Sherryl Woods

Castillos en la arena - La caricia del viento


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Boone y ella eran adultos y podían lidiar con lo que pasara, fuera lo que fuese, pero sería egoísta y reprobable poner en juego los sentimientos de B.J., en especial si no estaba segura al cien por cien de lo que quería.

      Se dio cuenta de que eso era lo que el propio Boone había estado advirtiéndole desde el principio.

      Cora Jane miró atónita a Emily, y al cabo de unos segundos alcanzó a decir:

      –¿Te vas?, ¿cómo que te vas? ¡Aún queda trabajo por hacer!, ¡creía que ibas a quedarte un par de semanas como mínimo!

      –Eso era lo que tenía pensado, pero tengo un trabajo en Los Ángeles que está en un punto crítico –le explicó ella, mientras intentaba esquivar la mirada llena de consternación de Gabi–. La clienta es muy exigente y está a punto de sufrir un ataque de nervios porque las cosas aún no están terminadas, tengo que ir a revisarlo todo en persona para que se calme. Por si fuera poco, mi cliente de Aspen tiene que revisar y darle el visto bueno a lo que tengo pensado para su proyecto. Como aquí todo está bastante controlado, me ha parecido un buen momento para irme.

      –¿Te vas porque no quise hacer las reformas que sugeriste? –le preguntó su abuela.

      Fue Gabi, que no se había tragado sus excusas ni por asomo, la que contestó:

      –No, abuela. Se va por una conversación que ella y yo tuvimos anoche. ¿Verdad que sí, hermanita?

      Cora Jane las miró con preocupación.

      –¿Qué conversación?, ¿discutisteis por algo?

      –No, para nada –le aseguró Emily.

      Le suplicó con la mirada a su hermana que no dijera nada más, pero Gabi respondió con una mirada desafiante antes de explicarle a su abuela lo sucedido.

      –Yo le dije que debería volver con Boone, que tenía que encontrar la forma de forjarse un futuro con él, pero está claro que se asustó y que ha decidido salir huyendo.

      –No me voy por lo que me dijiste, ni por Boone –protestó Emily–. Tengo varios trabajos pendientes y en los últimos días los tengo muy descuidados, voy a estar fuera un par de días como mucho.

      –Ah, ¿solo es un viaje corto? –le preguntó su abuela con alivio.

      –Sí, claro –no era cierto, pero lo dijo para que dejaran de presionarla.

      –A menos que se le ocurran media docena de excusas más para no volver –insistió Gabi, inflexible.

      –¡No hables sin saber! –se enfurruñó al ver que su hermana parecía conocerla tan bien. La verdad era que había estado ideando excusas para mantenerse alejada de allí y evitar todas las complicaciones que acechaban en el horizonte–. Bueno, me voy ya. Mi vuelo sale esta tarde, tengo que darme prisa.

      –¿Cómo piensas ir al aeropuerto?, no tienes coche –le recordó Gabi, con una sonrisa muy ufana.

      –Samantha me ha dado permiso para que vaya en el coche que ella alquiló allí. Lo entregaré antes de irme, y alquilaré otro cuando vuelva. Tú tienes aquí tu coche y la abuela el suyo, apenas hemos usado el alquilado –explicó Emily.

      Samantha entró justo entonces en la cocina y debió de notar la tensión que reinaba alrededor de la mesa, porque preguntó:

      –¿He hecho algo mal?, ¿qué tiene de malo que le haya dado permiso para que se vaya en ese coche?

      –Que le has puesto muy fácil la huida –le contestó Gabi con exasperación–. La culpa no es tuya, yo creo que sería capaz de marcharse hasta haciendo autostop si no le quedara otra alternativa –se levantó de la silla y salió de la cocina sin más.

      –¿Por qué está tan enfadada? –preguntó Samantha.

      –Cree que estoy huyendo porque estoy asustada –le explicó Emily.

      –Pues claro, eso es lo que haces siempre.

      Emily la miró consternada; como de costumbre, las acusaciones de Samantha tenían un peso del que carecían las de Gabi, y se puso a la defensiva de inmediato.

      –¡Eso no es verdad!

      –Es lo que hiciste hace diez años, ¿no? Yo ya estaba en Nueva York, pero todas nos dimos cuenta de que te asustó la intensidad de lo que sentías por Boone y saliste huyendo.

      –Me marché porque quería lanzar mi carrera profesional en otro sitio –le espetó con impaciencia.

      –Sí, en cualquier sitio que estuviera lejos de Boone. ¿A que tengo razón, abuela?

      –Sí, yo también tuve esa impresión.

      –Y mira lo bien que te salió la jugada –siguió diciendo Samantha–. Él te dio la sorpresa del siglo al seguir adelante con su vida y tú te quedaste dolida, confundida y amargada.

      –No tienes ni idea de lo que pasó, y no tengo tiempo de discutir contigo. ¿Dónde están las llaves del coche?

      Su hermana se las lanzó antes de decir:

      –La documentación está en la guantera.

      –Gracias –después de darle las gracias con sequedad, le dio un abrazo y besó a su abuela en la frente–. Te quiero, volveré pronto.

      –Más te vale, señorita; como no lo hagas, mandaré a alguien a buscarte. Esa cobardía no la has aprendido de mí, y tampoco de tus padres.

      –¡No es cobardía!

      Se dio cuenta de que era inútil protestar, porque ninguna de las dos se creía que su marcha se debiera al trabajo; de hecho, no se lo creía ni ella. Había tomado aquella decisión la noche anterior de forma impulsiva, porque estaba asustada y el último ataque de nervios de Sophia le había dado la excusa perfecta, y ya no podía cambiar de opinión. Si no quería quedar como una idiota indecisa ante su familia y cualquier otra persona que tuviera el más mínimo interés en ella, tenía que cumplir con lo que había dicho y marcharse.

      Boone consiguió que B.J. aguantara las ganas de ir al Castle’s hasta después de comer, pero gracias a que le sobornó comprándole un videojuego portátil que llevaba meses pidiéndole; en cualquier caso, no tardó en darse cuenta de que había cometido un error, porque, tal y como temía, el niño no había dejado de jugar en toda la mañana.

      Cuando llegaron al aparcamiento del Castle’s, extendió la mano y le ordenó:

      –Dámelo.

      –¡Pero si es mío!, ¡quiero enseñárselo a la señora Cora Jane y a Emily!

      –Ya se lo enseñarás otro día, ahora vamos a guardarlo. Después decidiremos cuánto rato al día puedes jugar con él.

      –¡No es justo!, ¡me has dicho que es mío!

      –Y lo es, pero hay límites. Como con la tele.

      B.J. le miró enfurruñado, pero al final le dio el juego y salió a toda prisa de la camioneta.

      Boone suspiró al verle correr hacia el restaurante; al parecer, su hijo ya se había olvidado de cómo había acabado con puntos de sutura en el brazo.

      Fue sin prisa hacia el local, y se detuvo a hablar con Tommy para ver cómo iba la reparación del tejado y cuándo iba a poder ir a su restaurante.

      –Acabaré con esto mañana por la mañana como muy tarde, la cuadrilla estará en tu restaurante después de comer.

      –Perfecto. Ah, por cierto, pásame a mí la factura de Cora Jane.

      –Boone, sabes que va a ponerse hecha una furia.

      –Tú dile que no has tenido tiempo de hacer las cuentas.

      Tommy le miró con incredulidad.

      –¿Quieres que le dé largas? Tardará