti! ¡Estás completamente perdido! —dijo nuevamente Esteban Arkadievich con tristeza y desesperación.

      Levin esbozó una sonrisa.

      —¡Sí, estás completamente perdido! —repitió Oblonsky—. Y entonces, ¿qué se puede hacer?

      —No se debe robar el pan recién hecho.

      Esteban Arkadievich comenzó a reír.

      —¡Oh, hombre moralista! Pero este es el caso: hay dos mujeres. Una de ellas solamente se apoya en sus derechos, en nombre de los cuales te reclama un amor que no le puedes dar. La otra hace sacrificios por ti y no te pide nada a cambio. ¿Qué hacer, cómo actuar? ¡Es un drama espantoso!

      —Mi sincera opinión es que no existe ningún drama. Porque, según lo veo yo, ese amor... esos dos amores... que, como podrás recordar, Platón define en su Simposion, forman la piedra de toque de los hombres. Unos entienden el uno, otros el otro. Y no tienen por qué hablar de dramas los que profesan el amor no platónico. Se trata de un amor que no permite nada dramático. En unas palabras consiste todo el drama: «Muchas gracias por las satisfacciones que me proporcionaste, y hasta pronto». En el amor platónico todo es puro y claro, por lo que tampoco puede haber drama, y porque...

      En ese instante, Levin recordó sus propios pecados y las luchas internas que tuvo que soportar, y agregó repentinamente:

      —Finalmente, quizá tengas razón... Bien puede ser. Sin embargo, no sé, decididamente no sé...

      —Escucha —dijo Esteban Arkadievich—: tu gran cualidad y tu gran defecto es que eres un hombre entero. Como esta es tu naturaleza, desearías que el mundo estuviera compuesto de fenómenos enteros, y realmente no es de esa manera. Por ejemplo, tú desprecias el trabajo oficial y la actividad social porque quisieras que todo esfuerzo estuviera en relación con su objetivo, y eso no ocurre en la vida. Quisieras que la tarea de un hombre tuviera un propósito,